La Revolución omitida: reacción y latencias anti-revolucionarias
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Cuba se nos presenta hoy como una gran acumulación de urgencias: bloqueo criminal yanki, pandemia de COVID-19, aguda crisis económica, proliferación de grupos, agentes y discursos reaccionarios. Esa combinación fatal sirve de base a nuestros enemigos para acrecentar el desgaste en el pueblo y las fuerzas del orden interior. Todas las esperanzas parecen cerrarse para la Cuba revolucionaria, para el pueblo que no ha renunciado al socialismo frente al imperialismo; y, sin embargo, tenemos vacunas propias, nuestra tasa de pacientes salvados de la COVID-19 es de las más altas de la región y miles de cubanos salieron a la calle a defender su Revolución contra la manipulación de realidades complejas que son simplificadas no por el discurso revolucionario, sino por el de la reacción. Las esperanzas de los revolucionarios, entonces, perduran.
Desde que ocurrieron los disturbios del pasado domingo 11 de julio a las palabras les brota un peso diferente. La prensa internacional y pseudo-nacional ha hablado de “estallido social”, de “revueltas”, “protestas” y “manifestaciones” y ha insistido en la “represión gubernamental”. Dichas palabras denotan una visión reductiva de lo sucedido y traslucen una posición reaccionaria. Lo ocurrido no deja de ser, en sí mismo —más allá de toda manipulación— síntoma de una situación grave, extremadamente preocupante, pero de ello se hace un relato limitado y selectivo que desconoce —de forma consciente— una parte importante de la realidad histórica en que se sitúan esos acontecimientos. Por absurdo que parezca, debemos observar que ningún medio reaccionario usa la única palabra que califica y denota el cambio liberador total: “revolución”, para ese discurso reaccionario, sigue siendo un término indigerible.
Uno de los esfuerzos últimos de la intelectualidad reaccionaria es “demostrar” la inexistencia de una revolución todavía en marcha en Cuba. Por tanto, si es cierto, como dicen algunos, que ya no hay revolución, debería ser fácil proclamar una nueva, una mejor. Sin embargo, todo el entramado discursivo de la reacción, tanto interna como externa, ha caracterizado de “estallido social” lo sucedido. La prensa reaccionaria ni siquiera es capaz de fabular un ambiente de transformaciones posibles pensado y dirigido por un determinado liderazgo, en cambio, cumple la función difusiva en su pureza: mostrar a multitudes contrarias al gobierno y protagonista o víctima de hechos vandálicos contra la policía y establecimientos públicos, y tergiversar el sentido de realidades heterogéneas y superpuestas para canalizarlo hacia el mensaje homogéneo de la presunta ingobernabilidad del país.
Según expresara el compañero Miguel Díaz-Canel, Primer Secretario del Partido y Presidente de la República, en su alocución en la televisión nacional el 11 de julio, las manifestaciones iniciales (en San Antonio de los Baños) podrían haber tenido el apoyo de revolucionarios insatisfechos, mujeres y hombres de pueblo con inquietudes legítimas y malestares provocados por circunstancias de crisis, pero sin vínculo alguno con redes opositoras a la Revolución. Para los revolucionarios esta ha sido una enseñanza recurrente y capital: la solución de los problemas de la Revolución debe lograrse al interior de la Revolución, sin ceder nuestro poder movilizativo a manifestaciones, grupos y agentes que buscan ponerle fin al proyecto. La Revolución tiene también mucho que hacer en ese sentido a través de la ampliación de espacios de participación política efectiva del pueblo, no sólo en la expresión de sus inquietudes, sino también y sobre todo en la solución de sus problemas. En definitiva, las preocupaciones sinceras de ese grupo de personas —allí donde las hubo— presentes en las manifestaciones del 11 de julio fueron subsumidas por quienes dirigieron el impulso popular hacia un despliegue de violencia y un afán destructivo que carecía de todo contenido político y se sumía en un aparente vacío.
