Los tres regalos y las tres lecciones de Fidel
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Escalonadamente me llegó Fidel en el tiempo, no obstante estar siempre presente. Crecí teniéndolo como algo propio, como algo natural pues al nacer en 1963, de padres comunistas, era incompatible ser revolucionario verdadero sin ser fidelista.
Tuve como pocos tres regalos únicos. El primero fue a mis 10 años de edad, encontrándome en Hanoi. En uno de los salones principales de la embajada cubana en la capital vietnamita, el ajetreo era inusual. Ya mamá me lo había explicado un millón de veces, y yo seguía sin asimilarlo: Fidel, el de las noticias por la televisión cuando el secuestro de los pescadores y por los que fui como pionera a gritar al malecón habanero, el de las grandes concentraciones de la Plaza de la Revolución que veía en hombros del abuelo, el del bono millonario del corte de caña que guardaba con celo mi tío José Luis, el barbudo de la Sierra del que me hablaba el profesor Castiñeira, iba a visitar mi casa.
Sí, mi casa, porque los niños hacen suyos los lugares que habitan sus padres, de manera que la embajada cubana en Hanoi era por esa época mi hogar. Mamá preparaba todo con esmero, le daba sus toques particulares a aquellos salones decorados con tan buen gusto y armonía. Que si esa planta debía estar más a la izquierda, que si el cuadro de Servando Cabrera estaba ladeado, que si el estrecho pasillo debía ser barrido nuevamente y tantos otros detalles. Papá no estaba presente, formaba parte de la delegación oficial que acompañaba a Fidel en su visita por Vietnam del Norte, sin embargo, ya me habían explicado, también un montón de veces, que esa mañana llegaría junto al Comandante en Jefe.
Al pasar las horas un gran bocinazo en la verja de la entrada nos lo anunció; y entonces se sucedieron los Vivas y las alegrías. La gigantesca figura bajó del carro, extendió manos, saludó y, estampó besos. Mi hermano Víctor Manuel y yo, fuimos presentados en un aparte como los hijos del embajador. Asombrada, lo beso y me le quedo mirando a los ojos, que casi no se le veían por estar arrugados de tanto sonreír.
Luego, efectivamente, el pasillo bien barrido pero estrecho para tanto tamaño, dio paso a Fidel quien sin pedir permiso, y como si estuviera en casa -que lo estaba- se sentó en una butaca carmelita. Pidió se le contara todo sobre la cooperación técnica cubana. Papá desplegó un mapa y punto por punto se habló de avicultura, siembras y construcciones.
Ya Fidel tenía en mano un vaso con hielo y bebida, y en la otra su tabaco (aún no había dejado de fumar). Contento con los avances reía, y soñaba con nuevas cosas por hacer. Entonces, al parecer relajado como estaba, estiró sus dos enormes piernas, las cruzó en dos, y las colocó sobre la mesa de la salita. Yo, parada al lado de uno de sus hombros, empecé un balbuceo casi inaudible; Fidel acababa de hacer algo inimaginado para mi férrea disciplina hogareña. En eso volteo hacia mamá, quien a pesar del amor que le profesaba al líder de la Revolución cubana, tenía el ceño fruncido y la mirada dura.
No sé cómo pasó, pero Fidel se percató del gesto y con una rapidez increíble, bajó los pies y me guiñó un ojo. Todos nos reímos y entonces bromeó con papá sobre la limpieza del lugar, y lo lindo de la decoración. Mamá estaba feliz, y vi cómo salió corriendo hacia la cocina. Después supe que estuvo llorando. La conversación siguió amena, ligera, siempre conducida por Fidel, interesado en saber el día a día de los diplomáticos cubanos y sus familias.
Al marcharse, nuevamente extendió manos, dio besos y a mi me dijo en un susurro: ¡Haz caso a lo que dice mamá. Ella tiene razón! Ese día aprendí una lección, la importancia de los detalles. Y ya siendo adulta lo pude corroborar en las acciones de Fidel, y en sus discursos del patio, llamando a la sensibilidad personal y a no descuidar nada por insignificante que pareciera.
El segundo regalo lo recibí cinco años más tarde, en 1978. El estallido social y militar de febrero de 1974 en Etiopía condicionó que Cuba estuviera al tanto de su situación interna, con la misma mirada atenta con que siguió otros procesos en África. Hacia las tierras abisinias se envió ayuda internacionalista, y papá tuvo el honor de ser asignado por Fidel como colaborador estrecho del entonces líder etiope, quien desgraciadamente después traicionó esos ideales.
