Comparecencia de Fidel Castro en la Mesa Redonda sobre las declaraciones realizadas por el primer ministro de Canadá, Jean Chrétien, durante la III Cumbre de las Américas, 25 de abril de 2001
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Cmdte.- Muy bien, ya, ahora paciencia. Tal vez este material sea de interés, si es que tú me das la palabra.
Me parecía que valía la pena dedicar unos minutos a eso.
¿Vas a hablar de la sede?
Randy Alonso.- De la sede de la III Cumbre y las declaraciones que hizo su Primer Ministro... Hubo varias declaraciones del Primer Ministro, hubo declaraciones del Canciller también.
Cmdte.- Sí, yo escogí una, porque al que más conozco es al Primer Ministro y es con el que más amistad tengo.
Bueno, para que el pueblo comprenda de qué se trata:
"Quebec (Canadá), 19 de abril (EFE).- El primer ministro canadiense, Jean Chrétien, justificó hoy la exclusión de Cuba de la III Cumbre de las Américas por la falta de gestos del régimen cubano en temas de derechos humanos a pesar de ‘pasar horas tratando de convencer’ a Fidel Castro para que cambiase de política.
"A su llegada al centro de convenciones de Quebec donde se celebrará la Cumbre este fin de semana, Chrétien fue preguntado si había variado su posición sobre la inclusión de Cuba en el proceso de las Cumbres de las Américas, ya que en las anteriores reuniones en Miami y Santiago había solicitado la presencia del régimen de Castro.
"‘No he cambiado de opinión’, respondió Chrétien.
"El Primer Ministro canadiense se mostró seco cuando se le cuestionó si Cuba no estaba presente en Quebec por la negativa de Washington.
"Asimismo, cuando se le presionó para que indicase qué otro país del continente se había opuesto a la participación de Castro en la III Cumbre de las Américas, Chrétien respondió al periodista con ‘pregúnteles a ellos’.
"El Primer Ministro canadiense añadió que había pasado ‘horas y horas tratando de persuadir a Castro’ para que firmase algunas convenciones sobre derechos humanos, pero que no obtuvo ningún gesto del régimen de La Habana’.
"‘Pasé horas con él (Fidel Castro) intentando que firmase algunas resoluciones de las Naciones Unidas’, insistió Chrétien."
He meditado mucho sobre este pronunciamiento del señor Chrétien. No tenía necesidad alguna de emitir una valoración pública precipitada e improvisada de aquel encuentro.
He trabajado buscando datos y reconstruyendo con la mayor objetividad posible lo que allí conversamos y la atmósfera en que se llevaron a cabo nuestros intercambios.
Traigo aquí una reflexión escrita, dada la necesidad de precisión por la delicadeza de los temas.
Apenas comenzamos la reunión, de forma casi abrupta, puso sobre la mesa una pequeña lista de nombres evidentemente recién recibida por él. Casi adiviné de qué se trataba. Era lo habitual cada vez que nos visitaba una personalidad política de algún país aliado de Estados Unidos o algún político norteamericano: el Departamento de Estado le entregaba una lista de personas procesadas o sancionadas por actividades contrarrevolucionarias. Las listas siempre iban encabezadas por aquellas que eran de mayor importancia e interés para los servicios de inteligencia o el gobierno de Estados Unidos. Pedía el indulto o la puesta en libertad de los mismos. Era una táctica invariable del gobierno de Estados Unidos para presionar en favor de sus amigos, aprovechando cualquier visita amistosa a Cuba. Como en nuestro país suele ejercerse la mayor tolerancia posible, solo en casos excepcionales las autoridades proceden al arresto y procesamiento de los implicados cuando sus acciones provocadoras son graves y totalmente inadmisibles.
El Primer Ministro canadiense me recuerda que, con motivo de la visita del Papa, un número de sancionados por causas contrarrevolucionarias habían sido indultados y él se había comprometido a solicitar lo mismo para los incluidos en la lista.
Realmente el Papa nunca abordó este tema en la conversación conmigo, y lo había hecho a través de su Secretario de Estado en otra reunión con el Ministro de Relaciones Exteriores.
