Siempre que se hace una historia...
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La primera vez que escuché hablar del 26 de Julio era apenas un vejigo, como decía mi abuela. Aquello para mí sonaba raro: Mon-ca-da (así tenía que aprender a dividirlo en sílabas). Unos tiros: parapapá, se veían en la pared de ese cuartel amarillo que podía ver en la foto del libro de lectura de 1er. grado. La maestra, Zenia, explicaba. Yo miraba el libro, la miraba a ella, pero me distraía la foto. Lo que no sabía es que eso que estaba en la foto ya no era un cuartel, sino una escuela como la mía.
Luego el 26 de Julio se fue convirtiendo en algo más palpable para mí: algo parecido a un sueño de unos muchachos enamorados de Martí que «no lo dejaron morir en el año de su centenario». En 6to. grado ya podía contarle a mi mamá lo que dijo Fidel en la Granjita Siboney antes del asalto, y sabía cuántos asaltantes decidieron atacar, y por qué fracasó. Sabía, además, de las dos mujeres que ayudaron a sanar a los heridos: una se llamaba Haydée; la otra, Melba.
La historia siempre fue una obsesión en mi vida. Quería saberme cada fecha, cada nombre, cada frase: por eso en el «pre» me sabía (parafraseaba) aquel autoalegato de Fidel donde, después de decir uno por uno los problemas que sumían a su pueblo, miró y dijo al juez con unos ojos bien grandotes que querían reventarse, como quien sabe que lo dicho con valentía nunca va a olvidarse: «Condenadme, no importa...». También supe de aquel joven llamado José Luis Tassende (Pepe), que miró el lente de la cámara con las piernas ensangrentadas minutos antes de ser asesinado. ¡Un joven como yo! Aquello representaba demasiado a mi edad, con tantas preguntas en la cabeza, como representaba saber que desde mi pueblo (Guayos), de mi propia calle, de la propia tierra que piso hoy, un joven llamado Remberto Abad fue allá a Santiago a pelear por lo que creía, y murió con 24 años ese día por algo más grande que su vida, por algo que tantos ahora quieren olvidar, discutiendo cuatro cositas en Facebook.
Moncada, 26 de julio, son palabras que he escuchado toda mi vida y, por tanto, se han distendido en el tiempo. Se han encumbrado. Ese día tiene un diálogo directo con nosotros, casi paranormal. «Sangra un corazón y tras su rastro, destraba la garganta». Aquello que pasó es mucho más que un acto, o un brazalete, o un spot con la voz grave que nos dice por la TV: «Todos en 26». Aquello fue cosa de hombres, de carnes, de esencias: desde ahí debe contarse. Desde la madre que perdió su único hijo. Desde la hija que quedó huérfana. Desde el silencio que quedó en la casa. Desde los ojos arrancados de Abel que su hermana resistió, hacer la historia de un ser de otro mundo, de un animal de galaxia. Desde la historia del joven que lo dejó todo: la madre, la casa, su cuarto, la novia, los libros, los estudios, la vida...
Hoy los niños recogen la mirada larga de aquellos que les encaminaron un país, y pueden usar esa misma mirada para observar el futuro. Observan seguros, mientras rebuscan en las páginas de un libro de 1er. grado, el dibujo de un cuartel.