Mientras relata, «Thompson» hace vivir la historia del 26
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«Por estos mismos días, en años anteriores, ya no hubieses podido conversar con él, estaría demasiado ocupado», me dice Aida a través del teléfono, luego de haber convencido a su esposo de abrir un huequito para Granma en su apretada agenda de entrevistas, solicitadas incluso en medio de la situación sanitaria.
Agustín Díaz Cartaya, asaltante del cuartel Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, y compositor del Himno del 26 de julio, acordó el encuentro para unas horas después de la visita de dirigentes de la Central de Trabajadores de Cuba a él y a otros protagonistas de las acciones del 26 de julio de 1953.
Antes de comenzar a charlar, enciende el tabaco. Con su mirada centrada en el vacío –señal de que recuerda los detalles más importantes, pero también los más tristes– comienza a contar su historia, conocida por muchos con seguridad, pero aun así, conmovedora.
Thompson, como le decían en aquellos tiempos sus conocidos, entre ellos Fidel, no tuvo una niñez fácil. Supo ganarse la vida decentemente entre el béisbol, la declamación y el canto. No obstante, estaba destinado para algo trascendental. A sus 23 años de edad, cuenta con nostalgia, se unió a los jóvenes a los que luego llamarían la Generación del Centenario.
«Yo pertenecía a la célula de Marianao, donde vivía en aquel entonces. Estaba dirigida por Hugo Camejo Valdés, un líder con principios elevados que supo abrigar las ideas de José Martí de que la juventud debía ser entusiasta y osada. Considero que así fuimos», explica con orgullo, al tiempo que recuerda el estricto anonimato y compartimentación que intentaban mantener los miembros entre las células, con el propósito de proteger al movimiento revolucionario.
Antes de continuar con su relato, Díaz Cartaya cree significativo reconocer que, como Hugo Camejo, el resto de los líderes tenían lo necesario para llegar al triunfo, pues, aunque no los conocía, los preparativos de las acciones del 26 de julio en la finca Santa Elena, actual provincia de Mayabeque, demostraron la capacidad de estos para dirigir.
«Se encargaron del aprovisionamiento, los rifles y todo lo que necesitábamos para nuestra estancia allí. En todo ese tiempo, no se dio un solo caso de encarcelamiento por sospecha de estos planes, pero incluso para eso estábamos preparados», añade con un ímpetu que es muestra de su indudable admiración y respeto por aquellos que se atrevieron, como él, a desafiar a la dictadura batistiana.
A la vez que sacude el tabaco en el cenicero de madera que tiene a su lado, observa a su esposa Aida, quien sigue cada detalle de la conversación y ayuda con sus criterios. Es ahí cuando le recuerda el día en que fueron sorprendidos él y otros compañeros de su célula por la policía batistiana en el camino a la finca, justo antes de que el entrenamiento comenzara.
«Esa es una anécdota que evidencia lo que ya había mencionado. Estábamos listos hasta para enfrentar esas situaciones. Resulta que nos detuvieron bajo la sospecha de tráfico de drogas, nunca se imaginaron lo que estábamos gestando.
«Con la ayuda, más tarde de Melba Hernández como abogada y de Gildo Fleitas, además de la excusa de que íbamos a una fiesta cerca de allí, fuimos capaces de salir ilesos de aquel cuartel de Güines y retomar nuestro camino hacia las prácticas de tiro y comando que durante cinco meses aproximadamente estuvimos realizando en la finca Santa Elena», cuenta con cierta picardía reflejada en el rostro de este hombre diáfano.
AQUEL 26 INOLVIDABLE…
Thompson, a pesar de sus 90 años de edad, todavía conserva algo de aquella complexión atlética que le permitía practicar muy bien deportes y estar listo para cualquier desafío en la batalla. El tiempo no le ha arrebatado la vitalidad y, aunque ya no juega pelota como antes, la sudadera deportiva que lleva puesta muestra la añoranza por las habilidades de su juventud, gracias a las que fue capaz de salvarse y ayudar a sus compañeros de lucha en los momentos más oportunos.
«Las acciones en Bayamo estaban previstas para apoyar el asalto al Moncada. Las voladuras de los puentes con las dinamitas extraídas de una mina apoyarían ese propósito e impedirían que las tropas enemigas acudieran a ayudar a la soldadesca batistiana en Santiago de Cuba. Sin embargo, no pudieron llevarse a cabo y esto fue parte del fracaso», lamenta.
A pesar de que se disculpa porque se siente un poco disperso, el compositor del Himno del 26 de julio recuerda cada detalle de ese día revolucionario para el panorama cubano. Cuenta que en las jornadas previas todo estuvo muy tranquilo, así lo habían premeditado para no levantar sospechas. La toma del cuartel Carlos Manuel de Céspedes era una acción fundamental y él fue uno de sus más hábiles ejecutores.