Sin esperar respuesta, plantea de inmediato que Cuba suscriba el Convenio de Naciones Unidas sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ya que Cuba en esa materia había hecho igual o más que cualquier otro país del mundo. Era sin duda una frase halagüeña y una forma más habilidosa y oportuna de plantear algo.
Recuerdo que, acto seguido, menciona el acuerdo de libre comercio entre Canadá, México y Estados Unidos, y los proyectos de hacerlo con el resto de América Latina, expresando su criterio de que Cuba podía hacer una importante contribución.
Y por último se refiere al tratado contra las minas antipersonales, lamentándose de que Cuba no lo había firmado y solicitando que lo suscribiera. Eran estos los cuatro puntos con los que inició sus conversaciones. Todos parecían muy sencillos; los cuatro, sin embargo, eran sumamente complicados.
Le pregunté si era habitual en los políticos canadienses comenzar por lo más difícil, y le añadí en tono de broma que si no salíamos bien de estas pruebas, habríamos de echar a perder la visita.
Me parece recordar que la reunión duró alrededor de dos horas, en tono cordial y respetuoso pero franco. Debo confesar que usé la mayor parte del tiempo porque era necesario argumentar con determinada profundidad la razón de nuestras posiciones, en especial sobre tres de los puntos.
Imposible repetir aquí cada uno de esos argumentos. Solo una brevísima síntesis, con las respuestas esenciales.
Le dije que yo no debía decidir personalmente y de inmediato, o comprometerme sobre algunas de las cuestiones, ni tampoco crear falsas esperanzas sobre las decisiones que adoptaríamos. Que la muy publicitada cuestión de supuestos presos de conciencia era una vieja historia después de casi 40 años de todo tipo de fechorías y crímenes por parte del gobierno de Estados Unidos contra Cuba. Los enumeré con amplitud y detalles, contrastándolos con la intachable conducta y la ética de nuestra Revolución pese al diluvio de infamias y calumnias vertidas contra Cuba. La hipocresía y doble moral de la política seguida contra ella. Las circunstancias que nos habían obligado a tener personas en prisión. Que solo en Girón habíamos hecho prisioneros a 1 200 invasores, y que la propia Revolución desde los primeros años había ido poniendo en libertad a los que, sirviendo los intereses de una potencia extranjera a lo largo de cuatro décadas, habían tratado de destruirla. Que ahora el tema de los que por esa causa estaban en prisión era constantemente utilizado para presionar a Cuba, el país que sufría la hostilidad y la agresión exterior. Las graves amenazas que todavía afrontábamos, como los actos terroristas organizados y pagados desde Estados Unidos.
En un momento me dijo que su deseo era superar esa situación para que regresáramos a la gran familia. Le dije que nosotros éramos latinoamericanos, y le pregunté si se trataba de que regresáramos a la gran familia o que la gran familia regresara a nosotros. Terminé el punto respondiéndole que él había traído una lista de personas que eran mercenarios al servicio de Estados Unidos y pagados por Estados Unidos, y que en complicidad con Estados Unidos trataban de destruir la Revolución. Que como amigo le debía decir que esa lista era humillante para Cuba. Se esmeró en explicar que esa no era su intención, y que quizás había presentado la lista demasiado temprano.
No todo fue dramático. Hubo bromas e incluso chistes intercalados. Esta parte, referida con cierta extensión, puede dar una idea de la intensidad de la primera hora de conversación.
Con relación a su énfasis en la familia hemisférica, le expresé que me alegraba mucho, pero que yo pensaba también en la familia universal: Europa, Asia y Africa.
Con relación al punto dos, el Convenio de Naciones Unidas sobre los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, no vacilé en decirle que nosotros podíamos suscribir todos los artículos excepto dos, el 8 y el 13. Que el primero podría estar muy bien para un país capitalista como Canadá, Estados Unidos y los de América Latina, porque en unos gobernaban los empresarios o los oligarcas y en otros las grandes transnacionales. Allí dividían, fraccionaban y, cuando era posible, corrompían y enajenaban a los trabajadores, que muy poco podían hacer frente al poder político de los patronos. Se trataba de sistemas económicos diferentes al nuestro.
