Cuba, de cabo a rabo
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La mala noche del bloqueo
La cruda verdad, señoras y señores, es que en la Cuba de hoy no hay un solo desempleado, ni un niño sin escuela, ni un solo ser humano sin zapatos, sin vivienda y sin sus tres comidas al día, ni hay mendigos ni analfabetos, ni nadie de cualquier edad que no disponga de educación gratuita a cualquier nivel, ni nadie que no disponga de asistencia médica oportuna y gratuita, y medicinas gratis y servicios hospitalarios gratuitos a cualquier nivel, ni hay un solo caso de paludismo, tétanos, poliomelitis o viruela, y no hay prostitución, ni vagancia, ni raterismo, ni privilegios individuales, ni represión policial, ni discriminación de ninguna índole por ningún motivo, ni hay nadie que no tenga la posibilidad de entrar donde entran todos, o de ver una película o cualquier otro espectáculo deportivo o artístico, ni hay nadie que no tenga la posibilidad inmediata de hacer valer estos derechos mediante mecanismos de protesta y reclamo que llegan sin tropiezo hasta donde tienen que llegar, inclusive a los niveles más altos de la dirección del Estado.
Esta realidad deslumbrante no la conozco a fondo porque me la contaron, sino porque acabo de recorrer a Cuba de cabo a rabo, en un viaje extenso e intenso en el que nada de interés se me quedó por escudriñar. Durante seis semanas de jornadas sin término cumplí un programa de viaje que yo mismo había elaborado de acuerdo con mi curiosidad profesional, y no sólo lo cumplí con libertad suficiente, sino con mucha más de la que me hacía falta para conocer la verdad. Tuve como compañeros constantes a mi hijo de dieciséis años, Rodrigo, que hizo dos mil fotos hasta de los lugares menos pensados de la isla; a un guía cordial, pero severo e incansable, que cumplió al pie de la letra las instrucciones de hacerme abrir todas las puertas donde tocara sin ninguna excepción, y a un chofer inteligente y pachanguero que muchas veces me hizo pensar con un cierto escalofrío de pavor que de veras conocía la felicidad. Recorrí el país por centímetros cuadrados, desde el bellísimo y misterioso valle de Vinales donde las nubes amanecen bajo las palmeras, hasta los caserones silenciosos de Santiago de Cuba cuyos patios perfumados de jazmines se prolongan hasta la Sierra Maestra, y desde el abolido infierno de presidiarios de la isla de Pinos donde el promedio de edad de la población es de quince años, hasta el espléndido mar de Matanzas donde está naciendo el poder popular. He conversado con obreros y soldados, con campesinos y amas de casa, con niños de escuela y con algunos de los dirigentes más altos del Estado, y creo haber comprobado que no hay un solo lugar en la isla donde no haya llegado la Revolución con la misma intensidad, ni hay una sola persona que no se sienta responsable del destino común. Cada cubano parece pensar que si un día no quedara nadie más en Cuba, él solo, bajo la dirección de Fidel Castro, podría seguir adelante con la Revolución hasta llevarla a su término feliz. Para mí, sin más vueltas, esta comprobación ha sido la experiencia más emocionante y decisiva de toda mi vida.
Un socialismo que se toca con las manos
Hablando de su cristianismo, Chesterton dijo que él podía explicarlo a partir de una calabaza o de un tranvía. Algo semejante ocurre con la Revolución cubana. Allí se está construyendo un socialismo humano y visible, que se puede tocar con las manos, y que no necesita de muchas explicaciones teóricas porque anda suelto por las calles y se mete dentro de las casas confundido con la vida cotidiana. Es un socialismo que los cubanos están haciendo a la medida de sus necesidades y posibilidades, con una pasión y una seriedad ejemplares, pero siempre muertos de risa, y poniendo en cada uno de sus actos esa chispa de locura recóndita que es tal vez su virtud más antigua y fecunda. De modo que en cualquier lugar de Cuba, empezando por un tranvía o por una calabaza, uno comprende que allí se está creando no sólo un sistema distinto de producción y reparto, sino algo mucho más importante que es a la vez la fuente de su originalidad y su grandeza: una nueva moral.
La esencia de ese prodigio, pienso yo, radica en que al cubano de hoy le interesa más el grado de su participación personal en la Revolución, que los beneficios personales que puedan derivar de ella. Esto lo vi muy claro en la reacción airada de nuestro chófer cuando se enteró de un acto de negligencia que trastornó nuestro programa por dos días. «Esto tiene que aclararse hasta encontrar el responsable —gritó—. Porque yo he hecho la zafra durante catorce años, no para tener estos zapatos y esta camisa, sino para que en Cuba no sucedan cosas como ésta.»
En la actualidad, cuando los tiempos duros han quedado atrás para siempre, no es posible formarse una idea justa de la revolución cubana sin entender cómo se forjó esa moral nueva en la noche de penas del bloqueo. Antes del triunfo de la Revolución, Cuba era un país tan entregado a los gringos que el presidente Carlos Manuel de Céspedes pronunció el discurso de posesión en inglés. Su política interna y externa eran determinadas por el Departamento de Estado. Los ingenios de azúcar, fuente secular de la economía cubana, eran propiedad de monopolios norteamericanos, cuyos magnates aterrizaban con sus aviones personales en aeropuertos privados sin control de ninguna clase.
Las fábricas, los transportes, los aparatos domésticos, las cosas de comer y de leer y aun la propia filosofía de la vida eran importados de los Estados Unidos. No había existencias de repuestos. Simplemente cuando la pieza de una máquina se rompía, se llamaba por teléfono a Miami o Nueva York, y la pieza vital llegaba en el avión de la noche. En 1962, cuando los Estados Unidos decretaron el bloqueo, Cuba se encontró de pronto con la evidencia de que no tenía nada más que seis millones de cubanos resueltos en una isla luminosa y desguarnecida.
El bloqueo fue una feroz tentativa de genocidio
El bloqueo no fue simplemente, como muchos lo creen, el corte del cordón umbilical con los Estados Unidos. Fue una feroz tentativa de genocidio promovida por un poder casi sin límites cuyos tentáculos aparecían en cualquier parte del mundo. Muchas industrias de países occidentales que trataron de comerciar con Cuba sufrieron las represalias de los Estados Unidos y algunas fueron compradas por ellos —en Inglaterra o en España— para impedir el negocio. Un barco de la CÍA patrulló las aguas territoriales de Cuba hasta hace pocos años para interceptar los barcos que llevaran mercancías a la isla cercada. La amenaza permanente de invasiones armadas, el sabotaje sistemático, las provocaciones constantes fueron para los cubanos un motivo de tensión y un desgaste de energías humanas mucho más grave que el asedio comercial.
