La secuencia del crimen, la eterna respuesta de un país
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Ancha, oscura, aterradora, la columna de calor y tizne buscaba el cielo; en lo alto remataba su corona siniestra con un sombrero de humo, hongo mortal que, a las tres y diez de aquella tarde de viernes, 4 de marzo de 1960, dejó a La Habana sin sol durante unos minutos, y a Cuba herida de una cuchillada que aún duele.
La explosión laceró el oído y le aceleró el latido a la capital que, solidaria, reaccionó por instinto. Venía del muelle y hacia él acudió en masa el pueblo obrero, audaz, combatiente. Rescataba heridos, cuerpos sin vida, anatomías fragmentadas cuando sobrevino la segunda descarga, la más violenta y mortífera.
Así fue la secuencia del crimen; así lo planeó el criminal. Consciente del temerario coraje de Fidel, del Che Guevara, Raúl, del liderazgo de la Revolución triunfante, flamante, calculó que ellos acudirían de inmediato al minuto y lugar de peligro mayor. No erraron en ese cálculo.
Sobrevino la segunda detonación; el azar la adelantó por muy escasos minutos a la llegada de los líderes revolucionarios, quienes, personalmente, encabezarían las labores de rescate de las víctimas de la monstruosa embestida.
Asesinado, casi en dos mitades, yacía en el puerto un carguero, La Coubre, en posición casi vertical. La proa apuntaba al cielo como en solicitud de justicia para los 101 inocentes asesinados, para los 34 desaparecidos, para los 80 niños y niñas huérfanos a partir de esa tarde aciaga.
De Bélgica, cargado de armas y municiones para una revolución amenazada de muerte –y a cualquier precio resuelta a defenderse–, había llegado a suelo cubano. Antes de arribar al destino, había descendido un ciudadano de EE. UU., país hasta ahora negado a desclasificar documentos relacionados con el sádico ataque, autoría de la cia.
Por algo, en un pliego jurídico sobre el crimen, una ya desaparecida compañía naviera francesa declara ese contenido «Comunicable (solo en) 150 años». Huele a complicidad el suceso monstruoso que a Cuba le arrebató más de un centenar de vidas. A Fidel, lo compulsó a dejar sentada la decisión eterna de su país, de su pueblo: «¡Patria o muerte!».