Hijos de un pueblo heroico
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Cuando el avión aterrizó en La Habana, y detuvo sus motores, sabíamos que el pueblo nos esperaba. El pueblo no es una palabra abstracta, es nuestra familia, son nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo, son su gente sencilla y trabajadora. Estábamos nerviosos, contentos, expectantes. Los muchachos se arreglaron la bata blanca, símbolo de la solidaridad y se anudaron con torpeza la corbata, como novios para la cita definitiva. La puerta se abrió. Los restantes pasajeros, cubanos varados en Italia durante meses, aplaudieron. Solo una señora, incapaz de comprender, se atrevió a decir: «Pidan que les suban el salario». Creo que escuchó la respuesta en nuestros ojos.
Minutos más tarde pisamos la tierra sagrada de nuestros amores. No somos extraterrestres, somos los hijos de esta tierra, de su historia, de sus valores. No somos héroes –nos llena de orgullo, sí, pero nos asusta la palabra–, porque el heroísmo entraña cierta exclusividad; somos los hijos de un pueblo heroico. Por eso, aunque en otras latitudes parezca extraño, o exagerado, nuestro Presidente nos dio la bienvenida. Y las esposas, madres e hijos de estos médicos y enfermeros, en un video previamente elaborado, enarbolaron una frase enigmática para el sistema que todo lo compra y vende: «Estamos orgullosos de ustedes». Durante el recorrido hasta el lugar donde pasaremos la cuarentena, pensé en aquella fotógrafa italiana que deseaba acompañarnos para captar con su lente, y quizá, quién sabe, para entender ella misma, cómo era posible, dónde estaba el secreto, la magia de aquel recibimiento, en pleno siglo XXI, a unos simples mortales que no acababan de ganar un campeonato de fútbol, ni habían pisado la Luna. Ellos solo habían arriesgado sus vidas, para salvar la de otros.
La respuesta, espontánea, la vi en la calle. Por tramos no aparecía gente, incluso vi pasar a uno o dos indiferentes, que no se sintieron motivados a saludar. Pero en los barrios humildes, por donde la pequeña caravana se adentró, la gente se apresuraba a salir, a vitorear a los recién llegados; desde las ventanas de sus casas, o reunidos con premura en los portales, familias enteras, desde el integrante más pequeño hasta el más anciano, aplaudían con frenesí. En zonas muy pobladas, decenas de vecinos esperaron durante horas para vernos pasar. ¿Cómo podría olvidar esas escenas?, ¿cómo ignorar el compromiso que implicaban? No sabía, lo confieso, si tomar la cámara y actuar como reportero, desde la privilegiada posición del pasajero ajeno a los hechos, o dejar que las emociones colmaran mis ojos, mis sentidos, cada vez que un anciano o un joven, después de aplaudir, se tocaba repetidamente el pecho con su mano, ofreciéndonos el corazón.
Me pregunto si aquella fotógrafa, excelente profesional, hubiese sido capaz de hacer sus fotos sin derramar una lágrima. ¡Qué grande es mi pueblo! Cuánta furia siente el imperio al no poder comprar esos aplausos. Queremos una vida decorosa, próspera, en correspondencia con nuestro trabajo y nuestra entrega, en cualquiera de las profesiones. Por eso, y porque es lesivo a nuestra dignidad, condenamos el bloqueo. Pero esos aplausos infunden miedo a los egoístas, porque hablan de otro mundo posible, real. Los médicos y enfermeros cubanos son la vanguardia de ese mundo.