Con relación a ese artículo del Convenio, donde se habla de que cada persona tiene el derecho a fundar sindicatos y afiliarse a los de su elección, con sujeción únicamente a los estatutos de la organización correspondiente, para promover y proteger sus intereses económicos y sociales, en un país socialista como Cuba, donde los trabajadores manuales e intelectuales están todos organizados en sus respectivos sindicatos y sólidamente unidos como clase revolucionaria que comparte el poder con el resto del pueblo, los campesinos, las mujeres, los estudiantes, los vecinos y la ciudadanía en general, tal precepto serviría de arma y de pretexto al imperialismo para tratar de dividir y fragmentar a los trabajadores, crear sindicatos artificiales, y reducir su fuerza e influencia política y social. En Estados Unidos y en muchos países de Europa y otras regiones, la estrategia del imperialismo es dividir, debilitar y corromper al movimiento sindical hasta situarlo en condiciones de indefensión total frente a los patronos. En Cuba el propósito sería fundamentalmente subversivo y desestabilizador, socavar el poder político, mermar la extraordinaria fuerza e influencia de nuestros trabajadores, y erosionar la heroica resistencia del único Estado socialista de Occidente frente a la superpotencia hegemónica.
El otro precepto tampoco podría suscribirse porque abriría las puertas a la privatización de la enseñanza, que en el pasado dio lugar a dolorosas diferencias e irritantes privilegios e injusticias, incluida la discriminación racial que nuestros niños no volverán a conocer jamás. Un país que logró erradicar en solo un año el analfabetismo, alcanzó niveles de nueve grados como promedio, y cuenta con un extraordinario y masivo contingente de profesores y maestros y el más sano y exitoso sistema de educación del mundo, no necesita comprometerse con tal precepto.
A Chrétien le dije que América Latina llevaba casi 200 años tratando de acabar con el analfabetismo y todavía no lo ha hecho.
Chrétien propuso que firmáramos el Convenio e hiciéramos la reserva con relación a los dos artículos. Le respondimos que después se habla de incumplimientos del Convenio y nadie sabe o se acuerda de las reservas con que se suscribió. ¡Con eso no se podía jugar!
Con relación al tratado sobre las minas no hablamos mucho en esa reunión. Le adelanté que no íbamos a firmarlo. Que teníamos incluso una base militar de Estados Unidos en nuestro propio territorio. Que entre el límite de la misma y el resto de nuestro territorio, era el único punto donde estaban instaladas. Que las minas constituían para nosotros un arma defensiva a la que no cometeríamos el error de renunciar; que no poseíamos armas nucleares, bombas o misiles inteligentes, ni otros muchos sofisticados medios que posee Estados Unidos. Que sobre nuestro país se cernía una amenaza real, y por esa razón no pensábamos firmarlo.
Más tarde abordó de nuevo el tema desde un ángulo que yo no habría podido sospechar en ese instante. Al concluir este primer encuentro me afirmó, con evidente satisfacción y sinceridad, que había sido una discusión excelente. La síntesis de lo esencial de lo abordado en nuestra primera reunión puede dar la impresión de que fue áspera. Nada más lejos de la realidad. En todo momento reinó una atmósfera cálida y amistosa.
Me pareció percibir con claridad —aunque no lo dijo, pero sí del conjunto de lo que dijo el señor Chrétien— que ante la presencia de un vecino tan poderoso con el cual comparte 8 644 kilómetros de frontera, experimentaba temor por el futuro de su país. Consciente de las dos fuertes culturas y tradiciones diferentes bien arraigadas, le inquieta el riesgo que para la unidad del Estado significa que cualquier ambición, un error, o una simple sacudida del vecino, deshaga el país. Para ese enorme y rico territorio, poblado por solo 32 millones de habitantes, donde entre otros recursos —como me dijo el propio Chrétien— se encuentra la cuarta parte de las reservas de agua potable del mundo, quizás aún más que para la propia Cuba, Estados Unidos constituye un gran dolor de cabeza.
