La llama del Moncada
Desde que Fulgencio Batista dio el golpe de estado la madrugada del 10 de marzo de 1952, rompiendo el ritmo constitucional de la República e instaurando una sangrienta tiranía, comenzó a gestarse en Cuba la lucha revolucionaria que no terminaría hasta la mañana victoriosa del 1ro. de enero de 1959.
Ante las botas de nuevo en Columbia, la impotencia de los estudiantes incapaces de impedir el artero golpe y la subordinación traidora de los partidos políticos de oposición, parecía como si el panorama del país estuviese más negro y ensombrecido que nunca. Nada más lejos de la realidad.
De lo más humilde del pueblo, de sus clases y sectores humillados y preteridos surgiría la nueva generación de los Trejo, los Villena, los Mella que el joven abogado Fidel Castro había profetizado en su histórica denuncia ¡Revolución, no! ¡Zarpazo!, apenas días después del cuartelazo.
La chispa de donde brotaría la llama de la insurrección, sería el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, la madrugada del 26 de julio de 1953. Acción heroica que, parafraseando una frase de Fidel, sería el motor pequeño que echaría a andar el grande del pueblo.
El propio 10 de marzo de 1952, al enterarse del cuartelazo anticonstitucional, el campesino Manuel Rojo afirmaría con indignación: ¡Como mismo subió, lo bajaremos! Con 50 años cumplidos, sería el participante de mayor edad en las acciones del 26 de julio.
Y es que después de la llegada de Batista al poder, el momento era revolucionario y no político. Eso lo comprendió genialmente Fidel, como mismo supo que los actores del cambio saldrían del pueblo, de sus sectores y capas más humildes:
—Entonces, ¿contaba solamente con el pueblo?, preguntó el Fiscal en el juicio del Moncada
—Sí, con el pueblo. Yo creo en el pueblo, respondió Fidel.
Osvaldo Socarrás, el santaclareño, era un sencillo parqueador de autos en el Parque Central, ahí conocería al benjamín de los hermanos Ameijeiras, a Juan Manuel, el más joven de los futuros asaltantes, con apenas 17 años.
Juan Almeida Bosque trabajaba como albañil, y también obrero de la construcción era su amigo Armando Mestre. Giraldo Córdova Cardín practicaba boxeo. El sagüero Elpidio Sosa ejercía como cantinero. Otros eran cocineros, como los hermanos Manuel y Virgilio Gómez Reyes; algunos más, campesinos, como el propio Rojo.
Raúl Gómez García, el bien llamado Poeta de la Generación del Centenario trabajaba como maestro; Mario Muñoz ejercía como médico. Jesús Montané laboraba en la firma de autos Pontiac, como Abel Santamaría, el segundo del Movimiento; Boris Luis Santa Coloma era dirigente sindical; en tanto Fernando Chenard Piña se ganaba el sustento como fotógrafo.
Ese era el retrato de los jóvenes que poco a poco se fueron nucleando alrededor de la figura de Fidel Castro. Ninguno vinculado a la politiquería tradicional. Ninguno aspirante a otra cosa que no fuera la libertad conculcada de la Patria.
Momento clave en esos primeros meses fue el encuentro de Fidel con Abel. Conocerse el 1ro. de mayo de 1952 ante la tumba del obrero asesinado Carlos Rodríguez marcaría un hito. Al líder que ya era el abogado Fidel Castro, figura reconocida de la Ortodoxia, se uniría, a quien con razón se le llamaría el Alma del Movimiento, el más querido, generoso e intrépido de los jóvenes asaltantes: el encrucijadense Abel Santamaría Cuadrado.
“Una Revolución no se hace en un día, pero se comienza en un segundo”, había escrito Abel el 16 de marzo de 1952, cuando solo habían pasado seis días del artero “madrugonazo” de Batista.
Con Abel al lado de Fidel la naciente Revolución transitaría por cauces seguros. A su hermana Haydée, le diría eufórico: “¡Yeyé, conocí al hombre que cambiará los destinos de Cuba, se llama Fidel, y es Martí en persona!”.
Poco a poco fueron creándose las células secretas del Movimiento. Casi todas en el occidente de la Isla. El nivel de compartimentación de la información era total. Las prácticas de tiro para la futura acción se hicieron en la Universidad de La Habana y luego en fincas aledañas a la capital.
Un mes antes de los sucesos del 26 de julio, Abel parte a Santiago de Cuba para preparar la logística de la futura acción. Ni tan siquiera la hermana supo hacia donde había ido. Aparecería la Granjita Siboney, el lugar de concentración horas previas al asalto a la segunda fortaleza militar del país.
Poco a poco, el plan insurreccional de Fidel cobraba forma. Nadie aún lo sabía, pero la decisión de asaltar la segunda fortaleza militar del país estaba tomada. Sería domingo de carnaval. Y de nuevo sería Oriente, la cuna de la Revolución.
La llama inextinguible de la insurrección armada se encendería en el Moncada.