La Ciencia como forma de pensar en la política
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Se ha comentado que la búsqueda de la verdad científica, la que es imposible de desechar porque todos pueden comprobarla, exige una forma de razonar y de obrar. Las creencias son más libres: es patrimonio de cada individuo creer en lo que desee, tenga o no pruebas para confirmarlo.
Algunos prestigiosos científicos han tenido expresiones que denotaban sus sentimientos y creencias, no tanto verdades comprobadas. Se suele citar a Lord Kelvin en un famoso discurso en 1900, a las puertas del siglo XX. Fue en el hermoso anfiteatro de la “Royal Institution” de Londres, la catedral de Faraday. Se le conoce con el título: “Las nubes del siglo XIX sobre las teorías dinámicas del calor y la luz”. Se le cita como que creía que el ilimitado mar de la física, de las teorías dinámicas de entonces, podía responder y explicar cualquier cuestión en la realidad objetiva. Expresó también que solo quedaban dos pequeños problemas por resolver en aquel momento crucial: la teoría del “éter” y la interpretación de la radiación del “cuerpo negro” (un experimento acerca de la emisión de luz por cuerpos calentados que no tiene nada que ver con los “agujeros negros” siderales). Pues sus creencias eran infundadas y los dos pequeños problemas solo pudieron explicarse después de una reformulación de la comprensión del universo con las teorías de la relatividad y la mecánica cuántica, respectivamente. Ambas revolucionaron la física predominante entonces y limitaron su validez al entorno de las dimensiones y la temporalidad de la existencia humana, no a todo el universo.
La política no suele ser considerada como una ciencia. Tiene de creación, de arte, porque concierne a las relaciones entre los seres humanos en una sociedad y sus sentimientos. Sin embargo, la forma de razonar y obrar en busca de verdades irrefutables que se ha ido desarrollando para la ciencia puede alcanzar también a la política y a muchas otras esferas de la conciencia y la realidad social.
Fidel se dirigió a los estudiantes universitarios a sus 79 años en uno de sus discursos más importantes, el 17 de noviembre de 2005. El ya muy experimentado político desarrolló un razonamiento que vale la pena releer. Decía:
Una conclusión que he sacado al cabo de muchos años: entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error era creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía de cómo se construye el socialismo. Parecía ciencia sabida, tan sabida como el sistema eléctrico concebido por algunos que se consideraban expertos en sistemas eléctricos. Cuando decían: “Esta es la fórmula”, este es el que sabe. Como si alguien es médico. Tú no vas a discutir con el médico acerca de anemia, de problemas intestinales, de cualquier especialidad, al médico nadie lo discute. Puede creer que es bueno o malo, qué sé yo, puede hacerle caso o no; pero a nadie se le discute. ¿Quién de nosotros va a discutir con un médico, o con un matemático, o con un experto en historia, en literatura o cualquier materia? Pero somos idiotas si creemos, por ejemplo, que la economía —y que me perdonen las decenas de miles de economistas que hay en el país— es una ciencia exacta y eterna, y que existió desde la época de Adán y Eva.
Se pierde todo el sentido dialéctico cuando alguien cree que esa misma economía de hoy es igual a la de hace 50 años, o hace 100 años, o hace 150 años, o es igual a la época de Lenin, o a la época de Carlos Marx. A mil leguas de mi pensamiento el revisionismo, rindo verdadero culto a Marx, a Engels y a Lenin.
Un día dije: “En esta universidad me hice revolucionario”; pero fue porque hice contacto con esos libros, y antes de empatarme, por mi propia cuenta y sin haber leído ninguno de esos libros, estaba cuestionando la economía política capitalista, porque me parecía irracional ya en aquella época, y estudiaba economía política en el primer año por Portela, 900 páginas en mimeógrafo, durísima, casi a todo el mundo lo suspendía. Era el terror aquel profesor.
Una economía que explicaba las leyes del capitalismo, mencionaba las distintas teorías sobre el origen del valor, y mencionaba también a los marxistas, los utopistas, los comunistas, en fin, las más variadas teorías sobre economía. Pero estudiando la economía política del capitalismo comencé a sentir grandes dudas, a cuestionar aquello, porque yo, además, había vivido en un latifundio y recordaba cosas, tenía ideas espontáneas, como tantos utopistas hubo en el mundo.
Después, cuando supe lo que era el comunismo utópico, descubrí que yo era un comunista utópico, porque todas mis ideas partían de: “Esto no es bueno, esto es malo, esto es un disparate. Cómo van a venir las crisis de superproducción y el hambre cuando hay más carbón, más frío, más desempleados, porque hay precisamente más capacidad de crear riquezas. ¿No sería más sencillo producirlas y repartirlas?”
Por ese tiempo parecía, como le parecía también a Carlos Marx en la época del Programa de Gotha, que el límite a la abundancia estaba en el sistema social; parecía que a medida que se desarrollaban las fuerzas productivas podían producir, casi sin límites, lo que el ser humano necesitaba para satisfacer sus necesidades esenciales de tipo material, cultural, etcétera.
Todos se han leído aquel Programa, y es, por cierto, muy respetable. Establecía con claridad cuál era la diferencia en su concepto entre distribución socialista y distribución comunista, y a Marx no le gustaba profetizar o pintar futuro, era sumamente serio, jamás hizo eso.
Cuando escribió libros políticos, como “El 18 Brumario”, “Las luchas civiles en Francia”, era un genio escribiendo, tenía una interpretación clarísima. Su “Manifiesto Comunista” es una obra clásica. Usted la puede analizar, puede estar más o menos satisfecho con unas cosas o con otras. Yo pasé del comunismo utópico a un comunismo que se basaba en teorías serias del desarrollo social como el materialismo histórico. En el aspecto filosófico, se apoyaba en el materialismo dialéctico. Había mucha filosofía, muchas pugnas y disputas. Siempre, desde luego, hay que prestar la debida atención a las diversas corrientes filosóficas.
En este mundo real, que debe ser cambiado, todo estratega y táctico revolucionario tiene el deber de concebir una estrategia y una táctica que conduzcan al objetivo fundamental de cambiar ese mundo real. Ninguna táctica o estrategia que desuna sería buena.
Aquí el político usa el razonamiento científico para:
cuestionar radicalmente las experiencias fallidas de socialismo y plantearse la necesidad de reevaluarlo fundamentalmente.
dejar de lado la inamovilidad de algunas apreciaciones desarrolladas en entornos pasados y diferentes, como la Europa de Marx, Engels y Lenin, y plantearse una interpretación dialéctica.
apreciar polémicamente los sentimientos que pueden conducir a utopías justas pero irrealizables y tener en cuenta los hechos reales para llegar a acciones acertadas en cada momento.
También apela a los más puros sentimientos políticos al resaltar que el mundo debe ser cambiado y que ese es un deber del revolucionario. Y que el cambio debe hacerse bien, buscando consensos, unidad, para que sea efectivo. Y esto si es más arte que ciencia.
Sirva este comentario como modestísimo homenaje al político nonagenario que hizo que la cultura, el saber y la ciencia fueran indispensables en nuestra Patria, por primera vez en nuestra corta historia como nación.