Discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en la Tribuna Abierta de la Revolución, celebrada en Ciego de Avila, el 29 de septiembre del 2001
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Una solución pacífica todavía sería posible.
En la tensa situación actual, nadie puede escribir un discurso horas antes de pronunciarlo sin correr el riesgo de que sea ya tarde. Corro también el riesgo de parecer demasiado optimista, sin serlo en absoluto. Cumplo, sin embargo, el deber de decir lo que pienso.
La conmoción unánime que en todos los pueblos del mundo causó el demencial ataque terrorista del 11 de septiembre contra el pueblo norteamericano, que pudo ser presenciado en vivo a través de las imágenes de televisión, creó las condiciones excepcionales para erradicar el terrorismo sin desatar una inútil y tal vez interminable guerra.
Los actos de terrorismo en Estados Unidos, como en cualquier parte del mundo, ocasionan un daño terrible a los pueblos que luchen por una causa que objetivamente consideren justa.
El terror fue siempre instrumento de los peores enemigos de la humanidad para aplastar y reprimir la lucha de los pueblos por su liberación. No puede ser nunca instrumento de una causa verdaderamente noble y justa.
A lo largo de la historia, casi todas las acciones por alcanzar la independencia nacional, incluidas las del pueblo norteamericano, se llevaron a cabo mediante el empleo de las armas, y nadie cuestionó ni podría cuestionar jamás ese derecho. Pero el empleo intencionado de las armas para matar a personas inocentes como método de lucha es absolutamente condenable y debe ser erradicado como algo indigno e inhumano, tan repugnante como el terrorismo histórico de los estados opresores.
En la actual crisis, a pesar de las posibilidades reales de erradicar el terrorismo sin guerra, el obstáculo fundamental es que los principales dirigentes políticos y militares de Estados Unidos no quieren escuchar una palabra que descarte el empleo de las armas y busque una solución verdadera y efectiva al preocupante problema, sin tener en cuenta que sería sumamente honroso para el pueblo norteamericano alcanzarlo sin derramar una gota de sangre. Los que toman las decisiones sólo apuestan a las acciones bélicas. Han asociado honor y guerra. Algunos hablan del empleo de armas nucleares cual si fuese algo tan sencillo como tomarse un vaso de agua; otros afirman que usarán tácticas de guerra de guerrillas con fuerzas especiales; alguien incluso filosofó sobre el uso de la mentira como arma, aunque no faltan los que se expresan con más racionalidad y sentido común, todos dentro de la línea de la guerra. No abundan la objetividad y la sangre fría. En muchos ciudadanos se ha sembrado la idea de fórmulas únicamente bélicas, sin que importen las pérdidas de vidas norteamericanas.
Es difícil sacar la conclusión de que hayan adoptado ya la estrategia y táctica definitivas de lucha contra un país cuya infraestructura de comunicaciones, tecnología y condiciones materiales no parecen haber salido todavía de la edad de piedra. ¿Tácticas guerrilleras con escuadras de portaaviones, acorazados, cruceros y submarinos en un país que no tiene costas? ¿Por qué enviar además decenas de bombarderos B-1 y B-52, centenares de modernos aviones de combate, miles de misiles y otras armas estratégicas? ¿Contra qué dispararán?
Mientras tanto, en el resto del mundo reinan la confusión y el pánico, sin que falten oportunismos, conveniencias e intereses nacionales. Hay quienes han hecho trizas su honor. Fruto del desconcierto inicial, se aprecia un extraño y generalizado instinto de avestruz, sin que existan ni siquiera huecos donde esconder las cabezas.
Muchos parecen no haberse dado cuenta todavía de que el 20 de septiembre fue decretado ante el Congreso de Estados Unidos el fin de la independencia de los demás estados sin excepción alguna y el cese de las funciones de la Organización de las Naciones Unidas.
Nadie se haga, sin embargo, la ilusión de que los pueblos y muchos dirigentes políticos honestos dejarán de reaccionar tan pronto las acciones de guerra sean una realidad y sus horribles imágenes comiencen a conocerse. Estas ocuparán entonces el espacio de las tristes e impactantes imágenes de lo ocurrido en Nueva York, cuyo olvido ocasionaría un daño irreparable al sentimiento de solidaridad con el pueblo norteamericano, que hoy constituye un factor fundamental para liquidar el fenómeno del terrorismo sin necesidad de guerras de imprevisibles consecuencias y sin la muerte de un número incalculable de personas inocentes.
Ya se observan las primeras víctimas: millones de personas huyendo de la guerra, imágenes de niños cadavéricos que conmoverán al mundo sin que nada pueda impedir su divulgación.