«Éramos una veintena de jóvenes atrincherados en unas alambradas con palos muy complicadas de cruzar, dada la situación hostil. Yo fui la única persona que pudo pasar esa trinchera, con solo una escopeta y un revólver, que se me quedaron pronto sin municiones. Cuando logré entrar al cuartel, me percaté de que no había un solo enemigo por todo aquello», manifiesta.
Cuando se reúnen él y otros cuatro combatientes, se percatan de que los revolucionarios estaban dispersos y no había ningún otro objetivo que cumplir allí. Deciden buscar un lugar seguro. La casa contigua al cuartel escogida por Díaz Cartaya, dadas las pocas probabilidades de que los buscaran tan cerca, les sirvió de refugio.
«Cuando llegó la hora de dividirnos, Celestino Aguilera y yo decidimos tomar un tren que nos dejó en San Luis, donde nos encontramos con jóvenes que nos dieron hospitalidad para recuperar fuerzas y que colaboraron en la búsqueda de noticias sobre el hecho en Santiago», acota.
La información que les llegó no era alentadora, según relata Díaz Cartaya. «Luego de unos días decidí verificarlo todo personalmente y viajamos hasta esa ciudad. Ya en el cuartel, nos convencimos de que no había nada que hacer. Mas la esperanza de que Fidel estaba vivo, aunque incomunicado, nos mantendría a flote luego».
EL ENCIERRO, LA TORTURA, EL SILENCIO…
Ya sabía Thompson que una vez llegara a la capital debería refugiarse. Así lo hizo. Los dueños del almacén y bodega donde trabajaba aceptaron ayudarle, pero ya era demasiado tarde.
«Cuando volvía de hablar con ellos, no caminé mucho y ya me tenían bloqueados los caminos con varios carros de la policía batistiana, y tuve que rendirme. Solo me soltaron para una semana después detenerme de nuevo y ya no tenía salida. Sabía que me iban a romper los huesos, pero no sé por qué estaba seguro de que no moriría».
Con notable angustia, recuerda las crueles torturas a las que lo sometieron los esbirros de Batista y el calabozo, donde luego lo tiraron. Rememora también la censura sobre la existencia de moncadistas vivos en las cárceles y las preguntas de la prensa sobre cómo fueron posibles tantos muertos en aquel episodio.
«Es que no eran todos por bajas de guerra, eran asesinatos cometidos por los sicarios a todo aquel que le oliera a ortodoxo, o simplemente discrepara con el régimen batistiano», exclama con energía, y aprovecha para destacar que fue esa la circunstancia de su traslado hacia La Cabaña, para negar que él existía.
«Cuando salió a la luz, solicitamos todos los combatientes que allí permanecimos el cambio a la cárcel de Boniato con los demás asaltantes. Ya sabíamos que Fidel estaba incomunicado, pero vivo. Cuando llegué a esa otra prisión, ya se habían efectuado varias vistas del juicio a los asaltantes del 26 de Julio».
¡THOMPSON, PREPÁRATE PARA QUE DIRIJAS EL CORO!
Cuando le pregunto sobre la composición del Himno del 26 de julio, Díaz Cartaya insiste en la visión de líder de Fidel Castro, al pedirle que compusiera un himno para la lucha, sobre su historia y la significación del glorioso hecho que sería el asalto a los cuarteles. «El 19 de julio me hizo la petición y tres días después lo tenía listo. Una de las noches antes de partir para el Oriente, Fidel aprobó la música y la letra, luego de escucharlo, en la casa de Hugo Camejo».
Destaca también los cambios que sufrió y cómo fue grabado años después. Además, cuenta de primera mano sobre la reacción de los moncadistas ante la presencia de Fulgencio Batista en el presidio modelo. «¡Thompson, prepárate para que dirijas el coro!, me ordenó Fidel cuando advirtió la cercanía entre nosotros y el dictador. Hasta los presos comunes se la aprendieron y cantaron», narra nuestro entrevistado con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro.
Cuando todos salieron de prisión, en 1955, Díaz Cartaya no logró exiliarse en México como muchos de los revolucionarios. Esos años los pasó en la clandestinidad, en La Habana. Fue objetivo de detenciones repetidas por la policía batistiana –incluso por negro– hasta que se fue a Pinar del Río para organizar la lucha en las ciudades.
«Luego de triunfar la Revolución, continué ayudando a forjarla y seguí componiendo himnos que le dieran fuerzas», exclama.
Hoy Agustín Díaz Cartaya, autor también de la marcha de América Latina, al relatar su historia pareciera que la vive otra vez, con cada palabra que dice, con cada gesto que hace. Su esposa se ha encargado de compilar los más pequeños datos, que ayuden a perpetuar la obra de su Thompson y la de los otros jóvenes del Centenario. Mas la humildad les sobró a ambos para agradecer desde el corazón este sencillo homenaje que, sabemos, nunca será suficiente.