Los Estados Unidos dijeron en aquella época, y lo siguen diciendo, que el bloqueo no afecta las medicinas. En el Ministerio de Salud Pública de La Habana yo he visto las cartas de los laboratorios norteamericanos que se negaban a vender medicinas por temor a las represalias del gobierno. Más aún: cuando Cuba propuso cambiar por alimentos para niños y antibióticos a los grupos de mercenarios capturados en Playa Girón, los Estados Unidos se llevaron a los prisioneros liberados y en cambio no entregaron nunca gran parte de las medicinas.
Sin embargo, el aspecto más infame del bloqueo fue tal vez el menos conocido: la seducción de los técnicos y profesionales cubanos por parte de los Estados Unidos. En un país donde sólo las personas de muy elevado nivel social y económico tenían acceso a la educación, la gran mayoría de los técnicos y profesionales independientes se identificaron con el imperialismo, aceptaron sus ofertas de sueldos fabulosos y desertaron de su país. Muchos de ellos se llevaron documentos y secretos vitales.
La medicina fue el sector donde aquel despojo humano alcanzó su grado más alto de criminalidad. De unos siete mil médicos que había en Cuba antes de la Revolución, más de la mitad se fugó del país, y los pocos que quedaron tuvieron que enfrentarse con problemas que les eran extraños. «Ni siquiera sabíamos —me dijo uno de ellos— qué cantidad de aspirina se necesitaba para el dolor de cabeza de todos los cubanos.»
El problema más dramático era la insulina para los diabéticos. Los cubanos encargaron a Polonia la cantidad que calcularon suficiente para un año, y los polacos contestaron asombrados que ésa era la cantidad de insulina que consumía toda Europa en diez años. Sin embargo, ese reducido grupo de médicos que tantos conflictos tenía con la aritmética, fue el que reconstruyó desde cero la medicina cubana, que hoy empieza a conocerse como una de las más serias y originales del mundo.
En la industria, en la minería, en el transporte, en la agricultura, la situación era similar. Los obreros asumieron la responsabilidad de los técnicos fugitivos y la producción no sólo siguió adelante, sino que manifestó un incremento inmediato y constante. En las minas de níquel tuvieron que reconstruir de memoria los planos de explotación y otros documentos vitales que se habían llevado los gringos. El viejo y simpático técnico de la fábrica de ron de Santiago nos contó cómo sus antiguos patronos le ofrecieron una suma fantástica para que se fugara a Estados Unidos, no tanto por servirse de sus conocimientos y secretos, que al fin y al cabo no eran exclusivos, sino para impedir que se sirvieran de ellos los cubanos. Su respuesta fue ejemplar: «¿Por qué no me ofrecieron semejante suma cuando me tenían con un sueldo de hambre?».
Una sola cosa era insustituible en aquella situación: el petróleo. Si no existieran otros muchos datos abrumadores sobre la ayuda de la Unión Soviética y otros países socialistas a la Revolución cubana, bastaría con saber que ninguna actividad se ha detenido en Cuba ni un solo minuto por falta de petróleo, a pesar de que los tanqueros soviéticos tienen que recorrer doce mil kilómetros.
Los peores recuerdos del bloqueo: chícharos y merluza
Condenados a morir de hambre, los cubanos tuvieron que inventar la vida otra vez desde el principio. Crearon toda una tecnología de la necesidad, toda una economía de la escasez, toda una cultura de la soledad. Las mujeres aprendieron a cocinar de otro modo, según los víveres disponibles, y aprendieron a coser de otro modo, sacando los hilos del propio borde de la camisa que debían remendar. Antes, en la mayoría de los casos, habían tenido que afilar la aguja, porque no dispusieron de otra en muchos años. La edad de los niños era un grave problema doméstico: los servicios de abastecimiento, que suministraban dos vestidos y un par de zapatos al año, no podían tomar en cuenta la velocidad del crecimiento.
No había un acto de la vida cotidiana que no exigiera un esfuerzo particular de ingenio y decisión. Y una moral muy firme, porque la radio y la televisión de Miami mantuvieron durante años y años el asedio constante de una propaganda insidiosa destinada a quebrantar la entereza y la dignidad de los cubanos, y el gobierno revolucionario no podía impedirlo. En realidad, en Cuba basta con encender la radio o la televisión para que entren con toda su potencia los programas norteamericanos.
«Imagínate —me decía un sardónico—. Y todavía se atreven a decir que somos un pueblo mal informado.» El tiempo había adquirido un valor diferente. Se necesitaban muchas horas más para pensar, y el insomnio era más largo y vacío en aquel estado de asedio que era apenas comparable a los grandes silencios históricos de las pestes medievales.
La diferencia fundamental —y hay que conocer a los cubanos para entenderlo mejor — es que al contrario de los príncipes y los pontífices de la Edad Media los cubanos no ocuparon el vasto tiempo de sus noches para pensar en la muerte sino que las noches se volvieron días y los meses se volvieron años para inventar un nuevo modo de vivir y prosperar dentro del bloqueo.
Lo más admirable es que no he encontrado ningún cubano que recuerde con rencor tanta penuria. En cambio, casi todos recuerdan dos cosas con horror: la merluza y las arvejas. La merluza, que es uno de los pescados más apetecibles de Europa, y las arvejas, que los cubanos llaman chícharos, fueron durante varios años la dieta básica impuesta por la necesidad, y quedarán para siempre en la memoria de los cubanos como un símbolo irreparable de los malos tiempos. En realidad, el racionamiento alimenticio, que tanto ha servido a la propaganda imperialista, se sintió más por su monotonía que por su rigor. Pero no había demasiado de dónde escoger: se distribuía lo que se encontraba, y lo que más se encontró en el mundo durante los años más dilatados y duros del bloqueo fueron los chícharos y la merluza. Nitza Villapol, una mujer extraordinaria que nunca interrumpió su temerario programa de recetas de cocina por la televisión, alivió el aburrimiento de la mesa cubana con más de doscientas maneras de preparar la merluza para que pareciera pollo o ternera e inventó toda clase de disfraces para los chícharos. Un escritor cubano comió durante dos años su postre de dulce de boniato, que era su plato favorito, pero no volvió a comerlo cuando descubrió por casualidad que era dulce de chícharos disfrazados de boniato.
