Bayamo y el asalto que «estremeció» la historia
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Cuando un país «sangra» profusamente por los vejámenes de una dictadura despiadada, no existe otra solución posible que suturar esa herida al costo que sea necesario.
Así vivía la Cuba de 1953. Hambre, miseria, desempleo, desalojos, analfabetismo, muertes… Demasiados atropellos a la dignidad de un pueblo que sabía, de antemano, cómo sacudirse la opresión.
También lo sabía una generación de jóvenes gloriosos que en aquel año del centenario del Apóstol, y bajo la guía de Fidel, decidió quebrantar el silencio ante tantos agravios acumulados, y echar a andar «con fuego y sangre» el motor chiquito que impulsó el motor grande de la verdadera libertad.
La chispa se prendería entonces con los asaltos a los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.
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Desde que se comenzó a gestar el movimiento revolucionario contra la tiranía batistiana, como parte de la estrategia para tomar el segundo enclave militar más importante del país, ubicado en Santiago de Cuba, se decidió asaltar también el cuartel de Bayamo, sede del Escuadrón 13 de la Guardia Rural.
En esta urbe la acción era fundamental al contar con un importante centro de comunicaciones y poseer una valiosa ubicación en el acceso de los refuerzos del enemigo al Oriente del país desde Las Tunas, Holguín y Manzanillo. El enlace con estos dos últimos territorios se iba a impedir mediante la voladura de los puentes ubicados en Cauto Cristo y en la propia ciudad del Himno; una tarea encargada a mineros de Charco Redondo, en Jiguaní.
Aunque estratégica y necesaria, Bayamo atesoraba también tributos de sangre, heroísmo y sacrifico patrio que la ubicaban, aquel 26 de julio de 1953, como una de las dos plazas cardinales en Cuba para avivar, una vez más, la llama de la independencia.
No podía ser otra la ciudad escogida. La primera plaza libre; la urbe quemada antes que sumisa; la cuna de Céspedes, Perucho y Aguilera; la tierra insurrecta. Fidel no se equivocó.
En aquella mañana de la Santa Ana (de la que aún quedan muchas aristas por estudiar, e incógnitas por dilucidar), no solo se sacudiría el amanecer con disparos, sino que, además, se «estremecería» otra vez la historia nacional con el heroísmo de un puñado de hombres decididos a acabar con la ignominia y el dolor.
ACCIÓN SECRETA
Muchas jornadas de tensión, aseguramientos logísticos y preparativos tácticos antecedieron la acción del 26 de Julio en Bayamo. Desde la capital se fraguó la gesta.
Con Fidel de líder, esta era una organización donde la discreción y la disciplina constituían aspectos de estricta obediencia, unido a la necesaria filosofía de elaborar el plan del asalto en secreto. Tanto fue así, que ninguno de los 25 jóvenes seleccionados para el ataque al cuartel bayamés procedía de la ciudad, y la mayoría solo conoció los detalles de la acción unas horas antes.
Algunos testimonios vinculados a las despedidas de los bisoños revolucionarios con sus familiares dan fe de esa confidencialidad.
Antonio Darío López, uno de los sobrevivientes del 26 en Bayamo, relató, por ejemplo, lo sucedido en la casa de la madre de su compañero Mario Martínez. «(…) La señora le dijo: oye Mario, ya tengo la comida en la mesa, ¿qué esperas?, y él le contestó: enseguida vengo para acá, que voy con estos amigos allá a´lante».
Al insistirle que regresara pronto, él comentó: «La pobre, me da pena engañarla, decirle que voy a regresar dentro de un momento y mira qué viaje voy a hacer». Aquella madre nunca volvió a ver a su hijo.
En otra anécdota, Sarah Hidalgo, esposa de Hugo Camejo, contó que ella les hizo un jarro de café a los muchachos antes de partir, y tomó el recado de Luciano González, primo de Hugo, que al montar en la máquina le dijo: «Si mi señora pregunta por mí, o me llama, le dices que estoy en una zapatería en Pinar del Río». Sarah tampoco imaginó que ambos viajaban sin retorno, rumbo a la eternidad.
Divididos en cuatro grupos al mando de Raúl Martínez, Antonio (Ñico) López, Pedro Celestino y Hugo Camejo, los participantes se trasladaron hasta Bayamo, en máquinas algunos, y en tren otros.
