Abel Santamaría: saber morir para vivir siempre
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EL ALMA DEL MOVIMIENTO
A partir de las cinco de la tarde del 25 de julio de 1953 comenzaron a llegar a Santiago de Cuba los futuros combatientes que asaltarían el cuartel Moncada, siendo recibidos por Fidel y Abel Santamaría en una casa del centro urbano de la ciudad, desde donde partirían hacia la Granjita Siboney.
A las diez en punto llegó Fidel Castro a la granja, disponiéndose al instante para hablarle a la bisoña tropa, a la que dijo, entre otras cosas: «Si vencen mañana, se hará más pronto lo que aspiró Martí; si ocurriera lo contrario el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, y de ese propio pueblo saldrán otros jóvenes dispuestos a morir por Cuba, a tomar la bandera y seguir adelante».
Abel Santamaría también arengó a los combatientes: «...es necesario que todos vayamos con fe en el triunfo nuestro mañana, pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota, porque lo que pase allí se sabrá algún día. La historia lo registrará y nuestra disposición de morir por la Patria será imitada por todos los jóvenes de Cuba, nuestro ejemplo merece el sacrificio y mitiga el dolor que podemos causarles a nuestros padres y demás seres queridos: ¡Morir por la Patria es vivir!».
Después de las palabras de Abel, los combatientes del 26 de julio se dispusieron a descansar unas horas, mientras Fidel, Abel, Raúl Castro y un reducido número de ellos sacaban las armas depositadas en el profundo pozo de la granja para distribuirlas, además de repartir los grados y organizar el número de personas que debían ir en cada máquina.
Cerca de las 3:00 a.m., tras regresar de un nuevo viaje a la ciudad, Fidel despertó a la tropa y les dijo que ya era el momento de ponerse los uniformes, pero que no se quitaran las ropas de civil; y les advirtió:
«Ya conocen ustedes el objetivo, el plan sin duda alguna es peligroso y todo el que salga conmigo debe hacerlo por su voluntad, aún están a tiempo para decidirse. De todos modos algunos tendrán que quedarse por falta de armas, los que estén determinados a ir den un paso al frente».
Todos, absolutamente todos, mostraron la decisión de marchar al peligro.
Algo sorprende a Fidel y es que todos quisieron ser sargentos, porque los sargentos serían la tropa de choque. Entonces designa los mejor entrenados y forma los grupos.
Van en 16 automóviles, en cada carro nueve soldados y un jefe; en total 158 hombres y dos mujeres.
Ya vestidos de uniformes amarillos y equipados con sus armas, el líder de la acción ordena que se alineen y les advierte que no deben matar, y si lo hacen será por última necesidad.
Luego explica que la primera acción será tomar la posta por sorpresa, una acción suicida requerida de mucha temeridad, para la cual hacían falta voluntarios.
Una vez más todos se disputan ese derecho y Fidel escoge a Pepe Suárez, Renato Guitart y Jesús Montané, entre otros.
Raúl Castro recibe la orden de posesionarse del Palacio de Justicia, ubicado a un costado del cuartel Moncada, el que por su altura es un punto estratégico de suma importancia.
Abel Santamaría tiene la encomienda de ocupar el Hospital Civil Saturnino Lora, enclavado frente a la entrada principal del Regimiento, decisión que no le agrada, por lo cual protesta ante el jefe de la acción:
«Yo no voy al hospital –le dice–, al hospital que vayan las mujeres y el médico, yo tengo que pelear si hay pelea, que otros pasen los discos y repartan las proclamas».
Fidel le riposta con energía:
«Tú tienes que ir al hospital civil, Abel, porque yo te lo ordeno; vas tú porque yo soy el jefe y tengo que ir al frente de los hombres, tú eres el segundo, yo posiblemente no voy a regresar con vida».
Ante la orden, Abel responde:
«No vamos a hacer como hizo Martí, ir tú al lugar más peligroso e inmolarte cuando más falta haces a todos».
Es entonces cuando Fidel, comprendiendo la preocupación del segundo jefe de la acción, le pone las manos sobre los hombros y persuasivo le dice:
«Yo voy al cuartel y tú vas al hospital, porque tú eres el alma de este movimiento y si yo muero tú me reemplazarás».
CONOCÍ AL HOMBRE QUE VA A CAMBIAR LOS DESTINOS DE CUBA
«Yeyé, conocí al hombre que va a cambiar los destinos de Cuba. Es Martí en persona», le dijo eufórico Abel a su hermana la mañana que conoció a Fidel Castro en el cementerio de Colón, ante la tumba de Eduardo Chibás. Y no se equivocó Abel. A partir de entonces nació una linda amistad entre ambos jóvenes, que trascendió para la historia.