La carne de res, por supuesto, se volvió mítica, no porque hubiera menos que antes, sino porque había seis veces más personas en condiciones de comerla. Las estadísticas demuestran que ya en 1961, cuando empezó el bloqueo, se sacrificaban más reses para comer que en cualquiera de los años de la Cuba anterior. Lo que pasaba, y sigue pasando, es que antes de la Revolución no comía carne más de un millón de personas, y en la actualidad la comen ocho millones dos veces por semana. Sin embargo, el racionamiento de la carne es sólo doméstico, pues en los restaurantes se consigue siempre.
Dato curioso en relación con Colombia, donde tanto se especula sobre la escasez de los cubanos y donde la inmensa mayoría de los habitantes padecen el racionamiento masivo y feroz de la pobreza, y sin embargo la carne está vedada dos veces por semana, inclusive para quienes tenemos posibilidades de comer en restaurantes. En cambio, el régimen cubano es tan estricto en la igualdad de abastecimiento, que en los lugares más ariscos de la Sierra Maestra, donde el ganado no se cría ni existen sistemas de refrigeración, los abastecedores oficiales llevan vaca viva, la sacrifican allí y la reparten sin excepción. Más rigurosos, sin embargo, fueron los abastecedores de aparatos eléctricos, que necesitaron dos años para darse cuenta que estaban mandando equipos a lugares donde no había electricidad.
La importancia política de la minifalda
A no menos de cien mujeres en distintos lugares de Cuba les pregunté en qué forma les había afectado más el bloqueo. Casi todas contestaron lo mismo: «En los zapatos». En efecto, como ocurría con la carne, el problema de los zapatos fue que el gobierno revolucionario se impuso la tarea de calzar a todos los cubanos sin excepción, en un país de campesinos indigentes y niños palúdicos que vivieron descalzos desde su nacimiento. En la actualidad, las dos cosas que más se notan en Cuba son la igualdad de clases y el uso general de zapatos. No sin intención le ofrecí a mi hijo pagarle cincuenta dólares por cada foto de un cubano descalzo y el único que pudo encontrar estaba en la playa. Además, el calzado ya no está racionado, se reparte gratis a los niños en las escuelas y éstos tienen la obligación de usarlos desde que empiezan a caminar como prevención contra los parásitos.
Aun en los tiempos más duros del abastecimiento de zapatos y ropa, las cubanas se dieron el gusto de vestirse a la moda. Porque otra temeridad admirable de los cubanos fue continuar publicando revistas femeninas con las informaciones de moda mundial, y las mujeres transformaban sus viejos trajes según la nueva estación, y siempre encontraron a un zapatero que les subió el tacón a los zapatos y les modificó la punta y la trabilla para que se parecieran a los de París. Por otra parte, las mujeres preparaban sus propios cosméticos, sus propios decolorantes y tinturas para el cabello, y tejieron sus propias medias sólo por la dignidad de no parecer menos que las modelos de las revistas. El ejemplo más hermoso de esa tremenda dignidad de la pobreza se manifiesta en las minifaldas de las cubanas, que son las más mínimas del mundo: escalofriantes.
Hoy los cubanos hablan de estas cosas con una dignidad y un sentido del humor que ya quisiéramos nosotros para los domingos. No se lamentan de sus penas sino que se mueren de risa recordando los errores fantásticos, como el del funcionario que entendió mal un catálogo e importó dos máquinas barredoras de nieve, y el accidente fenomenal de los abastecedores distraídos que distribuyeron todos los zapatos izquierdos en el oriente y todos los derechos en el occidente. Sin embargo, un sembrador de tabaco de Pinar del Río con quien comentábamos estos trastornos del pasado, nos soltó la opinión más interesante y realista. «Antes, desde mi nacimiento, yo vivía como un perro sarnoso buscando qué comer por esos campos —nos dijo—. En cambio, desde que empezó ese cabrón bloqueo se me resolvió la vida: ahora tengo de todo.» Y concluyó muerto de risa: «Por mí, que siga». El bloqueo de los Estados Unidos continúa, por supuesto, pero los cubanos lo han olvidado, porque ellos mismos lo rompieron desde dentro.
A veces lo recuerdan con burlas, mientras saborean la sal de la nueva vida cubana, que sólo tiene lo bueno de la anterior: la música irresistible y las eternas ganas de bailarla, los sentimientos explosivos y el sentido de la hospitalidad. Del bloqueo les ha quedado un átomo de desconfianza y un cierto misterio de la conducta que los extranjeros brutos interpretan como un sigilo policial, cuando en realidad se trata de una especie de complicidad nacional para que los visitantes no descubran los numerosos remiendos, zurcidos y mataduras que todavía le quedan a la vida cubana.
Pero los buenos síntomas son apabullantes. La tarde en que llegué a La Habana había catorce barcos del mundo haciendo cola para entrar en el puerto. La tarde en que salí había veintidós y habían puesto un cargamento de automóviles europeos de un extremo al otro del malecón.
La ciudad despertaba a un tiempo novedoso de colores chillones, de salones de baile a puertas abiertas, de burlas callejeras a los gringos pendejos que se jodieron ellos mismos tratando de jodernos. Era un estado de ánimo colectivo que se manifestaba en plena calle, donde había tantos enamorados haciendo lo que querían a cualquier hora, que un turista francés se preguntaba si no habría también un racionamiento de camas.
En los carnavales que se celebraron aquella espléndida noche de junio el alma de los habaneros explotó de un solo golpe en un desorden de estrépito. Era una fiesta total, de todo el mundo bailando y bebiendo cerveza en la calle, en la cual sobraban los borrachos que se fajaban a trompadas y no faltó una mujer que armara un escándalo público porque encontró a,su hombre en la pachanga con su compañera de fábrica. Pero en medio de aquella deflagración de humanidad, oculta entre los gritos y la música y los cohetes, estaba el síntoma definitivo de la grandeza y la fuerza de la Revolución, y el argumento demoledor contra sus detractores del mundo entero: la policía encargada de guardar el orden, señoras y señores, estaba desarmada.
