Palabra hecha certeza
No era que hablaras. Era que el solo hecho de hacerlo bastaba para volver certeza el argumento. Nadie como tú para convencer (nos), a golpe de razones. Y eso te hacía cada vez más grande. Y la complicidad de entender al otro, del consejo certero, caló hondo en tu pueblo. Hoy salen a la luz tus miles de encuentros.
Para compartir ese mundo de historias diluidas en la cotidianidad y en la oralidad del pueblo, Granma dispuso el correo electrónico tuhistoria@granma.cu y la plataforma de comentarios en su página web.
A continuación les dejamos algunas de ellas.
Viviana Cristina Sánchez Muñoz
Siendo pionera José Martí, con 11 años formé parte de la Segunda Caravana Pioneril de la Victoria, que reeditara en enero de 1989 la entrada triunfante a Ciudad Libertad. Y Fidel estuvo presente. Sin embargo, no pude obsequiarle el poema que aprendiera, en un día, solo para él: Marcha Triunfal del Ejército Rebelde.
No obstante, la vida me regaló el privilegio en su 63 cumpleaños, celebrado en la Brigada 13 del Contingente Blas Roca Calderío, de hacer realidad mi sueño, del que conservo fotos no publicadas y que ahora comparto con toda Cuba.
Abrazarlo fue sentir sus manos, recibir su aliento y consagrar una vivencia única, de la que dieron cobertura los periódicos Granma y Trabajadores del 14 y 15 de agosto de 1989. Por entonces, yo recitaba los más sentidos poemas dedicados a la Patria, al Che, Celia, la Revolución y su pueblo, a Fidel y tuve la suerte infinita de ser escogida para declamar los versos inéditos del Indio Naborí, Bienvenidos, en el recibimiento a los últimos combatientes de Cuba en Angola, que puso fin a la Operación Carlota. Otra vez fui testigo de la grandeza de Fidel.
Hoy soy jurista y solo me queda seguir, contigo siempre presente, ¡Gracias, Fidel!
Juan José Bosque Ledesma, metodólogo provincial de Física en Pinar del Río.
Tres veces he estado cerca de Fidel. La primera, en 1971, siendo estudiante del Varona. Recuerdo que realizábamos una actividad productiva y pasó cerca de nosotros su pequeña caravana…, el Comandante iba manejando el jeep, con su invencible uniforme verde olivo como siempre, y todos nos sentimos muy orgullosos solo con verlo pasar. También pude tenerlo cerca cuando visitó el IPVCE Federico Engels, acompañado, en aquel entonces, del Secretario General del Partido Comunista de Vietnam.
Pero la vez que más me impactó fue en 1986, cuando estábamos reunidos en el Ministerio de Educación todos los jefes de cátedra de ciencias de las escuelas vocacionales del país que, por iniciativa de él, se convertirían en IPVCE.
Cuando nos dijeron que la actividad terminaría reunidos con Fidel, en el teatro del Ministerio, un compañero y yo nos sentamos en la segunda fila. Alguien vino y nos dijo: «Ustedes, de la tercera fila hacia atrás» y yo le contesté: «de aquí no me levanta nadie». Imagínate el tono de mi respuesta que nos dejaron allí, cerquita de Fidel, como queríamos estar.
Esa reunión era importante, pues existía preocupación por el cambio que suponía la creación de los IPVCE. Pero desde que Fidel dijera aquella célebre frase de que Cuba sería un país de hombres de ciencias, él soñó y logró hacer realidad ese sueño. Recuerdo que, al comenzar la reunión, José Ramón Fernández, ministro entonces, inició y preguntó qué criterios teníamos de aquello. Alguien propuso que a los alumnos de los IPVCE se les otorgara cinco puntos de más en el escalafón, pues iban a recibir muchas clases, incluso 12 turnos de docencia directa diarios y mucha profundización en los contenidos, lo cual afectaría el índice académico y estarían en desventaja con el resto. Y así siguieron los criterios y fueron varias las tendencias. Todo terminó cuando Fidel le preguntó al que intervenía en aquel momento que quién le había dicho que el que más estudia tiene desventajas.