En lo que tal vez fue el momento más interesante de la conversación, y en el que Chrétien expuso su idea más inteligente, capaz de provocar hasta en un interlocutor bastante distante de su ideología un sentimiento de solidaridad, fue cuando contó que él se había opuesto a la idea de un acuerdo de libre comercio únicamente con Estados Unidos. Había que buscar por lo menos un tercero, y apareció México, con el cual en muchas ocasiones compartía posiciones frente a los manejos de Estados Unidos. Que en el 2005 serían 34, y ojalá 35 (evidente alusión a Cuba), para balancear con los Estados Unidos.
En una ocasión me dijo que Canadá era un país muy celoso de su independencia con relación a Estados Unidos, que era de gran importancia mantener su independencia de Estados Unidos, y que su política era mantener relaciones estrechas y amistosas con ese país, pero muy independientes. Me afirmó orgulloso que ya Canadá competía con el valle de Silicona de California, donde se produce toda la alta tecnología.
La segunda reunión con Chrétien y su delegación tiene lugar por la noche. Hubo cena y un más amplio intercambio. En determinada ocasión, al mencionar el plan de atentado contra mí en la Isla de Margarita, organizado por la famosa Fundación, me señaló que a menudo esta era la causa de grandes dificultades, porque cuando ocurrió el incidente de los aviones fue para crear ese problema al gobierno de Estados Unidos que estaba listo para dar un paso positivo con relación a Cuba. Le hablé de la Ley de Ajuste Cubano, sus absurdas e irracionales consecuencias.
Hablamos también de la Ley Helms-Burton. Me dijo que con relación a esa ley Estados Unidos se encontraba aislado. Que él personalmente fue el primero en hacer una declaración cuando se aprobó. Que estando reunido con los Primeros Ministros del Caribe, juntos hicieron la primera declaración contra la Helms-Burton.
En relación con el incidente de los aviones en el año 1996, utilizado como pretexto para aprobar la Ley Helms-Burton, le dije que en The New Yorker del 26 de enero de 1998 estaba la historia casi completa del incidente.
Al preguntarme por el ALCA, le dije que había que tener paciencia, saber qué iba a pasar en América Latina con ese acuerdo de libre comercio, cuáles serían las consecuencias no solo para nuestros países sino también para el resto del mundo, así como las artimañas para imponer un acuerdo multilateral de inversiones, cuestiones que nos preocupaban mucho. Que era necesario estudiar a fondo esas cuestiones. Le hablé sobre aspectos concretos de nuestra economía, medidas adoptadas para enfrentar el período especial; la imposibilidad de prescindir de los aranceles para muchos países de América Latina y el Caribe, algunos de los cuales recibían por esa vía hasta el 80% de los ingresos presupuestarios. Al preguntarle si a Canadá le perjudicaba de alguna forma la integración de Europa y el surgimiento del euro, me respondió que no, que el 82% de su comercio era con Estados Unidos. Tenemos 1 000 millones de dólares diarios de comercio con Estados Unidos, nos dijo.
Por mi parte le dije francamente mi opinión de que a los países de América Latina les convendría el éxito de la integración Europea y que Europa compita con los Estados Unidos por los mercados e inversiones en América Latina. Es mejor que haya dos, tres, cuatro potencias económicas fuertes para que la economía mundial no dependa solo de un poderoso país y de una sola moneda.
Conversamos incluso sobre la tecnología canadiense en materia de energía nuclear y la posibilidad de que en el futuro nuestro país pudiera adquirir reactores canadienses, aunque por el momento no era para nosotros la mejor opción ni la más económica para el rápido crecimiento de la generación eléctrica que necesitamos con cierta urgencia.
Le hablé también de los mexicanos que estaban muriendo en la frontera con Estados Unidos, donde ya morían cada año muchos más que los que murieron durante casi 30 años de existencia del Muro de Berlín.
Pocos temas importantes estuvieron ausentes de nuestro intercambio.
En la atmósfera propicia que se había creado y tomando en cuenta la participación de Canadá en los acontecimientos políticos de Haití, ya en proceso de normalización, y su presencia en ese país, le dije que Haití era un vecino cercano y uno de los países más pobres del mundo, con índices terribles de salud, incluido el SIDA, que amenazaban con una catástrofe humana, y le pregunté por qué no dábamos un ejemplo de cooperación y elaborábamos un programa de salud para Haití. Cuba enviaría personal médico y Canadá suministraría los medicamentos y equipos necesarios.
