Los que salvaron el honor de la Patria
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Fragmentos de la carta enviada por Fidel Castro desde Isla de Pinos, el 12 diciembre de 1953.
(…) Más que la libertad y la vida misma para nosotros, pedimos justicia para ellos. Justicia no es en este instante un monumento para los héroes y mártires que cayeron en el combate o asesinados después del combate, ni siquiera una tumba para que descansen en paz y juntos los restos que yacen esparcidos en los campos de Oriente, por lugares que en muchos casos solo conocen sus asesinos; ni de paz es posible hablar para los muertos en la tierra oprimida. La posteridad que es siempre más generosa con los buenos, levantará esos símbolos a su memoria y las generaciones del mañana revivirán, en su oportunidad, el debido tributo a los que salvaron el honor de la Patria en esta época de infinita vergüenza.
(…) ¿por qué no se ha denunciado valientemente las atroces torturas y el asesinato en masa, bárbaro y vesánico que segó las vidas de 70 jóvenes prisioneros los días 26, 27, 28 y 29 de julio? Ese sí es un deber ineludible de los presentes, y no cumplirlo es una mancha que no se borrará jamás. La historia no conoce una masacre semejante ni en la colonia ni en la República. Comprendo que el terror haya paralizado los corazones por largo espacio de tiempo, pero ya no es posible sufrir más el manto de total silencio que la cobardía ha tendid0 sobre aquellos crímenes espantosos, reacción de odio bajo y brutal de una tiranía incalificable, que en la carne más pura, generosa e idealista de Cuba, sació su venganza contra el gesto rebelde y natural de los hijos esclavizados de nuestro pueblo heroico. Eso es complicidad bochornosa, tan repugnante como el mismo crimen, y es de pensar que el tirano esté relamiéndose los labios de satisfacción por la fiereza de los verdugos que lo defienden y el temor que inspira en los enemigos que lo combaten.
Parece como si el restablecimiento de las garantías y el cese de la censura se hubiesen concedido a trueque de silenciar aquellos hechos; un pacto entre el opresor y los voceros de la opinión pública, un pacto expreso o pacto tácito, y esto es infame, abominable, irascible, repugnante.
La verdad se ignora, lo sabe Oriente entero, lo dice en voz baja todo el pueblo; sabe también, en cambio, que eran completamente falsas las canallescas imputaciones que nos hicieron de haber sido inhumanos con los soldados. En el juicio oral el gobierno no pudo sostener ninguna de sus afirmaciones. Allí fueron a declarar los veinte militares que se hicieron prisioneros al enemigo desde los primeros momentos y los treinta heridos que tuvieron en el combate, sin haber recibido siquiera una ofensa de palabra; los médicos forenses, peritos y hasta inclusive los mismos testigos de cargo se encargaron de destruir las versiones del Gobierno. Algunos declararon con admirable honradez. Quedó probado que las armas se habían adquirido en Cuba, que no había conexión con los políticos del pasado, que nadie había sido acuchillado y que en el hospital militar solo hubo una víctima: cierto enfermo al asomarse a una ventana. Hasta el propio fiscal, caso insólito, se vio precisado a reconocer en sus conclusiones «la conducta honorable y humana de los atacantes».
En cambio, ¿dónde estaban nuestros heridos? Solamente había cinco en total. Noventa muertos y cinco heridos. ¿Se puede concebir semejante proporción en ninguna guerra? ¿Qué era del resto? ¿Dónde estaban los combatientes detenidos los días 26 al 29? Santiago de Cuba sabe bien la respuesta. Los heridos fueron arrancados de los hospitales privados, hasta de las propias mesas de operaciones, y rematados inmediatamente después, en ocasiones hasta antes de salir del hospital (2 prisioneros heridos entraron vivos con sus custodios en un elevador y salieron muertos del mismo). Los que habían sido recluidos en el Hospital Militar fueron inyectados con aire y con alcanfor en las venas. Uno de ellos, el estudiante de Ingeniería, Pedro Miret, sobrevivió a este mortal procedimiento y lo narró todo. Solamente cinco, repito, quedaron vivos, dos fueron defendidos valientemente por el doctor Posada quien no permitió que se lo arrebataran en la Colonia Española. Estos combatientes fueron José Ponce y Gustavo Arcos. Hay otros tres que deben sus vidas al Capitán Tamayo, médico del Ejército, quien con gesto valeroso de profesional digno, pistola en mano trasladó a los heridos Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador, del Hospital Militar al Hospital Civil. Ni aún a esos cinco querían dejar vivos. Los números son de una elocuencia irrebatible.
