Fidelidades
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Los científicos naturales solemos también enfrentarnos a un “natural” debate interno entre las cosas a las que les damos fe y aquellas que sometemos al implacable escrutinio de las evidencias avaladas por terceros. Es la monumental interacción dialéctica entre la ciencia y las creencias.
Nos ocurre en todo, en la vida personal, en la social, en la política, en la laboral. Siempre nos inclinamos por lo evidente, que es lo que se nos presenta igualmente que a todos y que puede reproducirse sin variación, de forma independiente. También queda algún espacio más o menos importante para lo que creemos por simpatía o por instinto, aunque no esté tan probado. Nuestras fidelidades a algo suelen ser por eso más duras.
En política, como somos humanos, también tenemos este debate más o menos interno y externo, según el caso.
Cuando repasamos la historia de Cuba encontramos al menos tres casos de personalidades paradigmáticas que merecen fidelidades profundas porque muestran evidencias incontrovertibles de merecer nuestra confianza, aun cuando sus vidas completas puedan mostrar aspectos controversiales. Hay muchos más, según el parecer de los expertos, pero vale la pena referirnos a tres muy importantes.
Carlos Manuel de Céspedes del Castillo era un acaudalado hacendado e industrial en una de las más prósperas villas cubanas del siglo XIX. Su vida personal y la de su familia no hubieran sufrido afectación alguna, y probablemente hubieran progresado, sin la honestidad y decencia a toda prueba del hombre culto que era.
No pudo soportar que su bienestar fuera cada vez más retrógrado en un mundo que ya había cambiado tanto en los alrededores, como era el caso de los estados del norte y de la propia Europa. En ambos escenarios las ideas de la ilustración que fueron la semilla de la Revolución Francesa ya estaban asentadas, a pesar de muchos vaivenes políticos. Eso no ocurría en su entorno cubano, donde tantas oportunidades ideológicas de ser más plenos y libres eran soberanamente ignoradas para mantener el estado de conservadurismo moral de la colonia de entonces, con los sufrimientos obvios de las mayorías.
Ese acaudalado abogado, que nos había regalado hasta una de las canciones de amor más hermosas, de excelente educación, lleno de oportunidades para tener y terminar una larga vida tranquila y cómoda decide abandonarlo todo, destruir sus propiedades, liberarse de la ignominia de tener esclavos y emprender una guerra armada contra el régimen imperante, que no iba a ceder por las buenas.
Lo hizo y perdió hasta la vida en el intento. Tanto los hechos evidentes como las convicciones le merecen el puesto que tiene en nuestra historia y que debería ser más conocido en la universal, donde casos como ese no son comunes. Nuestra fidelidad a su legado es indiscutible.
Otro caso es el de José Julián Martí Pérez. Un hijo de valenciano y canaria, con una educación completa dentro de la modestia de la situación de una suerte de clase media de mediados del siglo XIX habanero. Todo parece indicar que tenía una personalidad atrayente y es evidente que su verbo era cautivador desde niño.
En una Habana donde los ecos del pronunciamiento de Céspedes a 900 km de distancia lo sorprenden con 15 años de edad y estudiando en un entorno naturalmente rebelde y ansioso de renovación, siente una natural simpatía por la chispa de cambio y se manifiesta consecuentemente. Eso le cuesta una condena a trabajos forzados en una cantera y encadenado con solo 16 años de edad, en plena revolución adolescente.
Tras unos meses, le dan una oportunidad de oro de reincorporarse a su burbuja de bienestar enviándolo a estudiar derecho a Zaragoza, condonándole la condena, seguramente por influencias del padre. Sin embargo, el hombre culto, de fácil palabra, de brillante inteligencia, que hubiera podido triunfar en una vida asociada al poder y alcanzar bienestar dentro del régimen colonial, que le había perdonado sus displicencias juveniles, decide el camino más difícil y no renunciar a sus convicciones y propósitos.
Debe exiliarse y allí tampoco escoge su beneficio personal con las muchas oportunidades de bien casado con una dama de lo mejor de la cubanía de entonces. Construye la guerra de liberación y logra la independencia de Cuba del régimen colonial, pero llega a entregar su propia vida antes de conocer el éxito. Lamentablemente, y quizás en parte por su ausencia, aquella libertad era a medias. Las evidencias escritas por él mismo en su testamento político muestran que nunca hubiera transigido con la ignominia de la Enmienda Platt. ¡Cuántas pruebas incontrovertibles de su condición de patriota! ¡Cuánta fidelidad le debemos a lo mejor de sus ideas por los derechos de libertad, bienestar y felicidad de sus congéneres!
El tercer personaje paradigmático de nuestras fidelidades en estos días cumple años de su desaparición física. Se trata de Fidel Alejando Castro Ruz. Nace en una próspera hacienda de este de Cuba de una familia solvente. Recibe también una educación completa y por parte de los sistemas educativos religiosos privados más prestigiosos en la primera mitad del siglo XX. Se forma como abogado después de la Segunda Guerra Mundial en una Universidad de La Habana efervescente de inquietudes políticas y sociales.
También se incorpora de lleno en una sociedad habanera que le proporcionaba todas las oportunidades de bienestar personal presente y futuro a un abogado carismático, de fácil palabra, y también casado con una dama de familia poderosa e influyente políticamente en el régimen imperante.
Muchos piensan que si su ambición era la de ser líder de la nación escogió el camino más difícil, riesgoso e incierto, y también limpio y decente. Sus características personales, su talento, su carisma, su verbo eran atributos que le hubieran ganado un espacio de victoria en cualquier escenario electoral de entonces si hubiera seguido el fácil y corrupto camino de la politiquería. La connivencia y alianza con el régimen imperante le estaban más que abiertos y la posibilidad real de que triunfara políticamente desde su posición social y económica eran muy altas y cómodas.
Fidel decidió realizar muchos de sus ideales y se ganó ampliamente así nuestra fidelidad porque arriesgó la vida muchas veces para ello antes y después de triunfar la Revolución que condujo. Con ella nos liberamos de lo peor que sufríamos como país y que no le hubiera sido posible lograr con una segura y confortable carrera política dentro del sistema imperante. Nuestras fidelidades se construyeron por la evidencia de que su liderazgo permitió que la inmensa mayoría de los cubanos fueran más dignos, libres, cultos y plenos con un alto costo de riesgo personal de su parte.
“El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”, nos escribió Martí. Algunos de los que lo alcanzaron todo gracias a él hoy manifiestan hasta odio hacia su figura. Esa táctica mediática bien diseñada de maximizar sus errores aquí tropieza con la realidad de que cambió a un país y a su gente para bien.
A pesar de una pobreza provocada fundamentalmente por el inclemente castigo externo a nuestra necesidad de ser libres, su éxito principal está en nosotros mismos, y en lo mucho mejor que somos gracias a su Revolución.
Estas fidelidades a tres grandes cubanos, entre muchas otras, nos hacen confiar en que podemos alcanzar lo mejor y por nosotros mismos, aunque los tiempos sean difíciles y algunos las hayan querido olvidar.