Me preguntó si lo había discutido con el Presidente de Haití. Le respondí que no podía ofrecérselo si no coordinaba primero con el gobierno canadiense, expresándole mi convicción de que aceptarían.
Me habló de su interés especial por un país de lengua francesa, pues una parte importante de la población de Canadá es de esa lengua, y por tanto tenía interés en programas para Haití. Que analizaría la proposición. Le comuniqué que hablaría con el gobierno haitiano.
Al parecer aquella idea le sugirió de inmediato otra. Me dijo acto seguido que tenía una propuesta que hacer sobre un programa conjunto: un programa conjunto con Angola y Mozambique para eliminar las minas antipersonales. Ustedes pueden poner los trabajadores, nosotros el dinero, añadió. Que esos países ya habían firmado el convenio. Se le indicó por nuestra parte que los que podían realizar ese trabajo eran únicamente los militares. Respondió que nosotros los cubanos teníamos el personal experto y ellos suministrarían el dinero para el programa, pues ya tenían aprobado el presupuesto.
Que varios países habían comprometido fondos para la limpieza de los campos minados, entre ellos Japón, Suecia, Noruega, Dinamarca y otros, y como nosotros teníamos expertos pensaba que los cubanos podríamos realizar ese trabajo.
Es incuestionable que no se dio cuenta de cuán hiriente podía ser lo que estaba proponiendo. Una colaboración humanitaria en la que Canadá y otros países ricos ponían el dinero y nosotros los riesgos de mutilación y pérdidas de vidas de nuestros soldados. Tal vez no lo pensó nunca, o no estuviera consciente de lo que nos estaba proponiendo, pero sentí la fuerte impresión de que nos querían alquilar como mercenarios.
Experimenté por breves segundos una sensación de ultraje, recordando el desinteresado espíritu de sacrificio, la historia limpia y noble de un pueblo que se enfrentaba a una intensa guerra económica y al período especial dispuesto a morir por sus ideas. ¿Pretendería alguien valerse de esa situación para tentarnos con misiones de ese tipo?
Tomando en cuenta las características de mi interlocutor, y el tono amable, franco, confiado, e incluso el humor con que —recuerdo— se desarrollaron nuestros intercambios, aún pienso que lo que dijo y la forma en que lo dijo no fue un acto consciente de lo que objetivamente podía interpretarse de sus palabras.
Le expliqué que en Angola era todavía difícil desminar porque estaban las bandas armadas por Estados Unidos y Sudáfrica; que todas esas minas habían sido entregadas por Estados Unidos y la Sudáfrica del apartheid a Savimbi. Que eso podía costar mutilaciones y pérdida de vidas. ¿Cómo justificar ante nuestro pueblo la participación cubana?
Con la mayor ecuanimidad le propuse lo que califiqué de solución razonable: estábamos dispuestos a entrenar todo el personal necesario de Angola, Mozambique o cualquier otro país afectado por problemas de este tipo para realizar esa tarea en sus propios territorios.
Este tema ocupó casi el último tramo de la segunda conversación, aunque continuó durante varios minutos en el mismo tono amistoso y amable.
El desagradable punto había sido abordado por nuestra parte de forma serena y razonable, escuchado y al parecer comprendido y aceptado por la delegación canadiense.
Las bases de dos programas importantes de cooperación con terceros países habían sido acordadas en principio, sobre las cuales se continuaría trabajando.
Observé bien el carácter y la personalidad del Primer Ministro canadiense. Es un hombre de agradable conversación, buen humor, con el que se puede entablar un intercambio interesante sobre variados temas. Se preocupa por determinados problemas del mundo actual y se entusiasma con los proyectos de su preferencia, conoce a muchas personalidades políticas, sabe usar su experiencia y disfruta al contar anécdotas por lo general interesantes y oportunas. Me pareció sinceramente patriótico. Es muy leal a su país y siente orgullo por él. Un creyente fanático del modo capitalista de producción, cual si fuera una religión monoteísta, y de la ingenua idea de que esa es la única solución para todos los países por igual, en cualquier continente, época, clima o región del mundo. En esa filosofía se educó. No estoy seguro de que con ella pueda comprender cabalmente las realidades del mundo de hoy.
