Júbilo, palomas y futuro
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Tarde del 8 de enero de 1959. Desde hacía una semana Cuba entera se había volcado a las calles, carreteras y caminos. De la heroica Santiago había partido la Caravana de la Libertad, que conducía en los más disímiles vehículos a los “barbudos”, los aguerridos soldados del Ejército Rebelde, encabezados por alguien a quien todos llamaban cariñosamente por su nombre, porque no hacían falta apellidos para mencionar al que esperaban como un familiar querido que se recibe con los brazo abiertos: Fidel.
El recorrido de un extremo a otro de la Isla no había sido una marcha triunfal, sino una verdadera siembra de ideas en cada uno de los encuentros multitudinarios que el Jefe de la Revolución sostuvo con las masas a en diversos puntos del trayecto, un diálogo intenso, pletórico de emociones, donde se habló de futuro, de progreso y de transformaciones.
La entrada en la capital fue apoteósica; la Caravana se abría paso trabajosamente entre la compacta muchedumbre; el pueblo había tomado los balcones, engalanados con banderas cubanas y del 26 de Julio; se hicieron dueños de la jornada el rojo y negro , en brazaletes y en la combinación de sayas y blusas de las mujeres, y el verde olivo guerrillero; capitalinos de todas las edades daban vítores, reían, y alzaban los brazos en el afán por alcanzar a sus héroes, tocarlos, darles la mano, abrazarlos…
Tras más de dos años de separación, el jefe de la Revolución se encontró en El Cotorro con su pequeño hijo Fidelito; los trabajadores de la cervecería de la localidad salieron de la fábrica para manifestarles su afecto a los combatientes y les brindaron maltas que aquellos hombres curtidos por la guerra no tomaban desde hacía largo tiempo; Almeida plasmó en sus recuerdos el deslumbramiento de los rebeldes que nunca habían estado en La Habana y al paso por el puerto, el saludo de los portuarios,” braceros, ñáñigos y santeros muchos con el puño en alto y la franca sonrisa”. Hacía muy poco los trabajadores habían dado una respuesta contundente al llamado de Fidel al paralizar el país mediante la huelga general revolucionaria, el “puntillazo final” a la dictadura, como él mismo la calificó.
Cuando parecía que se habían vivido todas las emociones posibles surgió una más, inesperada. En el puerto estaba fondeado nada menos que el yate Granma. ¡Cuántos recuerdos se habrán agolpado en la mente del Comandante en Jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra de la República al abordar la ya histórica embarcación, mientras las fragatas Máximo Gómez y José Martí disparaban salvas!
Saludar al presidente de la República nombrado por la Revolución fue el motivo que lo llevó a hacer un alto en el Palacio Presidencial desde cuya terraza norte habló brevemente ante una compacta multitud y cuando sus acompañantes pensaban que no podría atravesar la muchedumbre para proseguir la marcha, bastó que él, en una muestra de su infinita confianza en las masas, se lo pidiera a los allí reunidos para que se abrieran inmediatamente filas y por una de ellas pasara, solo, entre el pueblo.
La llegada a Columbia, hasta hacía muy poco plaza fuerte del régimen de Fulgencio Batista, tuvo ribetes singulares. Temeroso el chofer del vehículo que conducía a Fidel y sus acompañantes de atropellar a las numerosas personas que inundaban la calle, se pasó de la entrada y el Jefe de la Revolución con sus compañeros tuvieron que entrar a la contigua Academia San Alejandro, pero como esta no tenía acceso directo al campamento, para llegar a él saltaron la verja que separaba a ambas edificaciones; esto hizo que la llegada de Fidel sorprendiera a quienes lo aguardaban.
Se produjo entonces otro encuentro inolvidable con el pueblo, que quedó para siempre plasmado en la imagen del líder rodeado de palomas: una posada en su hombro y dos en el podio. La luz de los reflectores había atraído a las aves. Los creyentes interpretaron el hecho como una bendición de Dios, un milagro, otros lo vincularon a la paz, pero de lo que no cabía dudas es que otra historia empezaba a escribirse en Cuba a partir de ese momento; sin embargo quedaba mucho por hacer y quizás en lo adelante, alertó Fidel, todo sería más difícil.
En medio de aquel discurso lleno de historia, de reflexión y de conceptos nuevos, surgió una pregunta que se convirtió en todo un símbolo para el porvenir: ¿Voy bien Camilo? A lo que este respondió sonriente: Vas bien, Fidel.