Jóvenes artemiseños: Horas antes del Moncada
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Temprano en la mañana del viernes 24 de julio de 1953, los jóvenes de Artemisa —entonces perteneciente a la provincia de Pinar del Río— que participarían en el ataque al cuartel Moncada, recibieron la orden de trasladarse a La Habana. Por esa razón, en varios hogares del reparto La Matilde y en otros barrios se dieron explicaciones un tanto extrañas para los familiares.
“A las once nos informaron que debíamos estar en la esquina de 23 y 30 en el Vedado, a las siete de la noche, llevando una muda de ropa extra. Rápidamente regresé a mi hogar para comenzar los preparativos de la partida y traté de hallar una explicación adecuada, a fin de que nadie sospechase acerca del verdadero objetivo de nuestro viaje. Alrededor de la una de la tarde salí a pasear por el pueblo “en forma despreocupada”, rememoró tiempo después Mario Lazo Pérez.
No imaginaba el pueblo artemiseño lo que el destino deparaba a sus muchachos. Muchas personas se agrupaban en las tiendas; otras estaban sentadas en el parque La Libertad —así nombrado a sabiendas de que lejos estaba el país de gozar tal derecho—, donde algunos ancianos, entre ellos viejos mambises, cuyos sueños quedaron truncados bajo la penumbra de una república neocolonial.
El golpe de Estado propinado por Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952, fue la gota que colmó la copa. En horas de la mañana de ese propio día, en la Villa Roja, trabajadores del Bar Millar, dirigidos por José Lavandera Collazo, protestaron, y los estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza, encabezados por René Rivera y Lucas Ponzoa, entre otros, tomaron la institución, se declararon en huelga y ulteriormente efectuaron una demostración. Fueron esas las primeras acciones de repulsa a aquel asalto a la legalidad.
El año 1953 sería decisivo en el auge de la lucha revolucionaria contra el tirano. La conmemoración del centenario del natalicio de José Martí, el 28 de enero, demostraría que los cubanos no aceptaban la imposición de un régimen que violaba todo lo legitimado en la Constitución. Ese día, en Artemisa, los estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza, la Juventud Ortodoxa y la Juventud Socialista, convocaron a una manifestación. A los gritos de ¡Abajo Batista! y ¡Abajo la dictadura!, recorrieron la calle Martí y llegaron ante su busto, en el parque.
“Entre los alumnos que más nos interesábamos en lo relacionado con Martí, organizamos un programa radial; así que es verdad que no teníamos la experiencia de la política interna, pero éramos patriotas. Es decir, el golpe de Estado nos hizo tener una conciencia del daño que se le hacía al país”, contó a Trabajadores Ramón Pez Ferro, uno de los participantes.
Los pretextos
Un numeroso grupo de jóvenes artemiseños tenía claro que el destino de Cuba no podía quedar en manos de un tirano, y de forma extremadamente secreta se dispusieron a enfrentarlo.
Antonio Betancourt Flores anunció a su familia que iría a Las Villas a hacer un negocio de ganado. Algunos recordarían sus palabras: “Este negocio conviene a muchos otros”. Aquel 24 de julio se levantó muy temprano y sin dar mucha argumentación “le pidió al hermano que le entregara un pantalón, un pulóver de puntos, el reloj y la cadena. A cambio le dejó la ropa de él”.
Más extraño le resultó ese día a su hermano mayor la invitación a tomar cerveza, porque Antonio no tomaba y no le gustaba que su hermano lo hiciera. Por esa fecha tenían previsto inaugurar una carnicería y, para celebrarlo, habían organizado una fiesta. Antonio no acudió “y decidieron comenzar sin él. Su hermano se sentía preocupado. Los amigos le preguntaban lo que le pasaba, pero en realidad empezó a tener un presentimiento”, pues le parecía escuchar las palabras pronunciadas tantas veces por aquel: “Esto tiene que cambiar, estoy seguro que cambiará; no es posible tanta injusticia; vendrán días buenos, muy buenos para todos, pero tenemos que luchar para que puedan llegar esos días”.
Carmelo Noa Gil andaba más de prisa que de costumbre. Llegó a la vaquería donde laboraba y pidió unos días libres, ya que iba a salir del pueblo. Precisamente en esos momentos se apareció Julito Díaz y fue a su encuentro. Nadie sospechó que la entrañable amistad existente entre ambos tenía lazos que los uniría por siempre. Salió vestido con un pantalón de mezclilla azul y camisa blanca. En un papel envolvió una muda de ropa y se despidió de su madre.
Y más pretextos
Horas antes de partir, Emilio Hernández visitó el central Andorra (luego Abraham Lincoln), distante unos cinco kilómetros de Artemisa. Antes había pedido a su mamá, Amada Cruz Hernández, que le tuviera preparado el baño “y una muda completa en un paquetico, pues cuando regrese sigo para Santiago de las Vegas”.
