La vida a salvo en la dignidad de un teniente
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Sarría defendió a sus prisioneros como cosa propia y no se los entregó al teniente coronel Pérez Chaumont, oficial jefe del Moncada.
A medio kilómetro de la casa de José Sotelo, relativamente cerca de Siboney, el teniente Sarría había hecho escala, tomado café y conseguido un práctico… Ese día fungía de jefe de patrulla, en inusitada sustitución de Piña, «El Carnicero», quien le solicitó el cambio por razones personales.
Serían las cinco de la mañana del 1ro. de agosto de 1953, seis días después del asalto al Moncada. De la casa de Sotelo, el teniente Sarría reemprendió su camino con la ayuda del práctico. Dividió su tropa en dos grupos, uno al mando del subteniente Suárez, y el otro al mando de su ordenanza Corbea Monteagudo, hombre de su entera confianza. Dispuso a los números con una separación de 20 a 25 metros entre un soldado y otro. Junto a él marchaba el práctico, Camagüey, gran conocedor de aquella zona de Santiago de Cuba.
Desde un punto del camino (una ligera elevación), el teniente Sarría distinguió en el llano de potreros, ya en plena claridad del día, una casita. Le pidió los prismáticos a Camagüey, precisó el punto, y le preguntó a este quién vivía allí. Camagüey le dijo que nadie. Se trataba de un varaentierra donde los campesinos guardan los aperos de trabajo propios de las labores ganaderas.
–Vamos para allá– dijo Sarría, e indicó a su ordenanza que se adelantara.
–¿Qué pasa?– le preguntó a Corbea, cuando revisó el lugar.
–Alzados, teniente.
La orden de Sarría a sus hombres fue categórica: «Los quiero vivos. A nadie muerto».
Cuando el oficial entró al varaentierra, había cuatro combatientes; uno de ellos (Oscar Alcalde), herido por un culatazo, pero vivo.
–Bueno, muchachos, ustedes se han rendido– dijo Sarría.
–Rendido no. Ustedes nos han capturado cuando estábamos dormidos, pero no nos rendimos– le contestó Fidel Castro.
Le pidió su nombre: «Francisco González Calderín», respondió Fidel. Luego la edad: «26 años».
Sarría creyó conocerlo. Le dio la espalda. Caminó unos pasos y se miraron de frente. Los guardias estaban nerviosos.
Hace muchos años, el teniente Sarría me contó que las yemas de sus dedos le confirmaron lo que él suponía. Aunque por lo rizado que tenía el pelo, y el color de la piel tan quemado, Fidel le había parecido un mulato, pero metió sus dedos en la cabeza del joven y no tuvo dudas: por la suavidad del pelo en las raíces, aquel era Fidel Castro Ruz, muy tostado por el sol.
Contaba Sarría que, al principio, cuando se dirigió al varaentierra, no se imaginó que uno de aquellos pudiera ser Fidel Castro, «porque la muerte de ese hombre la tenía ubicada en un encuentro con el Ejército en las lomas de El Caney, por los Altos de Villalón, en vías de Ramón de las Yaguas, por donde andaban otras patrullas buscándolo». Además –dijo–, el periódico Alerta, días antes, lo había dado por muerto.
El teniente salió del varaentierra con los prisioneros. Había mandado a buscar un camión para llevarse a los prisioneros; pero no un camión del Ejército, sino uno prestado en casa de Don Manuel Leizán, propietario de la finca Mamprisa, donde estaban. Don Manuel mandó el camión, manejado por su hijo Juan Leizán.
Todo parecía marchar bien, pero se formó una discusión entre Fidel y los soldados porque estos se manifestaron como continuadores del Ejército Libertador, y Fidel los ripostaba que no, que ellos eran los continuadores del ejército colonial. En medio de la discusión, Oscar Alcalde se dirigió a Sarría, y le dijo dónde habían escondido las armas. Este ordenó recogerlas y terminó la discusión.
En ese momento, según palabras del propio Sarría, él se acercó lo más que pudo a Fidel e insistió: «No digas tu nombre. No lo digas, muchacho. Ellos no lo saben. Yo sí sé que eres Fidel Castro».
Sarría Tartabull contaría un tiempo después que él había sido alumno de la Universidad de La Habana; porque él, subteniente negro, pobre, y ya un hombre de edad «dura», estudiada también la carrera de Derecho –por la enseñanza libre– con enormes sacrificios (a tal extremo que pudo terminarla luego del triunfo de la Revolución) y allí había visto a Fidel.
Aún en camino al sitio donde estaba el camión de Leizán, retornó la discusión de los soldados con Fidel, pero Sarría los controló: «Las ideas no se matan…», la frase que ha pasado a la historia.
Entonces, el teniente encontró el momento para dar una orden terminante a su tropa:
–Vamos para Santiago y necesito que me contesten una pregunta: ¿Con qué me responden ustedes si por el camino, por casualidad, vinieran a quitarnos a nosotros los detenidos?
–Con la muerte, teniente– respondieron sus hombres.
–Eso es lo que quiero de ustedes– afirmó Sarría, echándose al hombro su ametralladora Thompson.
Los soldados no podían imaginarse que entre los prisioneros que juraron defender estaba Fidel; ni tampoco que tendrían que desobedecer en el camino al propio teniente coronel Pérez Chaumont, oficial jefe del Moncada.
Fidel iba sentado en la cabina del camión, entre Juan Leizán y el teniente Sarría. En la cama del vehículo estaban los demás prisioneros.
Sarría defendió a sus prisioneros como cosa propia y no se los entregó a Pérez Chaumont. Le iba diciendo a Leizán por donde tenían que dirigirse para llevarlos al Vivac, no al Moncada. Fue un paseo por media ciudad, hasta llegar a la Alameda y subir por la calle donde estaba la estación, prácticamente en el centro de la urbe, apenas a dos cuadras del Ayuntamiento. Los paseó por todo Santiago. La gente que veía en el recorrido decía: «son moncadistas».
Al llegar al Vivac, había una multitud en la puerta. Al frente funcionaba una estación de radio, de la cual salió un periodista –Selva Yero–, con una grabadora que pesaba dos libras, y Fidel habló frente a los reporteros. Ya no lo podían dar por muerto.
EPÍLOGO
El «oscuro teniente», como denominaban a Sarría, tuvo una vida de persecución en lo adelante. Al triunfo de la Revolución fue incorporado al Ejército Rebelde y ascendido a capitán, ayudante del Presidente de la República, doctor Osvaldo Dorticós. Al morir recibió honores militares. Su duelo fue despedido por el Comandante Pedro Miret, miembro del Buró Político del Partido Comunista de Cuba y uno de los integrantes de la dirección del Movimiento de la Generación del Centenario.