La necesidad hace parir gemelos
Fidel Castro acababa de regresar de las Naciones Unidas y estaba rindiendo cuentas de su visita ante la muchedumbre concentrada en la plaza de la Revolución de La Habana, cuando la ciudad se estremeció con dos explosiones desafiantes. Era el 28 de septiembre de 1959. Yo me encontraba en la tribuna en mi condición de redactor de Prensa Latina, y como todos los habitantes de La Habana de entonces empezaba a acostumbrarme a aquellas bombas que desde hacía unas semanas estallaban a cualquier hora y en cualquier parte. Pero Fidel Castro interrumpió el discurso después de la segunda explosión, y en un tono distinto y más enérgico dijo: «Vamos a implantar frente a las campañas de agresión del imperialismo un sistema de vigilancia colectiva revolucionaría, para que todo el mundo sepa quién es y qué hace el vecino que vive en la manzana, y qué relaciones tuvo con la tiranía, y a qué se dedica y con quién se junta y en qué actividades anda, porque si creen que van a poder enfrentarse con el pueblo, tremendo chasco se van a llevar». Aquella misma noche, antes de que el gobierno mismo tuviera tiempo de promover la iniciativa de Fidel Castro, ya el propio pueblo de La Habana, como más tarde todo el pueblo de Cuba, había empezado a constituir los Comités de Defensa de la Revolución. Los CDR.
Ninguna otra acción revolucionaria de aquellos tiempos, ni siquiera las expropiaciones mayores, había de provocar un pánico más visible en la reacción, ni una campaña más feroz del gobierno y la prensa de los Estados Unidos. Sólo Fidel Castro sabe si su iniciativa fue el resultado de una inspiración provisional, o si la había concebido y madurado en secreto a la espera de una ocasión
propicia. El hecho es que no se conocen antecedentes, ni existen organismos semejantes en otras revoluciones socialistas, ni hay indicios de que alguien hubiera pensado en ellos antes de la tarde en que Fidel Castro proclamó su necesidad.
Hasta las estampillas usadas se convierten en divisas
La función original de los CDR, como su propio nombre lo indicaba, era la defensa de la Revolución contra el enemigo interno. Su eficacia fue comprobada durante el desembarco mercenario en Playa Girón: el aparato interno de la contrarrevolución quedó paralizado. Desde luego, un organismo como aquél, constituido espontáneamente bajo la presión urgente de la necesidad, no podía estar a salvo de equivocaciones y excesos. Muchos miembros de los CDR demasiado acuciosos se desmandaron en sus atribuciones y pusieron en peligro el sigilo de la vida privada. Pero el tiempo y la propia madurez del proceso pusieron las cosas en su lugar, y la misma dinámica de la Revolución le fue dando a los CDR su forma y su función precisa.
En la actualidad, cinco millones de cubanos pertenecen a los CDR. Es decir, el ochenta por ciento de la población mayor de catorce años. Es decir, el pueblo entero. Hay uno en cada cuadra de todo el país, y su colaboración ha sido decisiva en la alfabetización, en el abastecimiento, en la instrucción revolucionaría. Sólo el año pasado, en la campaña de recuperación de la materia prima, los CDR recogieron de la basura noventa y nueve millones de botellas y envases de cristal, dieciocho mil toneladas de papel, y quince mil onzas de sellos de correo usados que se exportaron para los filatelistas del mundo entero. A principios de este año se lanzó una consigna: «Convertir a Cuba en un jardín en saludo al primer congreso del partido». El resultado fue inmediato. Aun en los pueblos más apartados se ven casas cubiertas de flores. En Santa Clara vimos pasar una locomotora con guirnaldas de flores. En la fábrica de implementos deportivos, entre las pelotas de béisbol y los guantes de boxeo, las máquinas de coser están adornadas con ñores.
Hay un acuerdo general de que los logros más importantes de la Revolución cubana son la salud pública y la educación. Yo creo que hay otros menos visibles, que además son el sustento de aquéllos, y que muy pronto tendremos que reconocer uno más: la vivienda. Pero en todo caso, creo que ninguno de esos logros habría sido posible sin la participación y la iniciativa de las organizaciones de masas —como los CDR— que son la verdadera fuerza de la Revolución cubana.
«Sabemos cuántos enfermos murieron por culpa del bloqueo»
En la costa sur de Oriente hay unos cementerios tristes y solitarios encaramados en los riscos. «Son las tumbas de los que se quedaron esperando la goleta», dicen unos. «Son las tumbas de aquellos a quienes no les alcanzó la sábana», dicen otros. Es lo mismo. Antes de la Revolución, los habitantes de aquellas regiones inaccesibles arrinconadas entre la Sierra Maestra y el Caribe pasaban días enteros en la cúspide de los acantilados haciendo señales con una sábana blanca para que algún barco de piedad se llevara a sus enfermos.
La mayoría de las veces el enfermo moría esperando la goleta de la Divina Providencia y sus deudos lo enterraban en aquellos cementerios miserables que todavía se conservan como un recuerdo de las injusticias del pasado.
Pero en la actualidad, junto a esos cementerios se ven desde el mar los hospitales azules, los hospitales rojos, los hospitales de colores alegres de la nueva Cuba.
La salud pública llegó hasta estos parajes agrestes montada en un burro blanco al cual le habían pintado en el lomo una franja amarilla. Era el único medio de transporte posible en los orígenes de la Revolución. A veces, cuando lo había, llegaba en el burro un médico errante que examinaba y vacunaba a los habitantes de campos y aldeas. A veces llegaba sólo una enfermera. Así fue como la salud pública dio sus primeros pasos, hasta que la participación de los CDR la convirtió en una gigantesca operación de masas. La campaña inicial fue la vacunación masiva contra la poliomelitis. Se trataba de un acto simple: hacerle comer un caramelo preventivo a cada niño cubano. Pero todos los obstáculos eran grandes. Primero, había que saber cuántos caramelos hacían falta en un país sin estadísticas. Segundo, había que repartirlos en menos de doce horas, que es el tiempo máximo que las vacunas podían estar sin refrigeración. Tercero, había que vencer la resistencia de los padres, a quienes la contrarrevolución había convencido con sus malas artes de que aquéllos eran los caramelos comunistas para lavarles el cerebro a los niños. Los CDR vencieron esos obstáculos, y lograron la primera vacunación masiva en una sola jornada de ocho horas y en todo el país.
En esa forma han sido erradicados la poliomelitis, el tétanos, la viruela y, en general, todas las enfermedades previsibles. El paludismo, que fue el flagelo mayor de los cubanos, ha sido exterminado. Los antiguos hospitales de tuberculosos se han transformado en hospitales generales. Pancho González, el comandante volcánico a quien se ha asignado la tarea de llevar la
Revolución hasta los lugares menos explorados de la Sierra Maestra, me hablaba de estas cosas mientras viajábamos en automóvil por lugares que hace pocos años estaban vedados inclusive a los burros de la franja amarilla. Un grupo de médicos jóvenes y simpáticos, acabados de sacar de los hornos nuevos, nos llevaron todavía más allá, hasta el inconcebible hospital de Calabaza, donde hay una ambulancia equipada contra todos los riesgos de la adversidad, cuya misión es detectar y transportar a las mujeres encintas de la región.