Al aproximarnos a sus reclamos y consignas, percibimos el vacío que rodea las manifestaciones y disturbios. A su alrededor se alzan la violencia purulenta en su estado bruto, la destrucción corrosiva y el odio visceral hacia todo lo que la Revolución representa —material y simbólicamente—. No parece haber en todo ello ningún contenido claro más allá del deseo de que colapse el gobierno, ni siquiera un bosquejo genérico del día después a la “caída del comunismo”. A los medios reaccionarios no les interesa darles contenido original y fundador a esos sucesos; es evidente que les basta con mostrar la violencia y la destrucción. Los “mártires de la libertad” parecen actuar únicamente movidos por un deseo de aniquilación total, como si repartieran a ciegas fuego a su paso, como una tea que no alumbra ninguna lucha por la independencia: una tea sin ideal, un cataclismo ocioso.
Si en los últimos meses hemos asistido al resurgimiento de organizaciones reaccionarias que intentan asumir el liderazgo de la contrarrevolución y del pueblo para “liberarnos de la opresión”, el “estallido social” del 11 de julio se presenta acéfalo, no es reclamado por ningún grupo, sino que es parece producto de un “espontaneísmo” popular. ¿Por qué grupos de la reacción contrarrevolucionaria como el MSI, el 27N, el Partido del Pueblo Cubano y la Unión Patriótica de Cuba no lideran el momento político que ellos mismos vienen convocando y tratando de generar? ¿Por qué no existe un programa de demandas claras como en otras ocasiones ha sucedido (Grupo de los 30 en el 27N, huelgas de hambre de Luis Manuel Otero Alcántara, huelgas de hambre de José Daniel Ferrer)? ¿Por qué no hay un posicionamiento preciso con respecto al problema de la intervención extranjera, sino una fluctuación que va del oscurecimiento de sus motivos al entreguismo más feroz y transparente?
Al querer presentársenos los sucesos del 11 de julio como “espontáneos”, emergidos del pueblo y difundidos como enfrentamiento entre el pueblo y el gobierno —convenientemente ocultados los consabidos “Abajo la Revolución” y “Abajo Fidel”— y disueltos así los elementos ‘contrarrevolucionarios’ en una masa de “pueblo cubano”, resulta razonable pensar que el propósito no era convocar a las claras a un levantamiento social desde las tradicionales plataformas de la contrarrevolución, sino la de generar la percepción de que el pueblo —por su propia voluntad— se levantaba contra el gobierno (como puede ocurrir en cualquier otro país), retirándose de ese modo a la Revolución y el socialismo de la ecuación. Así se neutraliza el conflicto histórico de la Revolución con el imperialismo y desaparece, por artilugios discursivos, el horizonte comunista del Estado cubano, reduciéndose el asunto al conflicto gobierno-pueblo, es decir, a la vieja oposición liberal Estado-sociedad civil.
Este vaciamiento de lo político y de lo histórico, descentrados la Revolución y el socialismo, inmunizada la historia y transformada la “espontaneidad” en puro enfrentamiento gobierno-pueblo revela que en estos sucesos no es posible trazar los primeros pasos de una nueva política y mucho menos distinguir una voluntad ‘revolucionaria’ de transformación social. Por lo que el aparente vacío permeado de violencia es solo una ilusión, dado que lo ocurrido tributa a la voluntad de generar una situación de desgobierno favorable a una intervención humanitaria, o a una intervención militar preventiva del imperialismo estadounidense. De lo contrario, ¿por qué no vemos el intento de un grupo organizado para tomar el poder, y llevar adelante, en definitiva, una revolución conservadora o una contrarrevolución anticomunista y procapitalista?
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La respuesta revolucionaria no podemos centrarla en la anulación de esos sucesos reduciéndolos a actos “típicos de personas marginales”, porque esa marginación tiene una historia y es producto de bolsones de pobreza que se han formado en las continuas crisis que ha vivido el país desde el Período Especial —sumados a problemas no resueltos desde antes— y en el espacio abierto por el claro repliegue de los programas sociales de la Revolución. No podemos ampararnos en justificaciones inmovilistas y reaccionarias, sino que debemos encarnar la virtud y convencer con actos y medidas concretas de beneficio duradero de que solo el movimiento histórico revolucionario tiene por objetivo el fin de las diferencias sociales y la capacidad para lograrlo. No podemos sacar del enfrentamiento entre proyectos de nación lo sucedido hace unos días (Revolución-Reacción; Socialismo-Capitalismo; Antimperialismo-Anexión; etc.); inmunizarlo como simple manifestación anti-gubernamental es despojarlo de carácter político y de su condición de síntesis práctica de lo que la anti-revolución representa.