Conocí a Trudeau, un estadista excepcional, de gran modestia y humildad, pensamiento profundo y hombre de paz; estoy seguro de que comprendió bien al mundo y comprendió también a Cuba.
Hubo después otras actividades. Asistí a una recepción de Chrétien en el patio de la embajada de Canadá. Estaba alegre, conversador, de buen ánimo. Pronto se reuniría con Clinton. Lo acompañé hasta el aeropuerto. Ya próximo a Boyeros le pedí que transmitiera a Clinton un saludo y que no existían por nuestra parte sentimientos de hostilidad hacia él. Bien medidas las palabras. Más que otra cosa, una cortesía con el visitante. La pagué caro. Tiempo después recibo de Chrétien una carta de puño y letra contándome que había transmitido a Clinton mi deseo de mejores relaciones con él. No era exactamente eso lo que le dije. No es mi estilo; no se concilia con mi actitud durante toda la vida. Podía parecer un ridículo ruego al poderoso Presidente de Estados Unidos. Me puse a escribir también a mano una carta a Chrétien exponiéndole que ese mensaje no era mi mensaje. El asunto resultaba embarazoso. No era fácil conciliar el disgusto con los términos precisos con los cuales debía redactarla, y de cierta forma la aclaración se convertía, a la vez, en una especie de crítica a nuestro amigo. Casi pude lograrlo, pero finalmente abandoné la idea, guardé incluso el proyecto de carta, que tal vez sea posible encontrar en alguna vieja libreta de notas, y me olvidé del asunto hasta hoy. Ni siquiera su delicado gesto de escribirme de su puño y letra pude reciprocar. Posiblemente creyó que yo era un maleducado incorregible.
Pasaron los meses y no había noticia alguna del proyecto haitiano, que por nuestra parte solo esperaba una breve respuesta. Vino el huracán Georges. Asoló a Santo Domingo y golpeó a la vecina Haití, protegida solo por las montañas dominicanas de 3 000 metros, próximas a la frontera de este país, que actuaron como barreras rompevientos, y prosiguió después hacia Cuba.
Cuando todavía soplaban las últimas ráfagas del Georges, al norte del occidente del país, la noche lluviosa del 28 de septiembre, en un discurso que pronuncié en la clausura del V Congreso de los Comités de Defensa de la Revolución, dije:
"Le pregunto a la comunidad internacional: ¿Quieren ayudar a ese país, invadido e intervenido militarmente no hace mucho tiempo? ¿Quieren salvar vidas? ¿Quieren dar una prueba de espíritu humanitario? Hablemos ahora del espíritu humanitario y hablemos de los derechos del ser humano.
" [...] Sabemos cómo se pueden salvar 25 000 vidas en Haití todos los años. Se conoce que cada año mueren 135 niños de 0 a 5 años por cada 1 000 nacidos vivos."
[...]
"Partiendo de la premisa de que el gobierno y el pueblo de Haití aceptarían gustosos una importante y vital ayuda en ese campo, proponemos que si un país como Canadá, que tiene estrechas relaciones con Haití, o un país como Francia, que tiene estrechas relaciones históricas y culturales con Haití, o los países de la Unión Europea, que están integrándose y ya tienen el euro, o Japón, suministrara los medicamentos, nosotros estamos dispuestos a enviar los médicos para ese programa, todos los médicos que hagan falta, aunque haya que enviar una graduación completa o el equivalente."
[...]
"Haití no necesita soldados, no necesita invasiones de soldados; lo que necesita Haití son invasiones de médicos para comenzar, lo que necesita Haití, además, son invasiones de millones de dólares para su desarrollo."
Noviembre de 1998. Han transcurrido siete meses y no hay noticias de Chrétien sobre los temas abordados. Visita a Cuba el ministro de Salud de Canadá, Alan Rock. Me reúno con él. Acababa de recibir en Canadá a la doctora Nkosazana Dlamini-Zuma, ministra de Salud de Sudáfrica. Venía sumamente impresionado por lo que ella le contó sobre el trabajo de los médicos cubanos en las aldeas de Sudáfrica.