Antes, esas mujeres eran atendidas por unas parteras míticas —a quienes llamaban «las recogedoras»— muy fáciles de reconocer por la uña larga del dedo meñique con que rompían —e infectaban— la bolsa de las aguas de la parturienta. Hoy no hay en Cuba un solo parto que no se haga en un hospital. Estos progresos asombrosos se lograban en pleno bloqueo, mientras se formaban médicos de emergencia y a veces sin recursos de ninguna clase.
En 1962 hubo un largo período sin aspirina. Los cirujanos inventaron técnicas insólitas para superar la escasez de anestesia. Los guantes de cirugía que son desechables aun en los países más pobres, eran sometidos a procesos de esterilización desesperada, concebidos por los propios cubanos, y eran usados hasta que materialmente se rompían los dedos. Cada vez que uno les preguntaba a los cubanos más viejos cómo diablos se les ocurrían tantas cosas, contestaban de buen humor: «La necesidad hace parir gemelos». Pero en el fondo de sus corazones no olvidan la razón del infortunio: en sus archivos secretos conservan las listas innumerables de los enfermos que hubieran podido salvarse de no haber sido por el bloqueo.
El manicomio de La Habana no tiene rejas ni puertas
En la actualidad, la cantidad de médicos se ha triplicado en relación con 1960. Hay casi doce mil para ocho millones de habitantes, mientras que en nuestra Colombia democrática y sin bloqueo tenemos diez mil ochocientos médicos para veinticuatro millones de habitantes. Además, los médicos de Cuba no están concentrados en las ciudades: no hay un cubano que tenga a su doctor a más de cinco kilómetros de distancia, y éste está en condiciones de trasladar al enfermo para que reciba asistencia hospitalaria a cualquier nivel. Tanto el tratamiento como los servicios hospitalarios y las medicinas, sin ninguna excepción, son gratuitos, y hasta donde es posible son obligatorios. Hoy el índice de mortalidad en Cuba es notablemente bajo, y el de mortalidad infantil es uno de los más bajos del mundo.
Semejante experiencia ha llegado a extremos de virtuosismo puro en el Hospital Psiquiátrico de La Habana, donde enfermos mentales irrecuperables hacen vida social y trabajo remunerado, y muchos de ellos salen a vivir el fin de semana con sus familiares. Los propios pacientes han organizado un equipo de béisbol que participa en torneos nacionales, han formado una orquesta de rumbas calientes que cumple compromisos callejeros, y una brigada para cortar caña que en los tiempos bravos del bloqueo compitió, sin el menor incidente, con las mejores brigadas de cuerdos.
En el recinto del hospital, que es en sí mismo un inmenso parque de salud, hay un estadio de pelota y una piscina olímpica. Hay talleres de carpintería, zapatería y costura; y salones de belleza y salas de cine y de teatro. Hay una granja avícola con setenta y cinco mil pollos que abastece a La Habana y un jardín que produce las flores más bellas del país. Todo trabajo es pagado, y algunos internos sostienen con su sueldo a los parientes sanos. Al macizo y sonriente comandante Ordaz, que es el director de aquel manicomio sin puertas, le pregunté dónde había adquirido semejante sabiduría psiquiátrica: «En ninguna parte, compañero —me contestó—. Yo era anestesista en la Sierra. Pero cuando bajamos, Fidel me ordenó que humanizara este hospital, y ahí lo tienes. Yo cumplo órdenes».
La campaña de alfabetización más grande de la historia
Dentro de la misma lógica de la medicina, cuya reconstrucción empezó con las campañas de vacuna, la educación revolucionaria de Cuba se inició con la más vasta y rápida campaña de alfabetización que se haya conocido en la historia de la humanidad. Las solas cifras son apabullantes: 268.429 alfabetizadores, de los cuales cien mil eran muchachos entre los doce y los diecisiete años, se propusieron alfabetizar en doce meses al cuarenta y siete por ciento de una población de seis millones. Solamente para preparar a este ejército de alfabetizadores se necesitaron más de ciento veinte mil instructores populares. Era Í962, el año del desembarco en
Playa Girón, pero el estado de alarma nacional y la movilización permanente no interrumpieron la campaña. Al contrario, la facilitaron, de acuerdo con otra costumbre ya histórica de la Revolución cubana: aprovechar la adversidad en beneficio propio, como ha ocurrido con los ciclones, los ataques mercenarios, las provocaciones imperialistas, y en términos generales, con el bloqueo. Al fin de la campaña, los cubanos proclamaron un parte de victoria: el analfabetismo había sido reducido a un índice residual de 3,9 por ciento. La prensa mundial lo puso en duda. La UNESCO mandó sus expertos, y éstos llegaron a la conclusión de que las estadísticas cubanas estaban equivocadas, pues no sólo las cifras eran más bajas, sino que correspondían a adultos irreductibles. En la actualidad, el índice de analfabetismo de Cuba es del 2,2 por ciento, y uno de los más bajos del mundo.
En el comedor del balneario de la isla de Pinos donde nos habíamos reunido a examinar las cifras de esta campaña magistral, encontramos dos ejemplos irrebatibles. Uno de nuestros compañeros de mesa, que era un ingeniero de maquinaría agrícola de treinta y dos años, aprendió a leer durante la campaña de alfabetización. La abuela de nuestro guía aprendió a leer en la misma campaña a la
edad de ochenta años. Ahora tiene noventa y cuatro, su pasatiempo favorito es la lectura y todas las noches maldice al capitalismo por todos los libros que dejó de leer.
El proceso cubano se desarrolla a tal velocidad, sobre todo en los últimos tiempos, que las estadísticas son inútiles por la rapidez con que envejecen. Pero al mismo tiempo, los logros de la educación son tan espectaculares, que es imposible imaginarlos sin alguna cifra. La Revolución encontró un millón de analfabetos adultos y medio millón de niños sin escuela y más de diez mil maestros sin trabajo.
Hoy no hay un solo niño sin escuela, la educación es gratuita desde la guardería infantil hasta la especialización profesional en el interior o en el extranjero, y el Estado provee a los estudiantes de vivienda, comida, ropa, zapatos y útiles gratuitos.