En cuanto a los prisioneros, bien pudo ponerse a la entrada del Cuartel Moncada aquel letrero que aparecía en el dintel del infierno de Dante: «Dejad toda esperanza». Treinta fueron asesinados la primera noche. La orden llegó a las tres de la tarde con el General Martín Díaz Tamayo, quien dijo que «era una vergüenza para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que hacían falta diez muertos por cada soldado». Dicha orden era producto de una reunión sostenida entre Batista, Tabernilla, Ugalde Carrillo y otros jefes. Para allanar dificultades legales el Consejo de Ministros, el mismo domingo por la noche, entre otros, suspendió el Artículo 26 de los Estatutos que establecen la responsabilidad del custodio por la vida del detenido. La consigna fue cumplida con horrible crueldad. Cuando los muertos fueron enterrados no tenían ojos ni dientes ni testículos y hasta de las prendas los despojaron sus propios matadores, que sin ningún pudor las exhibían después. Escenas de indescriptible valor tuvieron lugar entre los torturados. Dos muchachas, nuestras heroicas compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, fueron detenidas en el Hospital Civil donde se encontraban en calidad de enfermeras de primeros auxilios. A la última ya en el cuartel, al anochecer, un sargento llamado Eulalio González, apodado el Tigre, con las manos ensangrentadas, le mostró los ojos del hermano que acababan de arrancarle; más tarde le dieron la noticia de que habían matado a su novio también prisionero. Llena de infinita indignación se les encaró a los asesinos y les dijo: «Él no está muerto, porque morir por la Patria es vivir».
Ellas no fueron asesinadas; los salvajes se detuvieron ante la mujer. Son testigos excepcionales de lo ocurrido en aquel infierno.
En los alrededores de Santiago de Cuba, fuerzas al mando del Comandante Pérez Chaumont asesinaron a 21 combatientes que estaban desarmados y dispersos. A muchos los obligaron a cavar su propia sepultura. Un valiente volvió el pico e hirió en el rostro a uno de los asesinos. No hubo en Siboney tales combates; los únicos que conservaban armas se habían retirado conmigo hacia las montañas y el Ejército no trabó contacto con nosotros hasta seis días después que, en un descuido, nos sorprendió completamente dormidos y exhaustos por el cansancio y el hambre. Ya la matanza había cesado ante el enorme clamor popular. Aún así, únicamente el milagro de un oficial escrupuloso y la circunstancia de no haberme reconocido hasta estar en el hospital, impidió asesinarnos.
El día 27 a las 12 de la noche, en el Km. 39 de la Carretera Manzanillo-Bayamo, el capitán jefe de la localidad, ahorcó, arrastrándolos por el suelo amarrados por el cuello en un «jeep», a los jóvenes Pedro Félix, Hugo Camejo y Andrés García, dejando a los tres por muertos. Uno de ellos, el último, pudo recobrarse horas después y, presentado más tarde por Mon. Pérez Serantes, ha referido la historia.
En la madrugada del día 28 junto al Río Cauto, camino de Palmas, fueron ultimados los jóvenes Raúl de Aguiar, Andrés Valdés y otro, por el Tte. Jefe del puesto de Alto-Cedro, el Sarg. Montes de Oca y el Cabo Maceo, que enterraron a sus víctimas en un pozo situado a la orilla del río cerca de un lugar conocido por Bananea. Estos jóvenes habían logrado hacer contacto con amigos míos que los ayudaron; después se supo la suerte que corrieron.
Es falso por completo que los cadáveres identificados hasta hoy– menos de la mitad del total– haya sido tarea del Departamento de Dactiloscopía. En todos los casos procedieron siempre a tomarle el nombre y generales a las víctimas antes de matarlas y después iban revelando los nombres, poco a poco.
La lista completa no la dieron nunca. Mediante las huellas digitales identificaron solamente una parte de los que murieron en combate, con otra no lograron hacerlo. Los sufrimientos y la incertidumbre que han producido en los familiares con estos procedimientos, son indescriptibles.
Estos hechos y otros similares fueron denunciados por nosotros con todos los detalles en el juicio oral en presencia de los soldados que, armados de ametralladoras y fusiles, llenaban la sala del plenum de la Audiencia en evidente actitud coercitiva. Ellos mismos se impresionaron ante el relato de las barbaridades que habían cometido.
A mí se me arrancó del juicio en la tercera sesión violando todas las leyes del procedimiento, para evitar que como abogado aclarara los hechos, y el juicio fue un verdadero escándalo, pues otros abogados se encargaron de ello.