Le explico en detalle el programa de cooperación conjunta que proponíamos. Percibí en él a un hombre sensible y capaz, que comprendía las posibilidades y la importancia de tales programas. Le pedí agilizara las gestiones relacionadas con el programa de cooperación conjunta en Haití, y una respuesta de Canadá a lo que había propuesto a su país no solo personalmente a su Primer Ministro sino también públicamente. Se comprometió a presentar un proyecto al Primer Ministro y al Gabinete.
El 4 de diciembre Cuba envía por su propia cuenta la primera brigada de emergencia para asistir a las víctimas del huracán Georges. Continuaron llegando las brigadas médicas en las semanas subsiguientes hasta alcanzar el número de 12 y un total de 388 cooperantes cubanos, y todavía nuestros amigos canadienses no habían dado señales de vida. El programa médico que habíamos propuesto realizar conjuntamente con Canadá estaba en marcha con el esfuerzo de Cuba, del gobierno de Haití y el apoyo de Organizaciones No Gubernamentales.
Ya a fines de febrero el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba informa haber conocido por vía extraoficial que el gobierno de Canadá donaría 300 000 dólares para el programa médico de Haití, noticia que como es lógico nos satisfizo mucho.
El 4 de marzo habían transcurrido más de diez meses sin respuesta oficial de Canadá. Ese día, sin embargo, llegó una verdaderamente sorprendente. El ministro de Relaciones Exteriores de Canadá, señor Lloyd Axworthy, envió una carta al ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Roberto Robaina, que entre otras cosas comunica:
"[...] he sido informado de una ley recientemente aprobada por la Asamblea Nacional cubana, el 16 de febrero de 1999, titulada «Ley para la Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba», que está dirigida a contrarrestar el aumento de la delincuencia y las actividades subversivas."
[...]
"He pedido a mis funcionarios que preparen un análisis de las recientes medidas adoptadas por Cuba, incluida la próxima condena de los miembros del Grupo de Trabajo de la Disidencia Interna, con vista a determinar su impacto en la gama de actividades que hemos emprendido a tenor de la Declaración Conjunta bilateral. Hasta tanto no se concluya esta valoración, he solicitado a mis funcionarios que se abstengan de realizar nuevas iniciativas conjuntas. Le escribiré a mis colegas del Gabinete para ponerles al corriente de esta situación para que reflexionen en sus propios programas de cooperación bilateral con Cuba. En el plazo inmediato, he detenido el análisis conjunto por parte de mi departamento, de CIDA (Agencia de Desarrollo Internacional de Canadá) y de Health Canada acerca de la solicitud de Cuba para llevar a vías de hecho la cooperación médica de un tercer país en Haití. "
[...]
"Los días venideros serán importantes para analizar si Cuba escogerá la política de acercamiento e integración a la comunidad global o continuará en la dirección incierta de días recientes. Espero que sea usted capaz de brindar una señal que contribuya a aclarar las intenciones de Cuba. En particular, tal señal sería de gran utilidad para garantizar que los recientes acontecimientos no se conviertan en una preocupación infundada en la Comisión de Derechos Humanos en Ginebra."
¿Casualidad? ¿Pretexto para justificar fuertes presiones de sus vecinos del sur? ¿Insensibilidad total ante la tragedia haitiana? No deseo hacer afirmación alguna. Pero, ¿cómo explicar que transcurrieran diez meses y durante ese tiempo, cuando no habían ocurrido los hechos alegados que motivaron tan drástica decisión y tan insolente carta, no se diera respuesta oficial alguna?
Aun cuando no deseo ofender a nadie, ni siquiera al ilustre autor de la misiva, es imposible dejar de señalar el tono arrogante, prepotente, injerencista y vengativo con que está redactada esa carta.
