Un abrazo, presagio de la victoria
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En todo el monte no hubo testigos mejores, más esbeltos ni cubanísimos, que las cinco palmas cercanas al sitio del reencuentro de los dos hermanos, del histórico abrazo y el grito triunfal.
Habían pasado 16 días desde el desembarco y 13 de la infausta sorpresa de Alegría de Pío, cuando el 18 de diciembre de 1956 marcó el final en las rutas divididas de dos de los grupos de combatientes dispersos: el de Fidel con Faustino y Universo, y el de Raúl con otros cuatro compañeros.
Hasta entonces habían sido marchas azarosas y cercadas por la muerte en cada metro. La rabia desatada por las huestes de la dictadura de Batista todavía peinaba por aire y tierra una amplia zona entre la carretera a Pilón y la costa sur, en cacería sangrienta sobre los hombres del Granma, mientras las cuentas del terror sumaban ya 21 vidas masacradas.
Para la tropa fragmentada fueron jornadas terribles de resistencia y asedio, del sol agobiante, la sed y el hambre en el día, cuando aguantaban hasta la respiración escondidos bajo la paja seca de la caña o entre arbustos escasos, incluso de marabú. Solo en la noche era posible el avance, con extremo sigilo y la inseguridad latente en el paso siguiente.
Cuando después del día 10 la Sierra asomó como una exigua sombra en el horizonte, la marcha cobró fuerzas sin menguar el cuidado. Fidel hacia el noreste, Raúl guiado por la salida del sol, en rutas paralelas que a veces llegaron a acercarse dos kilómetros.
¡Dichoso encuentro de ambos jefes con el campesinado fiel, organizado en una red de apoyo por la imprescindible Celia!
Con la ayuda de Adrián García, padre de Guillermo, Fidel tuvo el primer sosiego y reorganizó el avance, que prosiguió cruzando la carretera, escalando lomas sin descanso por casi una veintena de kilómetros, y descendiendo luego hasta la finca de Mongo Pérez, hermano de Crescencio, en Cinco Palmas.
Qué sorpresa habría sido para el jefe, aquel día 18, cuando Primitivo Pérez le mostró la cartera de piel y la licencia de conducción mexicana a nombre de Raúl, quien había contactado con el colaborador Hermes Cardero.
«¡Mi hermano! ¿Dónde está? ¿Anda armado?», exclamó sin pausa para las respuestas. La alegría no le opacó la precaución, y orientó confirmar mediante la pregunta, y el contraste de los nombres y apodos de expedicionarios extranjeros, incluido el Che.
«Si te los dice todos bien, ese es Raúl».
Al mediodía volvió Primitivo con la confirmación: eran cinco y todos armados. Esa tarde la impaciencia alargó las horas.
El encuentro nocturno y el histórico diálogo fueron inmortalizados en el diario de campaña del menor de los hermanos:
«Por fin, a la luz de la Luna, aparecieron algunos campesinos y como a las 9:00 p.m. enfilamos, precedidos por ellos cuatro. No caminamos mucho cuando se detuvo la vanguardia y emitió unos silbidos que contestaron a varios metros. Llegamos, y a la orilla de un cañaveral nos esperaban tres compañeros: Alex (Fidel), Fausto (Faustino) y Universo.
«Tras los abrazos, Fidel pregunta:
-¿Cuántos fusiles traes…?
-Cinco…
-Y dos que tengo yo, siete… ¡Ahora sí ganamos la guerra…!».
Pocas veces un abrazo significó tanto para el destino de un pueblo.
La libertad se anunció definitiva en aquel pacto de hermanos, y a los tres días se repitió con Almeida, y siguió replicándose en cada rebelde incorporado a la fila guerrillera que pronto fue columna, luego ejército, y un día primero de enero poco más de dos años después… Revolución triunfante.