Los primeros en llegar en horas de la tarde del 25 de julio fueron Ramiro Sánchez y Rolando San Román, a quienes se les había asignado la riesgosa misión de trasladar en el tren tres maletas con armas (eran fusiles calibre 22, escopetas calibres 12 y 16, y algunas pistolas y revólveres).
El resto del grupo llegó ese mismo día 25, un poco más tarde. Todos se alojaron en un local situado a unas calles del cuartel, conocido como Gran Casino, el cual había sido alquilado por Renato Guitart, con el pretexto de fomentar allí un negocio de pollos.
El plan marchaba sobre ruedas. Para imprimirle más seguridad, Fidel pasaría esa noche por el hospedaje, donde ultimó detalles y sincronizó su reloj con el de Raúl Martínez (líder de la acción en Bayamo). Las 5 y 15 de la mañana fue la hora pactada para asaltar simultáneamente al cuartel Moncada y al Carlos Manuel de Céspedes.
Solo un suceso cambiaría lo previsto. Elio Rosette, matancero radicado en Bayamo, y único habitante de la urbe vinculado a los asaltantes, solicitó permiso para ir a visitar a su familia y no regresó, lo que obligó a variar el plan inicial del ataque. Aun así la alborada del 26 sería de fuego y arrojo juvenil.
ASALTO, BARBARIE Y SOLIDARIDAD
Lo que sucedió durante el asalto ha sido ampliamente abordado por la historia. Falló el factor sorpresa. El combate duró apenas unos minutos, no más de 25. No hubo muertos en el enfrentamiento.
Sin embargo, poco después de la retirada, cerca del parque San Juan, Antonio Ñico López, al frente de un pequeño grupo, fulminaría de un disparo al sargento Gerónimo Suárez. Consternados, los miembros del ejército tomarían una decisión rápida y contundente: diez revolucionarios muertos por cada oficial que fuera baja.
Cruel persecución, cacería humana, torturas y muertes sin decoro fue lo que sobrevino a una decena de jóvenes que, en medio de la confusión, no pudieron recibir el abrigo de las familias bayamesas.
Las primeras víctimas serían Mario Martínez, asesinado en el cuartel, y José Testa, capturado en un ómnibus. Igual destino sufrirían Hugo Camejo y Pedro Véliz, mientras intentaban escapar por la carretera rumbo a Manzanillo. Andrés García, quien iba con ellos y, milagrosamente, sobrevivió, siendo bautizado como el «muerto vivo», apuntó: «(…) al despertar el cuadro era espantoso, mis hermanos de lucha yacían inertes, estrangulados a mi lado».
En la finca Ceja de Limones, ubicada a varios kilómetros de la ciudad, aparecerían luego los cuerpos de Pablo Agüero, Luciano Camejo, Rafael Freire y Lázaro Arroyo; en tanto, Rolando San Román y Ángel Guerra engrosarían, inexplicablemente, la lista de los fallecidos en el Moncada.
Se cumplía así la orden sanguinaria del ejército batistiano. Aquellos jóvenes, días después de los sucesos, serían declarados a la prensa, de forma hipócrita, como «caídos en combate».
A pesar de tanta barbarie, dirigida por el teniente Juan Roselló, jefe de la guarnición militar atacada, quien lució orgulloso durante tres días un uniforme ensangrentado, Bayamo enalteció su historia precedente con el gesto altruista de varias familias.
Al decir de Ludín Fonseca, historiador de la ciudad, en el territorio no existían células revolucionarias preparadas para prestar ayuda a los combatientes ante cualquier eventualidad, y aun así, sin conocerlos, muchos bayameses, a riesgo de sus propias vidas, salvaron a algunos de los jóvenes asaltantes; una hazaña que secundó a la epopeya, y en la que también se debe ahondar con mayor rigor.
Tanta proeza no fue en vano. El 26 de Julio en Bayamo, como en Santiago de Cuba, despertó a la Patria ultrajada. Marcó el camino de la soberanía. Honró a Martí… Comenzó, por fin, «con el morir, la vida».
Fuentes consultadas:
Periódicos Juventud Rebelde (2012 y 2018), y Granma (2019).
Las avanzadas del Cauto: El Asalto al Cuartel de Bayamo, de Rubén Castillo Ramos, 1981.
Entrevista a Ramiro Sánchez, asaltante al Cuartel de Bayamo.