Cinco días con Fidel en Nueva York
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La emoción no está proscrita del periodismo ni tampoco la visión personal de un acontecimiento cuando este se enreda con el sentimiento de quien lo describe. Acabo de regresar, y sin apenas sacudirme el cansancio del viaje, voy a dejar en estas cuartillas toda la masa emotiva que contuve mientras Fidel era noticia en Nueva York y su presencia modificaba, acelerándolo, el inhóspito tráfago de esa ciudad.
Y lo primero que debo, y quiero, decir es que yo, a pesar de mi condición de profesional de la información, sentí allí, como ciudadano cubano, el orgullo de ser contemporáneo de Fidel y vivir y servir en el país que él liderea y conduce.
Ese tenía que ser el sentimiento predominante en uno y en los colegas que viajaron allí, cuando lo veíamos pronunciar en la ONU un discurso de prosapia universal en que el Jefe de la Revolución cubana soslayaba los problemas de su nación y se centraba en los contrastes, injusticias y peligros que distinguen hoy a la humanidad.
Y en unos seis minutos -una brevedad donde cabía una eternidad de esperanzas- colocaba barreras de sensatez al triunfalismo y parecía decir con renovada sinceridad: Mundo estad alerta. Nueva York, se sabe, es una ciudad gigantesca, megapólica donde millones de caminos, abiertos por millones de hombres de diversas lenguas y colores, se entrecruzan con los pasos de la indiferencia. Allí nadie mira para el lado. Y, sin embargo, Fidel alteró el pulso multicorde y vertiginoso de la ciudad.
Los archivos me hablaban de que en 1960 el entonces joven guerrillero compuso una nota inverosímil que conmocionó los salones y pasillos de Naciones Unidas, y atrajo el interés de los ocupados neoyorquinos. Ahora me parecía estar reviviendo aquel año inaugural de la biografía de estadista de Fidel.
Había, es verdad, la misma hostilidad, la misma descortesía del yanqui. Pero también, como 35 años atrás, se imponía el crédito, el prestigio, la lucidez de Fidel convocando, conmoviendo conciencias. Y si el alcalde Giuliani, y si el presidente Clinton lo excluyeron de sus banquetes y conciertos, banquetes morales y conciertos de solidaridad le pusieron mesa y butaca. Y si el alcalde Giuliani, y si el presidente Clinton lo excluyeron de sus banquetes y conciertos, banquetes morales y conciertos de solidaridad le pusieron mesa y butaca. ¡Harlem, el Bronx! Barrios de pobres y negros y latinos entraron en delirio admirativo, en ámbito tan estrechos e inapropiados como una iglesia y un restaurante.
Y no obstante, Fidel nunca estuvo tan bien cuidado. Porque además de los cubanos que asumen la tarea de preservar la integridad física, y de los servicios secretos estadounidenses que cumplieron el deber elemental de protegerlo de cualquier incidente en la meca de la contrarrevolución, negros y puertorriqueños crearon su seguridad de modo tan celoso que a los periodistas de Cuba les fue difícil entrar donde estaba Fidel.
NO quiero repetir lo que ya se conoce por la información del día. Sólo expongo lo que mi emoción, un tanto distante ya de aquellos días, rumia aún en sus balances y resúmenes íntimos. A veces pensé que allí el azoro por vivir el privilegio de ser uno de los cronistas del viaje de Fidel, podía dar mis ojos puntos de exageración.
Pero, no. Repaso la prensa norteamericana. Y ella, que dispensa o quita gloria y verdad, como manipuladora de la opinión pública, no pudo soslayar la presencia de Fidel, ni dejar de considerarlo el hombre clave, la atracción del 50 aniversario de la ONU. Lo leí en The New York Times, severo y conciso, y lo vi en las televisoras que no cedieron ante la objetividad del hecho. Y algunos de esos órganos incluso, lo invitaron a sus redacciones y estudios.
El último día de su estancia, Fidel se reunió con más de 60 pastores religiosos, presididos por Lucius Walker. De ese momento recuerdo con particular énfasis la oración que un reverendo episcopal, puertorriqueño de nación, pronunció al concluir el encuentro. Alzando los ojos al cielo, dijo: Dios, haz que el pueblo cubano siga siendo un pueblo socialista, y que Fidel su líder, continúe manteniendo su concepto de la justicia. Que no cambie. Dios, desde hace mucho tiempo, ha oído ese reclamo.