Del testimonio deducido por las denuncias formuladas por nosotros se han radicado tres causas por asesinato y torturas: la 938, la 1073 y la 1083 de 1953, Juzgado de Instrucción del Norte de Santiago de Cuba, aparte de otras varias por violación continuada de los derechos individuales. Todas absolutamente han sido ratificadas ya por nosotros en el Juzgado de Instrucción del Norte de Santiago de Cuba, aparte de otras varias por violación continuada de los derechos individuales. Todas absolutamente han sido ratificadas ya por nosotros en el Juzgado de Instrucción de Nueva Gerona. Hemos acusado a Batista, a Tabernilla, Ugalde Carrillo y Díaz Tamayo como autores de la orden de matar a los prisioneros, cosa que a ciencia cierta sabemos y como ejecutores al Coronel Alberto del Río Chaviano y a todos los oficiales, clases y soldados que más se destacaron en la orgía de sangre.
Salvo en el caso de Batista, según las leyes vigentes, corresponde a los tribunales civiles juzgar a los autores de estos hechos, y la Audiencia de Santiago de Cuba hasta ahora ha tenido en esto una actitud bastante firme. Sin duda de ninguna clase que el silencio en torno a este proceso, es el favor más grande que se les puede hacer a los criminales y el incentivo más eficaz para que continúen matando sin freno de ninguna clase. No sueño desde luego ni en la más remota posibilidad de condena legal; no, eso es absurdo bajo un régimen en que los asesinos y torturadores pueden vivir libremente, vestir uniformes y representar la autoridad mientras sufren prisión y cárcel los hombres honrados por el delito de defender la Constitución que el pueblo se dió, la libertad y el derecho. Para aquellos no hay ni cárcel, ni sentencia, ni siquiera tribunales. Podrán gozar, además, de absoluta impunidad moral sin que ninguna voz viril se levante a acusarlos, cuando tantos han muerto generosamente por combatirlos, cuando tantos sufren las ignominias de la prisión (…).
Aquellos bravos que marcharon a la muerte con la sonrisa de la suprema felicidad en los labios abrasados por la llama del deber, bien hicieron en morir porque no nacieron para resignarse a la vida hipócrita y miserable de estos tiempos, y murieron en fin de cuentas, por eso, porque no pudieron adaptarse a la indigna y repugnante realidad.
Estas consideraciones traen a mi mente los viriles pensamientos que agitaron sus cerebros inquietos, aquel rebelarse indignado contra la mediocridad tan repugnantemente egoísta, aquel deseo de dar un ejemplo de hacer algo grande por su patria. Cada día que pasa, justifica más la razón de su sacrificio.
Días atrás se conmemoró el 27 de Noviembre. Todos los que escribieron y hablaron con relación al tema, volvieron sus palabras iracundas y fieras, tan pletóricas de epítetos altisonantes como de fingida indignación contra los voluntarios que fusilaron aquellos ocho estudiantes; sin embargo, no dijeron siquiera una sílaba para condenar el asesinato de setenta jóvenes, limpios como aquellos de pies a cabeza, honrados, idealistas... ¡Inocentes!, y aún con su sangre caliente sobre el corazón de Cuba. ¡Caiga sobre los hipócritas el anatema de la historia! Los estudiantes del 71 no fueron torturados, se les sometió a un juicio aparente, fueron enterrados en lugares conocidos y los que tal horror cometieron se creían en posesión de un derecho de cuatro siglos recibido de mano divina y consagrado por el tiempo, legítimo, inviolable, eterno, según creencias abolidas ya por el hombre. Nueve veces ocho fueron los jóvenes que cayeron en Santiago de Cuba bajo la tortura y el plomo, sin juicio de ninguna especie, en nombre de una usurpación ilegítima y aborrecida de 16 meses, sin Dios y sin ley, violadora de las más nobles tradiciones cubanas y los más sagrados principios humanos, que después esparció los restos de sus víctimas por lugares desconocidos, en la República que nuestros libertadores fundaron para la dignidad y el decoro del hombre, el mismo año del Centenario del Apóstol. ¿Cuál era el delito? Cumplir sus prédicas: «Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres, esos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro». ¿Cuál el interés lesionado? La ambición desmedida de un grupo de caínes que explotan y esclavizan nuestro pueblo en provecho exclusivo de su egoísmo personal.
Si el odio que inspiró la matanza del 27 de Noviembre «nacía babeante del vientre del hombre» según expresión de Martí, ¿qué entrañas engendraron la masacre del 26, 27, 28 y 29 de julio? Mas, no sé de ningún oficial del Ejército cubano que haya quebrado su espada, renunciando al uniforme; la única honra de ese Ejército consistía en «matar 10 jóvenes por cada soldado muerto en combate», esa fue la que quiso para él su Estado Mayor (…).