«Los niños nacen para ser felices», dijo Fidel Castro alguna vez. Más que una frase, aquello parece haber sido interpretado como una consigna.
En los campamentos de vacaciones de Varadero, los niños de Cuba disponen de equipos de diversión, como no los conocen muchos hijos de millonarios gringos. El elemento revolucionario en la educación cubana es la vinculación del estudio con el trabajo. Así, desde los cuatro años, los niños juegan al cultivo de granjas muy simples. Más tarde, hasta los once años, trabajan diez horas semanales en el huerto escolar. En los niveles más altos de la educación estudian media jornada y trabajan otra media, especialmente en los grandes planes de cítricos de alcance nacional.
Los niños de ciudad, que antes se preguntaban cómo nacen los pollos, salen a trabajar al campo cuarenta y cinco días al año. Este sistema ha alcanzado tales niveles de productividad que compensa en gran parte los enormes gastos de la educación. Sin embargo, los cubanos insisten en que la intención no es económica sino ideológica. Y lo demuestran con citas de José Martí, quien hace cien años proclamó para toda América Latina la conveniencia de que la escuela estuviera vinculada al trabajo.
Este mismo principio ha cambiado la concepción de la Universidad. En lugar de las concentraciones universitarias de los países capitalistas, los cubanos han dispersado las facultades para llevarlas a los propios centros de trabajo. La medicina se estudia en los hospitales, la ingeniería en las fábricas, la agronomía en los campos. Los mejores restaurantes de Cuba, que son tan buenos como los mejores de cualquier país europeo, son las escuelas de gastronomía. No sólo los niños estudian.
Es difícil encontrar alguien que no esté estudiando algo en sus horas libres, ya sea para cambiar de oficio o superarse en el actual. Hay escuelas de todo. Hasta una escuela de circo en La Habana y una escuela de magos en Santiago. Pero aun así, la proliferación de escuelas es tan desaforada que uno se pregunta en serio si siempre habrá en Cuba tantos niños para tantas escuelas.
Cinco años más para conquistar el lujo
Aun con esta incorporación masiva al trabajo, el problema fundamental de Cuba es la escasez de mano de obra. La solución inmediata se está buscando por el lado de la mecanización, que es ya un hecho en el cultivo y la cosecha de la caña y en la producción de azúcar. Los tiempos de las zafras heroicas han pasado a la historia.
El bohío bajo la luna de plata, que había sido idealizado por los boleros sentimentales, está a punto de desaparecer, arrastrado por la otra solución de las masas del problema de la vivienda. Muchos de los problemas menos duros pero más mortificantes de la vida diaria están resueltos para siempre. Cada día, más artículos alimenticios e industriales aparecen en los almacenes de venta libre y aparecen al mismo precio de hace quince años, pues la Revolución ha congelado el costo de la vida a los precios de 1961.
Los turistas fisgonean por todas las partes, escudriñan las casas y las conciencias tratando de descubrir las grietas de la nueva sociedad, y a veces las encuentran: alrededor de los grandes hoteles hay jóvenes equívocos que quieren comprar relojes, medias de señora, dólares en efectivo. A veces sorprenden en los alrededores del puerto a una mulata descarriada que ha hecho una cita furtiva con un marino griego a cambio de unos zapatos de Nápoles.
Las autoridades lo saben y estudian la manera de extinguir aquellos residuos del pasado sin apelar a remedios represivos. Hay que conocer a los cubanos para saber que estos tropiezos no significan nada en su vida, que mañana se levantarán más temprano para seguir desarrollando sus posibilidades materiales hasta la altura de su nivel moral. Ellos lo saben, y lo dicen sin prejuicios tontos, que también el socialismo tiene derecho al lujo, y están dispuestos a conquistarlo. En este sentido, y el reto es formal: en 1980, dentro de cinco años, Cuba será el primer país desarrollado de América Latina.
Si no me creen vengan a verlo
La primera y una de las más grandes movilizaciones de masas de la Revolución cubana fue el 26 de julio de 1959 —pocos meses después de la toma del poder— cuando casi todos los obreros y campesinos del país se concentraron en La Habana para celebrar el aniversario del asalto al cuartel de Moneada. La más reciente fue la del 26 de julio de este año, con el mismo motivo, en la ciudad histórica de Santa Clara. Tuve la suerte de asistir a ambas, y las diferencias entre la una y la otra me parecieron altamente reveladoras de la evolución profunda y el grado de madurez magnífica que ha logrado Cuba en los primeros dieciséis años de su Revolución.
La primera fue una barbaridad grandiosa. En menos de tres días, un millón de personas fueron trasladadas a La Habana. No sólo saturaron los hoteles disponibles y las casas de las personas que las alojaron voluntariamente, sino que ocasionaron un embotellamiento descomunal en las calles y los lugares públicos. Los pobres guajiros descalzos y harapientos de aquella época andaban como sonámbulos perdidos en una ciudad que entonces era bulliciosa e inhumana, mientras el ejército rebelde, los estudiantes y otros voluntarios civiles trataban de poner un poco de orden en el desastre.
Una semana después de la concentración no había sido posible evacuar la ciudad, los trenes y los autobuses seguían abarrotados, y los hospitales habaneros no sabían ni siquiera a quién dirigirse para averiguar qué hacemos con nuestros guajiros.
En cambio este año, en Santa Clara una muchedumbre similar, pero bien vestida y bien calzada, colmó en menos de dos horas la explanada dispuesta para la concentración. Un sistema de transporte constante y fluido la había llevado la noche anterior sin sacrificios excesivos ni accidentes graves, y los problemas logísticos habían sido resueltos por brigadas expertas de las organizaciones de masas.
A la hora prevista, bajo el sol bravo de Las Villas, un millón de cubanos y un millar de invitados extranjeros nos encontrábamos situados en lugares previstos y numerados. No se había dejado nada al azar: en medio de la muchedumbre había senderos sin barreras para que pudieran circular los servicios médicos de emergencia. Cuando terminó el acto, la explanada volvió a quedar vacía en menos de una hora, no hubo un solo embotellamiento ni percance del tránsito y la ciudad de Santa Clara había recobrado su ambiente pensativo de reliquia histórica y pinos remotos.
Lo más notable, sin embargo, no fueron los virtuosismos de organización y logística, sino la madurez política de la muchedumbre y el sistema de comunicación casi telepática que se ha establecido entre ella y Fidel Castro. En 1959, de acuerdo con las improvisaciones de la época, un helicóptero del derrotado ejército batistiano, pasó aleteando a ras de la muchedumbre al cabo de varías horas de espera, y se posó en la azotea del antiguo palacio presidencial, hoy convertido en museo de la Revolución.