Contó Amada que a su regreso, a las cuatro de la tarde, se bañó y vistió, y comenzó a dar vueltas por la sala, hasta que metió una mano en un bolsillo del pantalón, extrajo dos monedas estadounidenses de 25 centavos, y le indicó: “Guárdalas que yo sé que te gustan mucho”. Se despidió con un abrazo, pero al llegar a la puerta se detuvo, la miró como nunca antes lo había hecho, y alzando la voz de forma no acostumbrada, le dijo: “Cuando las madres tienen tantos hijos machos en el mundo, tienen que tener un poco más de valor”.
Las ausencias del hogar para las prácticas de tiro y reuniones de la célula le ocasionaron a Flores Betancourt más de un disgusto conyugal. En los últimos meses él, que acostumbraba a estar temprano en su casa, empezó a llegar tarde y a su esposa Carito le asaltaron los celos. Hasta pensó que había otra mujer en su camino. Esa preocupación se la hizo saber a Rosa, su suegra, quien defendía la nobleza de su hijo. “¡Él está enamorado de ti, no lo dudes!”, le decía a la joven que en su vientre llevaba el primer fruto de sus amores. Él, con dolor, soportó los reclamos sin decir nada que pudiera delatar las actividades en las que estaba involucrado.
Refieren que el 22 de julio hubo una conversación entre Rosa, Carito y Flores, acerca del bebé que iba a nacer, y expresó, en dos ocasiones: “¡Quién sabe el que lo criará!”, a lo cual la madre ripostó: “¿Quién va a ser?, los mismos que los criamos a ustedes”. El viernes 24 él le dijo a la esposa que iba a San José de las Lajas, a casa de una tía, y no volvieron a verlo.
Gregorio Careaga anticipó a su pequeño hijo Tony: “Voy al campo por unos días, para que en el futuro a ti no te falte nada”. Tiempo después, su hermana Caridad recordaría que le extrañó su excusa para no asistir a su boda, a celebrarse el 7 de septiembre de 1953. “No tengo zapatos”, le argumentó, lo cual le resultó sospechoso porque horas antes se había comprado un par nuevo. Ella refirió que en cierta ocasión él le había afirmado “que por lo único que daría la vida era por la libertad de Cuba”.
“Mira, te traigo esto para que el domingo me hagas un arroz con pollo y natilla, que yo vengo temprano a almorzar. Hoy tengo que irme para La Habana a una reunión política”, comentó Guillermo Granados a su esposa, Iraida Moreno —sobrina de Gregorio Careaga—, en la mañana del 24, y le entregó dos pollos. Además, le pidió que le sacara una guayabera nunca antes usada, y le preparara una muda que llevaría por si le hacía falta. Ella, sorprendida, le preguntaba detalles de aquella reunión, y por qué necesitaba una ropa adicional.
Cuando él, de forma tierna, se acercó a su hijo Guillermito, de 11 meses, y le dio un beso en la mejilla, la esposa trocó la suspicacia por preocupación, mucho más cuando le pidió: “Cuídalo bien, para si yo muero, te quede otro Guillermo que haga por ti…”.
Al poco rato llegó a la casa Gregorio Careaga, a buscarlo para partir. Antes de salir, el hombre, sin poder evitarlo, volvió a besar a su hijo, y a ella le acarició el rostro, la besó y le reiteró que regresaría el domingo. Unas tras otras se repitieron las historias. La familia había identificado en Rigoberto Corcho su sentido de justicia y su aversión al régimen batistiano.
Una noche, al llegar muy contento, se sentó a conversar con su mamá y hermanos. Les mostró un obsequio y les comentó: “¿A que no saben quién me dio este tabaco? ¿No te imaginas, viejita?, fue Fidel, el dirigente de la ortodoxia”, y dejó entrever la admiración que sentía por aquel hombre en quien tanto confiaba: “Mamá, un día lo voy a traer a casa y te lo voy a presentar, para que veas qué hombre tan bueno es”, le prometió.
El 24, recibida la orden de movilización, no quiso almorzar. A nadie le llamó la atención que se afeitara y se pusiera la guayabera, porque otras veces, por su condición de viajante, lo hacía. Explicó a la madre que iba a “conocer una nueva línea de ventas en Santa Clara y estaría tres días ausente”. No obstante, hubo un detalle diferente: momentos antes de salir se acercó a su hermana Edelma, quien se encontraba enferma, y le dio su reloj de pulsera. Ella se opuso, ¡cómo iba a salir sin reloj, si a él le gustaba tanto! Pero Rigoberto insistió: “Para que sepas la hora en que tienes que tomar las medicinas”.
La madre de Ismael Ricondo se preparaba para, al día siguiente, ir a hacerse un drenaje, debido a un padecimiento hepático. Siempre era Ismael el encargado de llevarla. Minutos antes el joven se le había acercado y besado con la misma ternura de siempre, pero con una preocupación visible en la mirada le dijo: “Mima, me voy con Ciro a Varadero en su máquina. Al regresar iré con él a Matanzas. Así que no llegaré aquí hasta el domingo”.