Es un gran error de Estados Unidos y sus ricos aliados de la OTAN creer que el fuerte nacionalismo y los profundos sentimientos religiosos de los pueblos musulmanes se pueden neutralizar con dinero y promesas de ayuda, o intimidar a sus países indefinidamente por la fuerza. Se comienzan a escuchar declaraciones de líderes religiosos de importantes naciones, nada afines a los talibanes, que expresan su decidida oposición al ataque militar. Las contradicciones comienzan a surgir entre los propios aliados de Estados Unidos en el centro y sur de Asia.
Afloran ya sentimientos de xenofobia, odio y desprecio contra todos los países musulmanes. Un importante jefe de gobierno europeo acaba de afirmar en Berlín que la civilización occidental es superior a la islámica y que Occidente continuaría conquistando pueblos, incluso si ello significara confrontación con la civilización islámica, que se ha quedado estancada donde estuvo 1.400 años atrás.
En una situación económica como la que atraviesa el mundo, estando aún por resolverse gravísimos problemas de la humanidad, incluida su propia supervivencia, amenazada por causas ajenas al poder destructivo de las armas modernas, ¿por qué empecinarse en iniciar una complicada e interminable guerra? ¿Por qué la arrogancia de los líderes de Estados Unidos, si su enorme poder les otorga el privilegio de mostrar un poco de moderación?
Bastaría devolverle a la Organización de Naciones Unidas las prerrogativas arrebatadas y que sea la Asamblea General, el órgano más universal y representativo de esa institución, el centro de esa lucha por la paz —no importa cuán limitadas facultades ostente por el arbitrario derecho al veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, la mayoría de ellos miembros también de la OTAN—, para erradicar el terrorismo con apoyo total y unánime de la opinión mundial.
Bajo ningún concepto quedarían impunes los responsables del brutal ataque contra el pueblo de Estados Unidos, si pueden ser identificados. Una condición honorable para todos los países sería que fuesen juzgados por tribunales imparciales que garanticen la veracidad de las pruebas y la seguridad de la justicia.
Cuba fue el primer país que habló de la necesidad de una lucha internacional contra el terrorismo. Lo hizo a pocas horas de la tragedia sufrida por el pueblo norteamericano el 11 de septiembre, expresando textualmente: «Ninguno de los actuales problemas del mundo se puede resolver por la fuerza. […] La comunidad internacional debe crear una conciencia mundial contra el terrorismo. […] Solo la política inteligente de buscar la fuerza del consenso y la opinión pública internacional puede arrancar de raíz el problema. […] Este hecho tan insólito pudiera servir para crear la lucha internacional contra el terrorismo. […] El mundo no tiene salvación si no sigue una línea de paz y de cooperación internacional.»
Mantenemos firmemente esos puntos de vista.
La fórmula de reintegrar a las Naciones Unidas sus funciones de paz es indispensable.
No albergo la menor duda de que los países del Tercer Mundo —me atrevería a decir que casi sin excepción—, independientemente de las diferencias políticas o religiosas, estarían dispuestos a unirse con el resto del mundo a la lucha contra el terrorismo como alternativa a la guerra.
Pienso que las ideas expresadas en nada lesionan el honor, la dignidad o los principios políticos o religiosos prevalecientes en cualquiera de los estados mencionados.
No hablo en nombre de país alguno del mundo pobre y subdesarrollado. Lo expreso por convicción profunda y a partir de la tragedia que sufren estos pueblos, que fueron explotados y humillados durante siglos y donde, aun sin guerra, la pobreza y el subdesarrollo heredados, el hambre y las enfermedades curables matan silenciosamente a decenas de millones de personas inocentes cada año.
Para esos pueblos, salvar la paz con dignidad, con independencia y sin guerra es piedra angular de la lucha que unidos debemos librar por un mundo verdaderamente justo de pueblos libres.
A Cuba no la mueve ningún interés económico, ningún oportunismo, ni mucho menos temor alguno por amenazas, peligros y riesgos. Un pueblo que, como es bien conocido, ha resistido con honor más de 40 años de guerra económica, bloqueo y terrorismo, tiene derecho a exponer, reiterar e insistir en sus puntos de vista. Y no vacilará en hacerlo hasta el último minuto.
¡Estamos y estaremos contra el terrorismo y contra la guerra! ¡Nada de lo que pase nos hará apartar de esa línea!
Los oscuros nubarrones que se divisan hoy en el horizonte del mundo, no impedirán que los cubanos sigamos trabajando sin descanso en nuestros maravillosos programas sociales y culturales, conscientes de que estamos realizando una tarea humana sin paralelo en la historia. Y si las guerras que se prometen los convirtieran en simples sueños, caeríamos con honor defendiendo esos sueños.
¡Vivan la Revolución y el Socialismo!
¡Patria o muerte!
¡Venceremos!