Hasta ahí llegó la discusión. Como dice la canción de Carlos Puebla: llegó el Comandante y mandó a parar. Su poder de convencimiento, sus atinadas reflexiones de lo que sucedería acabó con dudas y tendencias; con aquella luz larga que lo caracteriza, la vida le dio, como siempre, la razón.
Los alumnos de los IPVCE, donde quiera que estén, saben que su mano, su pensamiento, sus ideas, su presencia, los hizo, los preparó y los ha hecho triunfar. Eso es Fidel: la guía que te prepara para triunfar.
Antolín
Recuerdo muy vívidamente los multitudinarios actos de masas que se celebraron al triunfo de la Revolución. Fueron verdaderos acontecimientos aglutinadores, forjadores de unidad y de esperanzas. Maravillas que duraban brevísimas horas, pero que conquistaron la eternidad: ni se olvidan ni se marchitan en la memoria. Y en el centro focal de ellos la figura de Fidel.
La Asamblea General del pueblo de Cuba tuvo lugar el 4 de febrero de 1962, en horas de la tarde noche y en esta se aprobó la II Declaración de La Habana. Era mi segunda visita a la Plaza.
Ese día, y es el recuerdo principal de la jornada, fui copartícipe y testigo de algo que después interiorizaría con gran nitidez, gracias a la magnífica e insuperable observación del Che: «…algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor». No puedo dejar de advertir sensatez, providencia y hasta magia indescifrable en lo que hacía posible el diálogo entre Fidel y un millón de personas. ¡Qué poder de convocatoria y comunicación a puro sentimiento! A pesar de que hizo un tiempo ventoso que arrastraba su voz, ya difícil de escuchar por momentos a causa de los ecos que producían los sistemas de altavoces de la época; a pesar de las largas horas de pie y las limitaciones de la iluminación, porque el acto concluyó entrada la noche; a pesar de cualquier otro pesar, los participantes no se movían de sus lugares más de lo imprescindible y seguían con gran atención lo que Fidel decía, asintiendo con una inclinación de cabeza o respondiendo, a veces a coro, a sus interpelaciones, como suele suceder en una conversación entre amigos en la sala o en el patio de la casa. Una experiencia única, muy difícil de entender y aquilatar si no se ha vivido.
La otra vez ocurrió en compañía de mis compañeros de albergue. Una noche de abril de 1962, primero común y corriente y después más que especial, el azar nos había deparado, justamente esa noche, algo tremendo, inimaginable. Asistimos a una presentación en la sala Hubert de Blanck y, al salir, supimos que los choferes de nuestras guaguas escolares habían ido a echar combustible. Alguien sugirió cruzar la calle y llegarnos hasta el cercano Hotel Riviera para conocer el lugar; propuesta de los capitalinos que, de inmediato, fue mayoritariamente secundada por los «del interior». Dejamos noticia a los choferes de donde estaríamos y partimos raudos y veloces. El Riviera no lo conocía ni de oídas. Por supuesto que me deslumbraron sus candilejas, lujo y esplendor. Estaba abstraído mirando las fotos de una exposición relacionada con América Latina cuando de súbito me pasó rápidamente por al lado Fidel.
Sí, sin lugar a dudas, era Fidel. En toda su legendaria estatura, con su larga zancada, que avanzaba parapetado tras un inmenso y humeante tabaco, seguido de cuatro miembros de su escolta que, a duras penas, lograban seguirle el paso. Cuando se percató por los uniformes de la presencia de un grupo de becados, se detuvo en seco. Mis pies comenzaron a moverse por sí mismos, empujándome hacia adelante, hasta que llegué a su lado y me quedé mirándolo de arriba a abajo. Sin proponérmelo, asumí la posición de firme, como en una ceremonia marcial.