La madre encontró muy normal la preocupación del hijo querido y trató de tranquilizarlo, con respecto a su viaje al médico. Le preguntó si iba a comer, a lo cual él contestó: “No, mima, voy a comer en casa de Ciro”, y se apresuró a vestirse con su pantalón carmelita, la guayabera blanca y los zapatos negros. Su mamá le ayudó a preparar la ropa, que envolvió después en un paquete. Todo era natural. Ciro Redondo era el compañero inseparable de su hijo desde que este ingresó para estudiar teneduría de libros en la Academia Pitman.
Su imagen permaneció intacta en la mente de su hermana María Luisa. Cariñoso, alegre, joven, así partió de su casa y así quedó en su memoria. “Ismael, a quien le decíamos Bolo, y Gelasio Martínez, a quien nombrábamos Nené, siempre andaban juntos. El viernes 24, Nené, mi novio, me dijo que le diera una camisa, porque iba a la playa. Me dio su cadena para evitar que se le perdiera, pero el anillo de compromiso no. Este no lo vi más, se quedó por Santiago.
“El día antes, Ismael me pidió que le arreglara un pantalón, pues debía cogerle de largo, y le planchara la guayabera. El 24 se bañó y le dijo a mi hermano Pedro que lo llevara hasta la carretera, porque nosotros vivíamos lejos. El sábado Nené no apareció; el domingo, tampoco”.
Para la familia de Marcos Martí, las ideas revolucionarias de su hijo estaban bastante claras. Tiempo después de los sucesos del Moncada el padre recordó un hecho ocurrido el 28 de enero de 1953, en el cual estuvo involucrado su vástago. En esa fecha, en el barrio de Mojanga, un grupo de batistianos pretendía hacer un acto con marcada intención politiquera. Cuando Marcos lo supo se encolerizó y expresó: “¡En una fecha como esta cómo se atreven a invocar el nombre de Martí!”. De inmediato se dispuso a impedirlo, y junto a un amigo, con un madero y un machete, se atravesó en el camino para impedirle el paso a la comitiva que iba en una guagua.
En la tarde de su último día en Artemisa le pidió a la madre que preparara la comida, pues tenía que ir a trabajar en el almacén de víveres Carvajal, situado a medio kilómetro del pueblo, en el cual había comenzado hacía solo unas semanas. De allí muchas veces salía con José Suárez, Pepe, y Severino Rosell, para las prácticas de tiro.
Muy amigo de Ciro Redondo, Ramiro Valdés y Mario Lazo, Tomás Álvarez Breto también se había sumado al Movimiento. El día de la partida, su hijo de tres años, Sergio, estaba enfermo, así lo recordó Gilda, en ese entonces próxima a cumplir los seis años.
“Cuando se iba él le dijo a mi abuela: ‘Conseguí otro trabajo en La Habana, y me van a pagar mejor. Si se me da eso, tú y mis hijos no van a pasar tantas necesidades’”, contó Gilda, quien añadió:
“Yo lloraba y lloraba porque quería una muñeca. Papá se acostó para que le hiciera cosquillistas en los pies, a él le gustaba mucho eso, y me dijo: ‘Te voy a ir a comprar una muñeca. Mañana yo te traigo una muñeca’. Eso no se me olvidó, fueron las últimas palabras que le escuché”.
La partida
Muchos fueron los pretextos ideados por aquellos jóvenes que dos días después participarían en el asalto al cuartel Moncada. Pero los 30 —dos desistieron en el camino— que el 24 de julio partieron rumbo a La Habana, tenían muy claro que iban a cumplir la misión de sus vidas.
“Nos citaron para que cada cual se reuniera donde le indicaban. Yo lo hice solo en la ruta 35”, dijo Ramón Pez Ferro en entrevista para este órgano. En su testimonio Recuerdos del Moncada, Mario Lazo contó que alrededor de las cuatro y treinta de la tarde llegaron los primeros de su grupo a la terminal —se refiere a Rosendo Menéndez y Tomás Álvarez Breto y él— y “observamos que aún faltaban Emilio Hernández y Rigoberto Corcho. Entonces decidimos hacer tiempo tomando café (…) La espera no fue larga (…)”.
Para muchos fue su último día en Artemisa. En el recorrido por la Carretera Central, bajo la sombra de los laureles que todavía perduran a ambos lados de la vía, los muchachos miraron con añoranza el paisaje. Eran el amor a la patria chica y la devoción por la patria grande, los que los llevarían a convertirse en mártires o héroes de la nación.
Bibliografía – Entrevistas realizadas por las autoras a combatientes, familiares y amigos de los mártires. – Mario Lazo Pérez: Recuerdos del Moncada, Editora Política, La Habana, 1987, y Artemisa: uno de sus mártires, Departamento de Orientación Revolucionaria del CCPCC, La Habana, 1973. – Síntesis biográficas facilitadas por Daniel Suárez Rodríguez, presidente de la UNHIC de la provincia de Artemisa.