Las protestas tienen como base una ausencia mortal de horizonte y de deseo de utopía, son ajenas a toda ética popular emancipadora y han mostrado un despliegue de violencia destructiva sin contenido aparente cuyo saldo ha sido contribuir a la agenda de la intervención extranjera y difundir, así, un enfrentamiento pueblo-gobierno. La práctica de la anti-revolución genera un discurso que no se opone a la Revolución como proyecto histórico —lo que demandaría reconocerla— empeñado en la redención popular mediante el proyecto comunista de emancipación social, sino que la desconoce de plano, la disuelve sustrayéndola de toda actualidad y la presenta como un Estado-gobierno “normal” para poder aplicar sobre ella toda la racionalidad política del liberalismo.
La perspectiva anti-revolucionaria tiene la intención de sacar al proyecto de su propia historia para colocarlo en un genérico estado de normalidad en que no hay enfrentamiento con el imperialismo, no hay transición socialista, no hay bloqueo, ni movimiento emancipador; y que, por el contrario, al retirar toda esa sustancia indispensable para entender la Cuba actual y sus conflictos, deja en pie solamente el eje básico pueblo vs. gobierno, operación que le permite simplificar la realidad y difundirla bajo esa imagen reductiva.
Si bien la contrarrevolución se manifiesta en la oposición a la Revolución mediante el anti-comunismo, la restauración capitalista, el conservadurismo y hasta el terrorismo más brutal; la anti-revolución cubana desustancia la Revolución y su rumbo socialista para diluirla en un presunto estado de normalidad “estatal” o “republicano”. Se trata de una perspectiva que no adopta formas puras, y que ni siquiera es predominante en todos los sectores o discursos de la reacción, pero su rastro podemos seguirlo desde hace varios años si observamos con detenimiento, y en esta reciente ofensiva reaccionaria ha demostrado su latencia inequívoca.
Las protestas recientes han permitido trazar un deslinde entre tres perspectivas, posturas o puntos desde los que ejercer y pensar la reacción cubana: la contrarrevolución, la pos-revolución y la anti-revolución. Si bien su exhaustiva diferenciación precisa de un espacio que rebasa los objetivos de esta modesta aproximación, en este texto hemos querido mostrar las coordenadas discursivas y prácticas de la anti-revolución como concepto crítico que nos sirve para caracterizar una posición reaccionaria que no se opone a la Revolución ni al socialismo, toda vez que los reconoce como tales (contrarrevolución), ni niega la ausencia de una Revolución en Cuba para reafirmarse como posible salida justa a la situación “totalitaria” donde el Estado es el traidor deformado de lo que alguna vez fuera la Revolución (pos-revolución). La postura anti-revolucionaria resulta un inmunizador que desviste de política el proyecto revolucionario y lo gubernamentaliza totalmente para agotarlo en la racionalidad liberal.
En las manifestaciones del 11 de julio esta perspectiva fue privilegiada por la narración mediática, la práctica de los manifestantes y el apoyo de un grupo de artistas cubanos. La anti-revolución se levantó ante nosotros como la tercera cabeza de la hidra reaccionaria, cabeza peligrosa porque no atacaba de forma directa al proyecto o a la propia idea del socialismo, sino que dirigía su fuerza hacia la neutra “gestión gubernamental”. La anti-revolución es un gas mortal porque no adopta la forma material y directa de la reacción tradicional, pero no deja de circular dentro de ella; diferenciarla para sustraerla del campo de la reacción como meras “demandas del pueblo” es un error político e ideológico tan grave como homogeneizarla con la contrarrevolución y la pos-revolución.
La hidra reaccionaria puede tener infinitas cabezas que atacan con ferocidad desgarradora nuestro proyecto de nación; la tarea revolucionaria es crear un arma para cada cabeza, un antídoto para cada veneno, un bálsamo para cada herida sin perder de vista que el propósito no es cortar cabezas, sino sepultar para siempre la monstruosa hidra.