Sangre joven que tiñó el Moncada
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Aún se escucha el grito: «¡Abran paso!». Se revive la sorpresa rota, el resonar de los disparos. Todavía se huelen la barbarie, la sangre, los sueños mutilados, el empeño solidario de la ciudad toda. Aquella madrugada un grupo de jóvenes, con el fragor del carnaval santiaguero y el secreto como cómplices, asaltaron el amanecer, y todavía puede vérseles tirando del futuro.
Eran 158 hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes menores de 30 años pertenecientes a la clase trabajadora. Apoyado en los resultados de la labor investigativa de los historiadores José Leyva Mestre y Mario Mencía, el periodista Pedro Antonio García Fernández reveló que, de los involucrados, solo tres sobrepasaban los 40 años. Manuel Rojo, de 49, era el mayor del grupo, mientras Pablo Agüero y Ulises Sarmiento eran los benjamines, con 17 años.
Diez se dedicaban únicamente a estudiar, la mayoría eran trabajadores. Había entre ellos dos abogados (Fidel y Melba), un médico (Mario Muñoz), un dentista (Pedro Aguilera) y una amplia gama de practicantes de oficios y actividades comerciales: estibadores, mensajeros, obreros agrícolas, dependientes, vendedores ambulantes, oficinistas, propietarios, trabajadores industriales, constructores…
Más de las dos terceras partes del grupo no tenía estudios superiores a la enseñanza primaria, y dos nunca habían asistido a la escuela. Eran el retrato joven de la Cuba que intentaban transformar.
Por eso cuando en la madrugada del propio día 26 el joven abogado Fidel Castro comunicó los detalles de la acción en la que participarían, nadie dudó que había llegado la hora de empinarse por una Cuba mejor.
Sí pensaban en la posibilidad de la muerte, pero el anhelo de un mañana diferente era más alto. Así lo prueba la arenga de Abel Santamaría, el segundo jefe del Movimiento: «Es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo…, pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque… nuestra disposición de morir por la Patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba».
La masacre
El gesto desinhibido y emprendedor de aquel centenar de rostros imberbes, que se atrevieron a dejar atrás a los suyos y a exponer la propia vida, no tuvo éxito inmediato. No obstante, fue ínfimo el número de caídos en combate. La mayoría fueron capturados y vilmente masacrados por la saña de la soldadesca enardecida y sedienta de sangre.
El doctor Mario Muñoz, quien entró al hospital únicamente armado con su bata y su maletín de médico, fue asesinado ante los ojos de sus compañeras, Melba y Haydée, mientras explicaba a sus captores que su lucha era por la vida.
Herido en combate, y tras intentar auxiliar a un militar también lastimado, Raúl Gómez García, el poeta de la Generación del Centenario, fue apresado, torturado y cruelmente ultimado. El lapidario mensaje que consiguió hacer llegar a su madre: «Caí preso, tu hijo», retrata la brutal conciencia del final y es testimonio elocuente del calculado crimen.
Con un ojo humano ensangrentado entre las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde tenían a Melba y Haydée, y mostrándolo a esta última le dijeron: «Este es de tu hermano, si tú no dices lo que él no quiso decir, le arrancaremos el otro». La valerosa muchacha contestó llena de dignidad: «Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo».
Más tarde las quemaron en los brazos con colillas encendidas hasta que, por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a Haydée: «Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también». Se referían los esbirros a Boris Luis Santa Coloma, a quien ataron de pies y manos, le extirparon un testículo y lo torturaron hasta la muerte sin que pudieran doblegar su valentía.
Su cuerpo apareció cerca de la Granjita Siboney, como si hubiera muerto en combate.
Sus «zapatos y cinturón de paisano» y los galones cosidos a mano sirvieron a los batistianos para descubrir que el herido José Luis Tassende de las Muñecas —llevado al Hospital de Emergencias como si fuera un sargento de la tiranía— era uno de los asaltantes al Moncada.
A empujones fue confinado en un rincón, donde el lente de «Panchito», el fotógrafo de Prensa Universal, inmortalizó esa mirada firme, retadora. Múltiples heridas de bala y la pierna herida fracturada, describiría luego el dictamen forense de su cuerpo, junto a la conclusión: «Parece tratarse de un herido que fue asesinado después».
Víctima de la barbarie batistiana fue, igualmente, apresado Fernando Chenard Piña, aquel joven que en singular muestra de desprendimiento y compromiso vendió sus cámaras y equipos fotográficos, su única fuente de sustento, en aras de conseguir mil pesos para ayudar a solventar la causa.
Chenard tenía 34 años de edad. Conducido al cuartel, fue torturado y asesinado ese mismo día, al igual que cinco de los ocho compañeros de su célula capitalina.
Gesto que movió el futuro
Aquella barbarie, tanta vida en flor mutilada, aún estremece; pero el gesto de aquellos jóvenes cambió el rumbo de una nación entera y sembró una semilla: «Aunque perezcamos todos, habremos salvado la dignidad y la vigencia de Martí en el año de su centenario», diría Abel a Pedro Trigo, unas horas antes, mientras pulsaban el ambiente de la ciudad.
«Hicimos un movimiento que ha movido al futuro», comentaría años después Agustín Díaz Cartaya, al evocar cómo revivió su himno entre aquellos muros.
Era necesaria una arremetida final para culminar la obra de nuestros antecesores, y eso fue el 26 de Julio, señaló Fidel en 1973. La masacre que sobrevino al asalto despertó la conciencia nacional en apoyo y simpatía a la causa revolucionaria, y desde entonces Santiago fue más Santiago, más rebelde y solidaria.
El sueño de los moncadistas de edificar una patria mejor, cual sempiterna adarga, alienta a la Cuba de hoy con la misma decisión de aquellas jornadas, manchadas con la sangre generosa de la nación.