Era Fidel Castro que llegaba con más de dos horas de retraso, y habló no menos de cinco en un discurso casero y repetitivo que parecía una lección de todo un poco en una escuela primaria. En Santa Clara, en cambio, aparecía en la tribuna a las diez en punto, que era la hora anunciada, y pronunció un discurso compacto y preciso de una hora y veinte minutos, sustentado con notas escritas. En dos ocasiones tuvo dificultad para recordar una palabra y alguien entre la muchedumbre la recordó por él, la gritó, y Fidel Castro la atrapó al vuelo y la incorporó a la frase de la manera más natural.
Al contrario de los primeros años, cuando era necesario explicar a las masas con recursos de escuela hasta los propósitos más simples de la Revolución, ahora existen entre ellas y su maestro unos canales de intercomunicación secreta que a veces hacen pensar en las palabras como en un sistema anacrónico. Al final del discurso de Santa Clara, Fidel Castro sintetizó un informe con una frase coloquial y a la vez demoledora que revela muy bien el punto de madurez del proceso cubano: «La Revolución marcha bien».
Un reportero grande: Fidel Castro
Esta madurez se advierte en todos los aspectos de la vida cotidiana de Cuba y de manera especial, por supuesto, en la propia persona de Fidel Castro. La primera vez que lo vi con estos mis ojos misericordiosos fue en aquel mismo año grande e incierto de 1959, y estaba convenciendo a un empleado del aeropuerto de Camagüey de que tuviera siempre un pollo en la nevera para que los turistas gringos no se creyeran el infundio imperialista de que los cubanos nos estamos muriendo de hambre. Entonces tenía unos treinta y dos años, y era óseo y pálido con la misma barba adolescente que nunca se acabó de poblar, y producía la impresión de una fuerza física y una voluntad de granito que no le cabían dentro del cuerpo, pero algo en su mirada delataba la debilidad recóndita de un corazón infantil. No tenía un instante de sosiego, y cambiaba tanto de posición en la silla que parecía cambiar de silla en la misma silla. Eran los tiempos de la didáctica obsesiva e implacable en que aparecía en la televisión sin ningún anuncio para explicar un problema concreto y difícil de la Revolución incipiente, y hablaba sin parar desde las cuatro de la tarde hasta la medianoche, sin tomar agua, sin concederle a nadie ni una pausa para orinar, y desmenuzaba el asunto y lo volteaba al revés y al derecho hasta volverlo de una simplicidad elemental, mientras las señoras cubanas tomaban chocolate con galletas y terminaban sus arduas labores de punto de cruz frente a la televisión.
En la actualidad es un hombre que no aparenta sus casi cincuenta años, ha aumentado unos quince kilos y su vitalidad sigue igual, pero la tiene pautada por la serenidad y el sentido crítico de la madurez. Ha sobrevivido intacto a la corrosión insidiosa y feroz del poder cotidiano, a su podredumbre secreta, al desgaste meticuloso de un destino incierto que él asumió sin reservas cuando la vida trataba de deslumhrarlo con la gloria inmediata y fácil del heroísmo simple. El propio Fidel Castro ha dispuesto todo un sistema defensivo contra el culto de la personalidad, hasta el extremo de que ninguna obra pública ni ningún lugar ni ningún logro revolucionario puede llevar su nombre ni el de ningún otro dirigente vivo. Sin embargo, a pesar de esta precaución, severa, y por encima del fervor popular, de la gratitud y la confianza sin límites de los cubanos, ha logrado suscitar en el pueblo el sentimiento más simple pero también el más codiciado y esquivo de cuantos han anhelado desde los más grandes hasta los más ínfimos gobernantes de la historia: el cariño. Lo ha conseguido, por supuesto, con su inteligencia política, con su instinto y su honradez, con su capacidad de trabajo casi animal, con su identificación profunda y su confianza absoluta en la sabiduría de las masas, y con la visión universal con que afronta hasta los problemas más insignificantes del poder cotidiano.
Pero yo tengo la impresión personal y tal vez arbitraria de que todas esas virtudes hubieran sido menos eficaces si no estuvieran sustentadas por la facultad primordial y menos reconocida de Fidel Castro: su genio de reportero. Todos los grandes hechos de la Revolución, sus triunfos y sus fracasos, con sus antecedentes más remotos, sus detalles íntimos, su significación política y humana, sus perspectivas históricas, todos están consignados para siempre, con una técnica de reportero sabio, en los discursos de Fidel Castro. Gracias a estos inmensos reportajes hablados, el pueblo cubano es uno de los mejores informados del mundo sobre la realidad propia, y mediante un canal más directo, profundo y honrado que el de los periódicos tramposos del capitalismo.
¿Qué libros no se pueden publicar en Cuba?
Los cubanos, por supuesto, no pretenden haber resuelto los problemas de la libertad de expresión, de la información y de la democracia revolucionaria con los discursos de Fidel Castro. Superadas las angustias de la supervivencia, han empezado a trabajar en esos problemas con la misma seriedad y el mismo ahínco con que se enfrentaron a los obstáculos de vida o muerte del bloqueo.
Tres acontecimientos esenciales para el futuro de Cuba y del socialismo en el mundo están ocurriendo este año. Uno es la preparación del primer congreso del Partido Comunista, que se celebra en diciembre, y señala el punto de partida de la institucionalización del proceso revolucionario. Otro acontecimiento es el proyecto de la Constitución socialista que en los últimos meses ha sido discutida a fondo en todos los centros de trabajo del país, y cuya versión definitiva será sometida a un plebiscito en los próximos meses. Y el tercero es la instauración del poder popular mediante el voto universal y secreto desde la edad de dieciséis años. Es decir: la participación real y directa del pueblo en la conducción del Estado y la gestión administrativa mediante la adopción de un sistema imaginativo y de una representatividad inequívoca.
No parece casual que en este proceso de institucionalización se preste un interés específico al problema de las libertades de creación y expresión. Los cubanos, como cualquier costeño nuestro, tienen una sensibilidad muy especial en relación con esos aspectos de la vida, y es evidente que los han rumiado sin cesar en las horas interminables de la larga noche del bloqueo. He discutido con muchos de ellos, a distintos niveles, con una franqueza y una pasión que sólo es concebible entre compatriotas del Caribe, y estoy convencido de que a los cubanos encontraron soluciones certeras y originales para algunos problemas de la creación y la expresión que todavía son motivo de conflictos innecesarios en otros países socialistas.