Lo que a mí personalmente más me amargó no eran las medidas punitivas y amenazas contra Cuba —a esos castigos estamos ya acostumbrados desde hace 42 años—, sino el hecho de que los 300 000 dólares, los cuales ni siquiera sé si eran dólares norteamericanos o canadienses —0,64 centavos de dólar norteamericano en la cotización de ayer 24 de abril del 2001, ya que no he tenido tiempo para revisar a cuánto equivalía el 15 de marzo de aquel año—, no llegarían jamás a los enfermos haitianos. No podía concebir que se nos castigara a costa tal vez de miles de vidas de niños haitianos que habrían podido preservarse, ya que en ese país en ese momento estaban muriendo no menos de 25 000 por año, la mayor parte de cuyas muertes podrían evitarse con simples vacunas que podían adquirirse con aquellos dólares, fuesen norteamericanos o canadienses. Alguien, sin duda, cometió un gran error.
Como algo elementalmente lógico, yo había creído la información extraoficial que me comunicaron del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ni siquiera podría afirmar en este instante si fue o no cierto.
Ya no hay nada de qué lamentarse. En Haití laboran hoy 469 médicos y trabajadores de la Salud cubanos. En dos años y cinco meses, hasta el mes de abril, han pasado por allí 861 colaboradores sin cobrar por su servicio un solo centavo al pueblo haitiano. Atienden a 5 072 000 de los 7 803 230 habitantes que tiene el país; el 62% de la población haitiana. Han salvado muchos miles de vidas y aliviado el dolor o restablecido la salud de cientos de miles.
Se inició este año, con la entrega de todas las vacunas por parte de Japón con la participación de la UNICEF, la primera fase de la campaña masiva de vacunación contra ocho enfermedades inmunoprevenibles, donde Cuba asume la ejecución del programa con el personal de salud que se encuentra en ese país, los cuales ascenderán a 600 en el curso del presente año. Conocemos, además, que en el futuro, y con el esfuerzo combinado entre Francia, Japón, Cuba y Haití, se prepara una nueva campaña de vacunación que en cinco años propiciará que ese país sumamente pobre y del Tercer Mundo haya alcanzado un nivel inmunitario de un 95%.
Con la victoria obtenida por Brasil y Sudáfrica contra los precios inaccesibles de los medicamentos contra el SIDA, pienso que no está lejos el día en que los haitianos puedan ser protegidos también contra ese terrible flagelo mediante apoyo de gobiernos dispuestos a cooperar con recursos financieros, las instituciones de Naciones Unidas y Organizaciones No Gubernamentales.
Haití no es el único país con el cual el pueblo cubano está cooperando en programas de salud bajo el mismo principio. Son ya 15. En esos programas colaboran 61 Organizaciones No Gubernamentales con la participación de más de 2 272 trabajadores cubanos de la salud, de ellos 1 775 médicos.
Ya nadie podrá sabotear la cooperación de Cuba con otros países del Tercer Mundo. Hechos y no palabras. Acción rápida y no esperar para las calendas griegas cuando hay seres humanos de países pobres que están muriendo todos los días a todas horas. A la formación de médicos con espíritu de sacrificio, solidarios y abnegados, nuestro pequeño país presta igualmente un especial apoyo. Avanzar es posible, derrotar calamidades y aliviar la tragedia humana que abate a tantos cientos de millones de personas, no son metas inalcanzables.
Hoy agradezco las conversaciones que sostuve con Chrétien. Han servido para probar que las iniciativas son posibles y también las cooperaciones conjuntas con la participación de dos, tres o muchos países. También demuestra que las horas que invertimos tanto él como yo no fueron inútiles, y yo seguí sus consejos trabajando aún con mayor ahínco por los derechos humanos, por salvar vidas, y tratando de desarmar gigantescas minas antipersonales que están poniendo a nuestro mundo al borde de grandes explosiones.
Pequeños ejemplos de lo que cualquier pequeño país puede ofrecer, son hoy más importantes que grandes convenios que los poderosos convierten en letra muerta y grandes actos de demagogia y poses publicitarias en busca de satisfacer vanidades y ambiciones personales.
Estoy seguro de que Trudeau jamás habría dicho que pasó 4 horas dándole consejos a alguien que no los había solicitado, ni buscaría justificaciones para excluir de una reunión cumbre a un país digno, que tampoco ha solicitado nunca su inclusión, para firmar un acuerdo que no habría firmado nunca.
La historia dirá quién tiene la razón (Aplausos).