Domingo da Silva, nuestra leyenda en Angola
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Las voces iban perdiéndose, apagándose, alejándose, muriéndose. Sin embargo, mientras lo llevaban, mientras sus compañeros lo trasladaban con la prontitud de la desesperación, él podía percibir aún el rumor apacible de las profundas aguas del río Mabassa y cómo crepitaba de nuevo el puentecito de madera en que se interpusieron, emboscados desde la orilla y con fuego de artillería inesperado y rotundo, a la columna sudafricana en el camino a Gabela, milla y media al norte de Ebo, el día que fue punto de giro en la guerra, latitud de asombro para el enemigo que esperaba arribar a Luanda luego de un recorrido plácido por las que suponía deshabitadas carreteras en el olvido.
Todavía palpitaba en el Primer Comandante Raúl Díaz Argüelles, en Domingos da Silva que era su nombre en tierras de África, el entusiasmo de aquella memorable mañana del 23 de noviembre de 1975 que le había llevado a escribir a Polo Cintra Frías, para entonces Jefe de la Misión Militar de Cuba en Angola: "No creo que vuelvan a atacar. Pero no te preocupes: si lo hacen, no pasarán".
Su presencia en Angola había sido preludio y abrazo en el momento crucial. Raúl Díaz Argüelles, se encontraba allí desde Agosto, y había dirigido con éxito todas las acciones de apoyo de Cuba al MPLA, movimiento revolucionario e independentista dirigido por Agostinho Neto, para que fuera posible, con la victoria, la verdadera independencia de Angola, que pretendían escamotear las potencias occidentales y los Estados Unidos valiéndose de los mercenarios del FNLA, de la UNITA y de la invasión sudafricana que se inició el 14 de octubre.
Desde el combate decisivo en las proximidades de Ebo, habían transcurrido solo algunos días, pero de súbito no eran las aguas las que fluían apuradas en la memoria sino los pasos, los pasos o la sangre, la sangre que salía a borbotones, instalaba la palidez, se llevaba la vida, vaciaba de recuerdos las cavidades. Precipitadamente el hombre herido vio ante sí a La Habana en dos tiempos contrarios: uno clandestino, perseguido, torturado, temerario cuando era jefe de acción del Directorio Revolucionario en la ciudad y a pesar de los 18 años sentía remotos los días de infancia en Marianao y aquellos en que había estudiado en Tennessee, en la Riverside Military Academy en los Estados Unidos, antes de ingresar en la carrera de Ingeniería Civil en la Universidad de La Habana, donde estrechó vínculos con José Antonio Echeverría y Fructuoso Rodríguez y aprendió la intrepidez desenfadada de los que ponían la piel a las balas contra la dictadura. Fue esa épica cotidiana la que demostró junto a Gustavo Machín cuando atacaron en noviembre de 1958 la 15ta. estación de la policía a pura ráfaga de ametralladoras Thompson. Después ya fue ineludible subir a las montañas.
Luego se superponía el otro tiempo de la capital: aireado, transparente y abierto, de sobresaltos dejados atrás, vencidos con la entrada guerrillera a las calles en enero de 1959, cuando podía entregarse al amor de su novia Mariana Ramírez Corría y al trabajo revolucionario con la vehemencia soñada antes y luego, una secuencia sorprendente de vida, una calma vertiginosa que anotó en la trayectoria seguida en innumerables servicios como ejecutivo de la Dirección de Inspección del G-5 del Estado Mayor del Ejército Rebelde, Jefe del Departamento Técnico de Investigaciones (DTI ) de la Policía Nacional Revolucionaria, alumno de la Escuela Básica de Oficiales de las FAR en Matanzas, jefe de información del Ejército de Occidente, jefe de artillería del Ejército de Occidente, jefe de operaciones del Cuerpo de Ejército Independiente de Matanzas y jefe de Estado Mayor de ese mismo cuerpo, jefe de la Artillería y Tropas Coheteriles de las FAR y jefe de la Décima Dirección de las FAR, que atendía la colaboración militar con otros países.
Ahora era llevado, sostenido, cuidado, cuidado, cuidado... pero la niebla iba abarcándolo todo como si fuera viento del sur arrastrando todas las arenas del país. Aquella nación que se le había metido en el alma por todos los poros y era, al mismo tiempo, el espacio donde ejercía el internacionalismo ferviente en que creía, con el ejemplo del Che y de su hermano Gustavo como admirados antecedentes entrañables en los cerros de Bolivia y de la historia.
Cada vez escuchaba menos las voces, iban atenuándose los gritos. Pensó en sus seres queridos. Sus sentidos no registraron la explosión de la mina antitanque que hizo volar por los aires el blindado en que avanzaba para flanquear en el ataque a los sudafricanos. No había silencio, todo era confusión y premura y desmesura en el dolor. El no reparaba sino en el monte. Este territorio agreste no era el del Escambray a las órdenes del Che. Tampoco era el bosque tupido en el camino para tomar la ciudad de Trinidad, ni era el verdor en el avance hacia la capital de Cuba cuando ya la dictadura batistiana se había desmoronado; tampoco eran las selvas de Guinea Bissau, ni la zona norte de Angola, no era la ruta a Grafanil ni a Quifangondo; era al sur, el centro-sur de Angola que terminaría siendo el territorio cabal de su eterna leyenda, enfundada para siempre en sus 39 años y el uniforme de camuflaje de las tropas de las FAPLA, mientras al pie del avión en que llegan los cubanos los mira tras unos lentes oscuros y los urge a batallar, a dar sus vidas por los pueblos de África.