Pocas cosas han dado origen a tantas controversias agrias y a tantas fiestas enemigas como el enigma estúpido de si la pintura del socialismo debe ser realista o abstracta, o si la música debe ser melódica o concreta. En su proyecto de Constitución los cubanos han resuelto el problema de una plumada: todas las formas de la creación artística son libres.
En cambio, no es tan feliz el artículo siguiente que se refiere, no ya a la forma sino al contenido de la creación artística. Este contenido —según el artículo propuesto— no debe oponerse en ningún caso a los principios de la Revolución. La limitación es alarmante, sobre todo porque presupone la existencia de un funcionario autorizado para calificar de antemano la viabilidad de la obra.
Pero además es inconsecuente, porque está en desacuerdo con el espíritu general de la Constitución, que es amplio y humano, y está también en desacuerdo con el espléndido sentido de emancipación creadora, de imaginación desaforada y de felicidad crítica que se respira hoy en todos los ámbitos de la vida cubana.
Lo más curioso, e injusto, es que en el fondo de esta disposición no se esconde un sentimiento de menosprecio por el artista, sino todo lo contrario: una valoración desmesurada de su importancia en el mundo.
Esta idea lleva en sí la convicción de que una obra de arte puede desquiciar un sistema social y trastornar el destino del mundo. Si alguna vez eso fue posible o lo será alguna vez, no ha de ser por la potencia destructora de la obra de arte, sino por las erosiones internas e invisibles del propio sistema social. Después de recorrer a Cuba de cabo a rabo no me queda el menor rastro de duda de que su Revolución está a salvo de los huracanes subversivos de los artistas. Cualquier escritor que ceda a la temeridad de escribir un libro contra ella, no tiene por qué tropezar con una piedra constitucional. Simplemente, la Revolución será ya bastante madura para digerirlo.
La prensa socialista será alegre y original
Más complejo, en cambio, es el problema de la información que los cubanos manejan con toda razón como una materia política muy delicada. En realidad, quienes afirman de buena o de mala fe que en Cuba no hay libertad de prensa, están tratando de decir una cosa bien distinta: que no existe una prensa igual a la que ha creado el capitalismo para la defensa de sus intereses y la imposición de sus fines. Pues bien: es verdad que no existe por fortuna ni volverá a existir jamás, porque el orden social burgués ha sido destruido de raíz, y se está construyendo otro distinto donde ha desaparecido la propiedad privada, y por consiguiente son propiedad social hasta los medios de comunicación de masas.
Lo que los cubanos están buscando, con una gran decisión pero con un tacto legítimo, es una nueva concepción de la prensa dentro del socialismo. En la actualidad sólo existen diarios del Partido Comunista que cumplen con bastante eficiencia la tarea de agitar y orientar pero que son deficientes en la información y apenas si intentan algún examen crítico. Existen las emisoras oficiales, que tocan la música juvenil de moda, los boleros de otra época y la rumba caliente de la actualidad, y pasan boletines de noticias como en todo el mundo. Hay además una emisora especial que de día y de noche da la hora y transmite una noticia, de modo que no ocurre nada en ninguna parte que no lo sepan los cubanos. Además, el vespertino de la juventud comunista, que es menos denso que el periódico Granma, publica una sección de cartas de los lectores, y hace pocas semanas destacó la protesta airada de una enfermera a quien una tienda del Estado le vendió un televisor inservible. Lo malo es que estos medios de información están bajo la dirección y el control directo del Partido Comunista, y los cubanos son conscientes de que deben superar esta limitación.
Por lo pronto están pensando en la creación de una cadena de periódicos, paralela a la del Partido Comunista, que dependa directamente del Estado. Es decir: del pueblo mismo y no sólo de su vanguardia. La Confederación de Trabajadores por su parte, y tal vez la Federación de Mujeres por la suya, se proponen también la creación de sus propios periódicos. De esa proliferación de diarios y revistas que ya empiezan a saturar los quioscos callejeros con sus colores vivos, ha de surgir la nueva prensa sin vicio de la nueva Cuba. Lo único que se puede pronosticar, sin ninguna duda, es que será una prensa democrática alegre y original.
El poder popular es un hecho: vayan a verlo
Muchos de estos asuntos quedarán resueltos en diciembre por el primer congreso del Partido Comunista. La experiencia del poder popular, cuya eficacia ha sido probada en la provincia de Matanzas, se extenderá el año próximo a todo el país.
Será una reestructuración completa y sin precedentes del aparato de Estado, y la administración pública, y no sólo con una nueva concepción política y social del poder, sino también con una nueva concepción moral. Una democracia real, donde el candidato no se impondrá a sí mismo ante los electores, sino que serán éstos quienes impongan el candidato por sus méritos públicos. El elegido, sin embargo, podrá cesar en el cargo por decisión justa de sus electores, así sea el presidente del ejecutivo municipal como el primer ministro.
Parece evidente, por otra parte, que no todos los delegados elegidos por el pueblo para las Asambleas Populares serán miembros del Partido Comunista. Esto quiere decir que puede haber divergencias de criterio sobre asuntos concretos de la administración, entre los delegados comunistas y los que no lo son. Sin embargo, está previsto que en todo caso prevalezca la opinión de la mayoría. «Este será el fin del partido», le dije a un comunista cubano. «Al contrario —me replicó él—. Este reto constante afianzará la autoridad y el papel de vanguardia del partido.» En todo caso, lo más importante del poder popular es que está concebido como una estructura piramidal que garantiza a la base el control constante e inmediato de sus dirigentes. Y no al contrario.
Esto es, claro está, la dictadura del proletariado. Sólo que los cubanos han sabido identificarla con todo su pasado histórico desde los orígenes de la nacionalidad. La han insertado sin remiendos en el torrente de sus tradiciones, en su música y en sus equipos de béisbol, en sus luchas políticas y en los infortunios invisibles de su vida cotidiana, hasta el extremo asombroso de que pueden citar para el mismo caso a Lenin o a Martí, y de hecho lo hacen, y siempre que lo hacen es verdad. Pero no me lo crean a mí, qué carajo. Vayan a verlo.
Publicado originalmente en tres partes: «La mala noche del bloqueo», en Alternativa, n.° 51, Bogotá, agosto de 1975; «La necesidad hace parir gemelos», en Alternativa, n.0 52, Bogotá, agosto de 1975, y «Si no me creen, vayan a verlo», en Alternativa, n.° 53, Bogotá, septiembre de 1975.