En el momento de la visita del Comandante en Jefe a Adis Abeba, no paraba de llover. Esa región africana tiene esa peculiaridad; o vive sequías prolongadas, o el agua cae inconmensurablemente para deterioro de la calidad de vida de sus gentes. Recuerdo que la cocina de casa se llenó de compañeros de la Seguridad del Estado quienes fisgonearon las ollas, destapándolas y probando la receta del momento: espaguetis. Uno de los custodios dijo que a Fidel le gustaban bien sazonados. Mamá estaba muy agitada pero al final el Comandante no pudo ir.
A los pocos días recibimos una invitación oficial, la que nos convocaba a asistir a la recepción que daba Fidel para todos los internacionalistas cubanos. Como es de suponer la noche de la cita había mucha gente. Y además todo el mundo quería tocarlo, besarlo, decirle algo. Yo me había resignado a no tenerlo de cerca, cuando veo que papá me hace una seña para que me acercara. Pidiendo permiso y dando un poco de empujones logro llegar: Fidel se volteó y me estampó en la cara: “¡Qué dices Raúl, esta no puede ser la gordita que conocí en Hanoi!”. En ese punto no sabía si sentirme halagada o ruborizarme, pero el ingenio de nuestro líder me sacó del aprieto: “¡Muchacha pero qué linda te has puesto! ¿Cuántos años tienes, que haces aquí tan lejos?”.
Fidel sabía cómo llegar al corazón de los suyos. Esas palabras me animaron a contarle que tenía 15 años, que estaba acompañando a mamá y a papá. Pero eso no le bastó y quiso saber cómo era posible que no estuviera estudiando (en Addis Abeba no había ni escuela cubana ni soviética a la que en esos casos solían ir los hijos de los diplomáticos cubanos). Le explico entonces que desde La Habana recibíamos los textos de la secundaria, y las esposas de algunos altos oficiales, maestras de profesión en Cuba, nos daban las clases. Acto seguido Fidel se reí y me dice: “Ahora sí. Nunca dejes de estudiar, para llegar a ser útil, hay que estudiar siempre”. Me pasó la mano por el pelo, me dio un beso y siguió caminando con papá. De ese encuentro se derivó un nuevo aprendizaje. Para Fidel educarse era una actitud esencial de vida.
El tercer regalo me llega ya en plena faena periodística y andando por mis propios caminos. En enero de 2002 una representación de parlamentarios mexicanos se reunió con Fidel en el habanero Palacio de Convenciones para demandar el cese del Bloqueo estadounidense. Yo cubría el evento acreditada por Granma Internacional. Después del encuentro con los 132 legisladores aztecas, Fidel salió por uno de los laterales del podio, y se mezcló con el resto de los participantes en los salones de espera. Evidentemente quiso estar entre la gente.
Yo, junto a otras colegas de la radio, nos enteramos de que él se había colocado hacia uno de los costados, y decidimos abordarlo. Ellas tenían consigo una foto de Fidel joven y le preguntaron sobre el amor, y qué se sentía al estar enamorado. Muy contento les habló de alguna que otra de sus conquistas amorosas de aquella época. En cuanto a mi, estaba muda, petrificada de contenta, de tenerlo cerquita después de una larga espera. Me acerqué, le rodeé su cintura con mi brazo, el que fue retirado por uno de sus escoltas, diciéndome: No hagas más eso. Sabía que no era protocolarmente correcto, pero caramba, era el Fidel del pueblo. Era mi Fidel.
Mi mente sufrió un apagón informativo que luego pagaría caro en la redacción del periódico, sin embargo en ese momento no pude ser periodista, solo un ser humano más. Y le dije que lo conocía (vana pretensión) de la infancia, de Vietnam. Entonces me identifiqué. Con un ahhh! grande me sonrió. Me preguntó qué edad yo tenía en esa etapa. Nerviosa como estaba empiezo a decir que si fue en 1973, que si esto, y lo otro. Fidel me mira y me para en seco: “Ya me dijiste que eres periodista, no des tantos rodeos. Dime concretamente qué edad tenías”.
Le contesto que tenía 10 años, que lo había vuelto a ver con 15 años. Fidel se río y me dice: “Así que has cambiado mucho. Espero que para bien. Suerte en la profesión”. Me pasó la mano por el pelo, igualito que décadas atrás, y se volteó para otras personas que también lo reclamaban.
Quedé en las nubes, y aunque despreocupé mi trabajo como periodista al no preguntarle nada importante ni nacional ni internacional, aprendí otra lección de Fidel; la objetividad, la concreción de ideas. Y hasta el día de hoy creo haber llevado a la práctica esa postura de quien también fuera, a su modo y aire, un excelente editorialista y reportero.
Fidel ha muerto, pero seguirá vivo dentro de mí. Y yo, cual cofre, guardaré con orgullo sus tres regalos y sus tres lecciones.