Enma, de la mano del Comandante en Jefe
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Noviembre de 1953: «Mami, ¿cómo es un hombre audaz?», pregunta la niña Enma Gago Pérez, después de escuchar al abuelo Ubaldo, único guajiro que –salvo su hija– sabe leer por estos confines.
Ubaldo había permanecido con la mirada fija en un ejemplar de la revista Bohemia, ajeno a la curiosidad infantil que lo espiaba, de repente pronunció un nombre y detrás la expresión: «¡se atrevió a asaltar al Moncada!, ¡coño, que hombre tan audaz!».
Fue aquella frase del empedernido lector la que hizo correr a Enma con la pregunta en los labios en busca de su mamá, que la satisfizo y luego la interrogó:
– ¿Por qué me preguntas eso?
–Porque mi abuelo dijo que ese hombre es audaz.
–Pero, ¿cuál hombre?, mi niña –interrumpe la mujer.
–Uno que se llama Fidel, yo no lo conozco– responde la chiquilla.
Son los vientos del Moncada; recorren las empinadas lomas de Yateras y llegan hasta La Unión; allí, «en medio de un espléndido bosque», está el hogar de Enma, que desde su inocencia no entiende la reacción del abuelo; «yo apenas tenía cinco años», explica la hoy Heroína del Trabajo de la República de Cuba.
Fue así como aquella niña escuchó por primera vez el nombre de Fidel; «pero, te repito, en ese tiempo yo solo entendía de jugar a la maestra e imitar a las aves».
COSAS DE MUCHACHOS
A la sombra de una mata de enredadera que había en el patio de su casa, Enma se reunía con su hermana y sus primos, «a ver cómo retozaban las bijiritas, a contemplar el plumaje del tocororo, y a “discutir” con los caos».
–¿Discutir con los caos?– la interrumpo.
–Sí. Cosas de muchachos. Cuando esos pájaros cantaban, los imitábamos, entonces ellos nos devolvían una jeringonza, qué sé yo, y nosotras, para responder a la «ofensa» –hace una pausa y sonríe– le decíamos: «la tuya», y a reírse.
Aquel espacio bajo la mata de enredadera funcionó también como escuela, «de mentiritas; mi hermana y los primos integraban la “matrícula” que completábamos con piedras medianas y botellas vacías.
La maestra, por supuesto, era yo.
«Una maestra que aún no sabía leer. Pero mi mamá, la otra lectora del barrio, me leía libros de cuentos, y yo los reproducía de memoria en las clases con mis “alumnos”. Así nació mi vocación por el magisterio».
Cuenta Enma que en 1957 una joven empezó a darle clases; «aprendí rápido a leer y a escribir, y dos años después, cuando tuvimos escuela, me pusieron en quinto grado; me hice maestra en 1965; vi mi sueño hecho realidad gracias a Fidel. Desde entonces trabajo incansablemente, y así lo haré mientras tenga fuerzas».
–De usted se dice que es una mujer incansable.
–Cualidad que quizá heredé de mi abuelo Ubaldo, quien salía desde de La Unión, él a pie y el mulo cargado; caminaba más de 20 kilómetros hasta la ciudad de Guantánamo, para vender hortalizas, esa constancia siempre he querido imitarla, trabajo desde el amanecer hasta el final de la tarde.
La provoco. Le insinúo que no ha tenido tiempo para el hogar ni para hacer comidas sabrosas, y que seguramente ha recibido reproches de la familia. Entonces ella me corta con un «te equivocas».
«Mis comidas deleitan. Los secretos de la cocina los aprendí temprano, con mamá, no he perdido esa magia. Para mi esposo –ya fallecido– siempre encontraba tiempo, a mis hijos los tuve cerca, estudiaron donde yo trabajaba, por algo son tan cariñosos conmigo».
DESANDANDO EL CAMINO
Bella Vista de Yateras, Los Naranjos, Felicidad, Boquerón, los niños, la ciudad de Guantánamo, Venezuela… en el relato de esta mujer desfilan nombres, misiones, etapas; una historia de 55 años «sembrando», que vale la pena escuchar.
De nada presume esta guantanamera, salvo de ciertos gestos, como el abrazo que le regaló Marisol, a quien Enma le enseñó las primeras letras en un monte de Mayarí; se reencontraron después de 40 años, en el Parlamento cubano; entonces las dos eran diputadas; «¡qué hermoso fruto! –dice–, al abrazarme se me anudó la garganta».
Episodios así frecuentan la vida de la Heroína. Casi todos los días recibe un «yo siempre la recuerdo con gratitud», o un «hola, maestra» que le dispensan seres «desconocidos». En cualquier parte la sorprende el abrazo, un beso, una sonrisa.
Pero a Enma, que trabaja como inspectora de Educación en Guantánamo, alguna vez el dolor le ha golpeado el rostro. Cuando fue a visitar una escuela de conducta encontró allí a un niño que había sido su alumno. «Fue triste –recuerda–, él me abrazó, lloramos, luego le hablé.
Hoy es un joven de bien. Lo veo y recuerdo a Fidel, que siempre creyó en el mejoramiento humano».
– ¿Cuándo usted conoció a Fidel?
–Lo vi muchas veces en sesiones del Parlamento. Pero hablé con él por primera vez en 1996, durante un congreso. Allí le entregué un cheque de contribución colectiva a las Milicias de Tropas Territoriales. Entonces me abrazó y me hizo unas cuantas preguntas.
«Dos años después, en 1998, Fidel asistió a la entrega de la Orden Lázaro Peña de II Grado a un grupo de trabajadores, estuve entre ellos, y allí el Comandante volvió a saludarme.
«Guardo muchos recuerdos bonitos –dice–: el momento de recibir el título de Heroína del Trabajo de la República de Cuba, el diálogo en Venezuela con Hugo Chávez y el Comandante en Jefe, pero el de 1998, cuando nuestro líder tomó mis manos y conversó animadamente conmigo…».
La frase queda en suspenso. Enma callada. Yo atento a sus ojos que brillan, que parecen de niña, de una niña que soñó ser maestra y lo fue, la que preguntó por un hombre audaz y lo conoció, esa que sabe callar para darle voz a su alma: «Andaré siempre de la mano del Comandante en Jefe».