Fidel nos preguntó qué hacíamos allí a aquella hora. Nos quedamos boquiabiertos, perplejos, sin poder pronunciar palabra, petrificados. No logré articular ni un monosílabo, aunque mis ojos hablaban fuerte y claro. A pesar de que en multitud de ocasiones, en momentos de efímera fantasía, me había trazado el posible escenario de mi primer encuentro con Fidel y había pensado hasta en lo que me gustaría decirle o preguntarle, por más que lo intenté no pude sobreponerme a la mudez y solo atiné a mirarle fijamente a los ojos. Ojos algo achinados, siempre chispeantes y ubicuos, capaces de penetrar y leer hasta los más hondos pensamientos y, lo que es más impactante: imposibles de olvidar.
Estaba allí, a su lado, pero al mismo tiempo me sentía en otra galaxia. Alguien logró articular de manera inteligible un par de oraciones y decirle quiénes éramos, lo que nos había pasado y que «habíamos aprovechado para ir a ver la exposición». Ya yo me veía de vuelta en Placetas, sin beca, sin haber aprendido ruso y, para colmo de males, expulsado de la escuela nada más y nada menos que por el mismísimo Primer Ministro. Hizo varias preguntas sobre la situación en la escuela; unos, los que con mayor celeridad se recuperaron del impacto inicial, le respondieron, otros lo hicieron atropelladamente a coro.
Fidel, sin reproches, nos escuchaba sonriente y asentía con cierto aire conspirador. Solo se limitó a convocarnos a la disciplina y a estudiar con ahínco. Al verlo, se acercaron los visitantes extranjeros que lo estaban esperando. En eso llegaron nuestros choferes y se unieron al ya extenso corro que rodeó al Comandante; no me separé de él ni un milímetro.
Allí estuvimos varios minutos, disfrutando la posibilidad de estar al lado de Fidel, en el sentido más literal de la expresión, en vivo y en directo, hasta que se desplazaron a otro local.
No es necesario decir de qué se habló en aquella ocasión, durante el trayecto de regreso, ni por qué las luces del dormitorio permanecieron encendidas hasta más allá del horario habitual. El destino nos concedió aquella noche el premio gordo, un recuerdo inextinguible en el tiempo.
No sería hasta diciembre de 1975, durante el I Congreso del PCC, donde trabajé como traductor, que tuve de nuevo, y por última vez, la oportunidad de estar en un par de ocasiones al lado de Fidel.
En todos los casos experimenté la nada común sensación de que había estado junto a una persona irrepetible; un ser que, además de otras diversas cualidades sobresalientes, tiene el raro instinto de anticiparse al futuro, de poder escuchar cómo crece la hierba al doblar de la esquina, el singularísimo talento de saber poner a todo el mundo de acuerdo y, a mi muy modesto juicio, el mayúsculo —sobrehumano— coraje de no dejarse atraer nunca, bajo ninguna circunstancia, por la acera de la sombra.
Idarmis Fernández
Hoy puedo contar que tuve mi pedacito de Fidel hace muchos años; exactamente cuando se celebró la Asamblea Pioneril 25 Aniversario, en Tarará, allá por el año 85/86 y yo cursaba el 9no.grado.
Era miembro de un círculo de interés de Salón que fue invitado para servir en las comisiones y, como permaneciamos la mayor parte del tiempo afuera de las salas donde se desarrollaban estas, eso nos proporcionó el infinito privilegio de ser los primeros en saludar al Comandante en Jefe, cuando pasó por allí.
Un muchacho del grupo anunció: ¡Llegó Fidel! y nosotros de ingenuos no le creíamos, porque no habíamos escuchado los carros. Pero, por las dudas, nos lanzamos a las escaleras y no hubo tiempo para nada; ya Fidel estaba ahí y me pasaba el brazo por los hombros, nos saludó y entró directamente a una sala. Nunca olvidaré la magia que, de pronto, se apoderó de aquel lugar; todos los muchachos de pie, aplaudiendo por casi cinco minutos y todos los ojitos, brillando por obra y gracia de las lágrimas.
Mis amigos, mi familia, incluso mis conocidos, me han escuchado decir toda la vida que el día que muriera Fidel a mí había que darme el pésame y, en efecto, con un pésame me dio la noticia mi hija en la mañana del sábado más triste de toda la historia cubana. Hasta luego, Comandante.