El restablecimiento de la Constitución del 40, condicionada desde luego a la situación anormal, era el primer punto de nuestra proclama al pueblo. Una vez en posesión de la Capital de Oriente se iban a decretar en el acto seis leyes básicas de profundo contenido revolucionario que tendían a poner a los pequeños colonos, arrendatarios, aparceros y precaristas en la posesión definitiva de la tierra con indemnización del Estado a los perjudicados; consagración del derecho de los obreros a la participación en las utilidades finales de la empresa; participación de los colonos en el 55 por ciento del rendimiento de las cañas (estas medidas, como es natural, debían conciliarse con una política dinámica y enérgica por parte del Estado, interviniendo directamente en la creación de nuevas industrias movilizando las grandes reservas del capital nacional, resquebrajando la resistencia organizada de poderosos intereses). Otra declaraba destituidos a todos los funcionarios judiciales y administrativos, municipales, provinciales o nacionales que hubieren traicionado la Constitución jurando los Estatutos. Por último, una ley que propugnaba la confiscación de todos los bienes de todos los malversadores de todas las épocas, previo un proceso sumarísimo de investigación.
(…) llevábamos un programa valiente y avanzado que constituía, por sí mismo, parte esencial en la estrategia revolucionaria. El Gobierno se ha encargado de hacer desaparecer todos estos documentos.
Nada pudo conocer el pueblo, porque adoptamos el criterio de no tomar las estaciones de radio hasta no tener asegurada la fortaleza para evitar cualquier masacre popular en caso de no tener éxito. El disco del último discurso de Chibás iba a estar constantemente en el aire, lo cual daría fe instantánea de un estallido revolucionario completamente independiente de los personeros del pasado.
Nuestro triunfo habría significado un ascenso inmediato de la Ortodoxia al poder, primero provisionalmente y, después, mediante elecciones generales.
Tan cierto es esto en cuanto a nuestros propósitos que, aún fracasando, nuestro sacrificio ha significado un fortalecimiento de los verdaderos ideales de Chibás, dado el nuevo curso de los acontecimientos.
Los pusilánimes dirán que no teníamos razón considerando juris de jure el argumento rasero del éxito o el fracaso. Este se debió a crueles detalles de última hora, tan simples que enloquece pensar en ellos. Las posibilidades de triunfo estaban en la medida de nuestros medios; de haber contado con ellos no me queda ninguna duda de haber luchado con un 90 % de posibilidades (…).
Lo que se mide en la hora de empeñar el combate por la libertad no es el número de las armas enemigas, sino el número de virtudes en el pueblo. Si en Santiago de Cuba cayeron cien jóvenes valerosos, ello no significa sino que hay en nuestra patria cien mil jóvenes dispuestos también a caer. Búsquenseles y se les encontrará, oriénteseles y marcharán adelante por duro que sea el camino; las masas están listas, solo necesitan que se les señale la ruta verdadera.
¡Denunciar los crímenes: he ahí un deber! ¡He ahí un arma terrible! ¡He ahí un paso al frente formidable y revolucionario! Las causas correspondientes están ya radicadas, las acusaciones ratificadas todas. ¡Pídase el castigo de los asesinos! ¡Exíjase su encarcelamiento! ¡Nómbrese, si es necesario, un acusador privado! ¡Impídase por todos los medios que pasen arbitrariamente a la Jurisdicción Militar! Antecedentes recientísimos favorecen esa campaña. La simple publicación de lo denunciado será de tremendas consecuencias para el Gobierno. Repito, que no hacer esto, es una mancha imborrable (...).
Dedica íntegramente el producto de la cuestación a ayudar a las viudas y familiares de los muertos. Nosotros no necesitamos nada, nada deseamos. Por descontado que no tendremos Navidad, porque es nuestro propósito no probar ni agua ese día en señal de duelo. Hazlo constar así, porque creo que de este modo el objetivo será más noble y humano. No tiene objeto que unos presos como nosotros aspiremos a las alegrías de Navidad; preferimos que no sean desahuciados ni pasen hambre aquellos que perdieron el ser querido y el sostén de la casa (…).
Espero que un día en la patria libre recorreremos juntos los campos de la Indómita Oriente recogiendo los huesos heroicos de nuestros compañeros para juntarlos todos en una gran tumba junto a la de Martí, como mártires que son del centenario y cuyo epitafio sea un pensamiento de Martí: «Ningún mártir muere en vano, ni ninguna idea se pierde en el ondular y en el revolverse de los vientos. La alejan o la acercan, pero siempre queda la memoria de haberla visto pasar…».