Fidel nos enseñó a ser Fidel
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Como nunca antes en Cuba, el concepto de equidad social adquiría un verdadero significado, y estaban las nuevas generaciones en el centro de tan alta aspiración. Sobre esa base construyó Fidel sus lazos con la juventud cubana
La historia gráfica, documental o las propias memorias contadas por varias generaciones de cubanos, hablan de una relación estrecha y especial del líder histórico de la Revolución con los jóvenes.
Desde el comienzo mismo de esta inmensa obra social era posible vislumbrar que, entre las prioridades de la nueva sociedad, estaba, precisamente, la de darle un futuro promisorio a niños, adolescentes y jóvenes, sin que mediaran en ello diferencias raciales o de clases. Lo que antes era prácticamente imposible para los nacidos en el seno de las familias más humildes se constituyó en una realidad tangible.
Como nunca antes en Cuba, el concepto de equidad social adquiría un verdadero significado, y estaban las nuevas generaciones en el centro de tan alta aspiración. Miles de retoños de la Patria salieron de los campos cubanos, de hogares de obreros e incluso de las calles, y comenzaron a tener acceso a la educación como paso primordial para su plena realización en la sociedad y a la vez, para convertirse en entes activos dentro de ella, en actores con la capacidad de aportar al desarrollo integral del país, en la misma medida en que adquirían las herramientas para ello.
Sobre esa base construyó Fidel sus lazos con la juventud cubana, y más allá de las incontables responsabilidades que llevaba cada día sobre sus hombros, siempre guardó tiempo para conversar con los estudiantes e incluso jugar con ellos algún que otro partido de básquetbol. Le gustaba escuchar sus preocupaciones, sus ideas, y los aconsejaba como solo un padre sabe hacerlo con sus hijos. Fueron muchas las ocasiones en que se le vio reír junto a los niños, colocarse orgulloso una pañoleta, recibir besos y abrazos, dejar que tiernas manitas acariciaran su barba. Así era él.
Cada vez que le habló a la juventud, fue posible descubrir en sus palabras la sinceridad acompañada de la seguridad, de confianza plena en los valores que habitaban a su audiencia. Eso lo convertía en alguien sumamente cercano y nunca dejó de serlo, ni para aquellos primeros jóvenes beneficiados por la obra de la Revolución, ni para sus descendientes, generación tras generación.
Lo cierto es que los mensajes que transmitía aquel profeta de su tiempo y de la eternidad se convirtieron en una herencia, en una plataforma inigualable para entender la realidad cambiante del mundo en que vivimos, y a cuyos convulsos procesos hemos logrado sobrevivir en gran medida por su sabiduría infinita.
Pudiera alguien preguntarse de dónde provenía ese sentimiento paternal, esa afinidad innegable. Lo cierto es que el Comandante en Jefe entendió como nadie la fuerza que vive en los jóvenes, el poder de su voluntad, su arrojo, la transparencia de sus sentimientos. Lo sabía porque fue de jóvenes la generación que puso fin a siglos de opresión bajo la fórmula de colonia primero y neocolonia después. Lo sabía porque en el fondo nunca dejó de ser aquel muchacho intrépido, fiel a sus convicciones, que se propuso junto a sus hermanos de lucha liberar un país, cambiar para bien el curso de la historia.
«Esta Revolución es la Revolución de nuestro pueblo; es la Revolución de nuestros jóvenes; es la Revolución de nuestros estudiantes. Juntos la hicimos. Juntos la defendemos. Somos la misma cosa y no podemos dejar jamás de serlo».
Y precisamente eso éramos y eso somos: la misma cosa; un pueblo unido para el que esa cohesión era tan necesaria entonces como lo es ahora. Y qué es un pueblo, qué es una nación sin sus jóvenes, también tenía el líder histórico plena claridad de ello.
«Si los jóvenes fallan, todo fallará. Es mi más profunda convicción que la juventud cubana luchará por impedirlo. Creo en ustedes».
Creía ciertamente. Por eso nunca lo preocupó su muerte, por eso siempre que alguien lo interrogó acerca de lo que sería una Cuba sin su presencia física, él respondió que el alcance de la Revolución, que sus dimensiones, iban mucho más allá de su persona, y que había bases suficientes de compromiso y voluntad, para sostener la obra iniciada por quienes no dejaron morir al Apóstol en el año de su centenario.
La razón le asistía, le asistió siempre, y los años más cercanos en el tiempo vividos por la sociedad cubana han sido la más fehaciente prueba de que no se equivocó en tal sentido, pues ha habido en sus continuadores la madurez necesaria, la capacidad, el sentido del deber, imprescindibles para asumir los retos del presente y fortalecer los cimientos del socialismo como el más justo de los sistemas en el mundo.
«¿A qué le vamos a temer?, ¿a qué le podemos temer? Dediquémonos a trabajar y veremos cómo le vamos a encontrar las soluciones, que nadie las tiene aquí, nosotros no las tenemos; pero sí tenemos la seguridad de que con ustedes las vamos a encontrar».
Y esas palabras parecen dichas hoy, en el contexto actual que vive el país. Porque su fe infinita en la creatividad juvenil, en todo lo pertinente y acertado que puede salir de los centros estudiantiles, de las universidades, de las organizaciones que agrupan a la juventud cubana se sostiene como bandera entre quienes dirigen la obra que él y sus coetáneos legaron. Al igual que ese eterno rebelde lo hizo, también existe hoy plena confianza en el futuro que se alza, que se levanta como hijo pródigo de la Patria.
Un futuro consciente, que actúa por propia decisión, que se mueve por sus saberes, por sus inquietudes y, a la vez, por un empeño mucho mayor que convoca a pensar como país, con ellos a la vanguardia de ese pensamiento colectivo. Así lo ha dicho otro joven que creció alimentado por la sabia de la historia y que ahora asume su papel ante ella con la más firme convicción de que una obra como esta merece cualquier sacrificio. Y así lo dijo Fidel:
«¿Y qué juventud queremos? ¿Queremos, acaso, una juventud que simplemente se concrete a oír y a repetir? ¡No! Queremos una juventud que piense, (...) una juventud que aprende por sí misma a ser revolucionaria, una juventud que se convenza a sí misma, una juventud que desarrolle plenamente su pensamiento».
Sobradas razones para que aun sin estar presente en carne y hueso, siga su ejemplo guiando a los más bisoños hijos de esta isla rebelde y batalladora, porque más allá de sus siempre profundas reflexiones está el ejemplo intachable, el hacer consecuente con el pensamiento, la demostración desde el actuar individual de cuánto puede hacer un ciudadano por su país, de cuánto pueden hacer todos unidos.
Por eso Fidel siempre será joven, siempre será parte de cada nueva generación, porque su espíritu se renueva en el alma de quienes aun sin haber coincidido con él en cualquiera de los espacios temporales de su fecunda existencia, lo reconocen como guía indiscutible de los revolucionarios, como profeta de las obras justas, como la voz que nunca podrá ser acallada.
Esa es la más sincera de las verdades y es por ella que cuando un niño, un adolescente, un joven exclama: ¡Yo soy Fidel!, téngase la certeza de que puede faltarle mucho aún por crecer como ser humano para llegar a esa meta, pero existe en su corazón y en su mente, la más firme convicción de conseguirlo.