Abel era la única persona que sabía con certeza en qué andaba Fidel Castro, previo a las acciones que condujeron al ataque a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.
Desde el inicio, ambos líderes convinieron en que el «grito» se diera en Oriente, porque las páginas más heroicas de la historia de Cuba se habían escrito allí, por lo cual era necesario tener hombres en aquel punto y que la discreción resultara absoluta. Solo un santiaguero, Renato Guitart, colaboró en el plan de Fidel y Abel, aunque no fue hasta la víspera del día del ataque que supo realmente cuál era el objetivo.
Ernesto Tizol, un presunto criador de pollos, alquiló una vieja residencia campestre, en el camino que conduce a la playa Siboney, a unos 15 minutos del centro urbano de Santiago de Cuba y a dos kilómetros de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra.
Al segundo mes de la estancia de Tizol en Santiago de Cuba arribó a ese lugar un supuesto colaborador, quien compartiría las labores con él: Abel Santamaría Cuadrado. Él venía acompañado de una mujer, –presuntamente su esposa– que resultó ser su hermana Haydée.
A partir de ese instante, la actividad en la finca fue febril. La explicación acordada a posibles curiosos era sencilla: se preparaban para recibir a grupos de amigos que vendrían de La Habana para participar en las fiestas los días 24, 25 y 26 de julio.
El día 24 llegó en tren la doctora Melba Hernández, mientras la mayoría de los futuros asaltantes fue a Santiago en autos u ómnibus. En total salieron de la capital 16 automóviles rumbo a Bayamo y Santiago.
SU GLORIOSA RESISTENCIA LO INMORTALIZA ANTE LA HISTORIA
Momentos antes de que los primeros autos irrumpieran en el Moncada, Abel Santamaría, el doctor Mario Muñoz Monroy, Julio Trigo, Melba Hernández, Haydée Santamaría y algunos jóvenes más, entraron en el hospital. Llevaban consigo algunas armas, el maletín facultativo del doctor Muñoz, un paquete con arengas impresas y un disco que contenía el histórico discurso del aldabonazo, el último que pronunciara Eduardo Chibás.
Abel, que iba vestido de militar, sostuvo una rápida conversación con el policía que guardaba la entrada principal del hospital, a quien explicó que no era el Ejército, sino el pueblo el que iba a ocupar el hospital.
Tan pronto estuvieron dentro de la institución sanitaria comenzaron a escucharse disparos en el cuartel, lo cual hizo pensar a Abel en que algo había fallado y que debían combatir.
Ante el fracaso, muy pronto comenzaron a llegar los primeros combatientes al Saturnino Lora en busca de protección. Tras ellos, en su persecución entraron miembros de la Policía y del Ejército.
Los revolucionarios, que se habían ocultado en las camas de los enfermos, fueron fueron delatados y uno a uno fueron sacados a culatazos y patadas. Mas, faltaban las mujeres, por lo cual el chivato insistió a los soldados de que ellas estaban en la sala de los niños.
–Esas –dijo señalando a Melba y Haydée– no son enfermeras ni madres, esas vinieron con ellos, y también aquel disfrazado de médico –indicando para el doctor Muñoz.
Mientras el doctor Muñoz y las dos mujeres marchaban del Hospital Saturnino Lora al cuartel, por la Avenida de las Enfermeras, los custodios dejaron que el médico se adelantara unos 20 pasos y gritando «¡disparen que huyen!» asesinaron al médico del Moncada.
Abel fue llevado con los demás a los calabozos, lo interrogaron y torturaron, pero de sus labios no salió una palabra que pudiera comprometer a sus compañeros, ni dar una pista sobre el Jefe del Movimiento. Le sacaron los ojos, se lo mostraron a su hermana para que hablara. Ella les respondió a los criminales que si él no había hablado ella tampoco lo haría.
Con solo 26 años, la tiranía apagó la vida de quien fue calificado por Fidel durante el juicio del Moncada como «el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante la historia de Cuba».
Una frase dicha a su hermana antes de ser asesinado encerraría su verdadera pasión por la vida: «es mejor saber morir, para vivir siempre».
Fuentes consultadas:
-Castro Fidel. La historia me absolverá. Editora Política
-Cien Horas con Fidel, conversaciones con Ignacio Ramonet, editado por la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado de la República de Cuba, Tercera edición, La Habana, 2006.
-Mencía Mario. El Grito del Moncada. Editora Política. 1986.
-Mencía, Mario. La Prisión Fecunda. Editora Política. La Habana. Cuba. 1980
-Rojas, Marta. El juicio del Moncada. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988
-Rojas, Marta. El que debe vivir, Premio Casa de las Américas 1978. Primera Edición.