Las alturas de un Comandante en Jefe
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El saldo de la huelga general del 9 de abril de 1958 había sido demasiado costoso. Tantas vidas combatientes truncadas a lo largo del país en la fecha de la movilización imponían la revisión inmediata de las causas del fracaso, adecuar la estrategia y sobre todo, despejar la sombra de un derrotismo que podía ser aún más caro en el año decisivo que transcurría.
A la luz de los patriotas insurgentes, solo el Ejército Revolucionario en la Sierra Maestra libraba una batalla ordenada y progresiva contra las huestes de la tiranía, y había la necesidad de que todas las fuerzas tomaran ese cauce.
Con pensamiento preciso, el líder de las acciones guerrilleras en el macizo oriental ya tenía la certeza de los fallos. Sabía las correcciones urgentes que reclamaba la estrategia de lucha, más integral y coordinada; pero antes de tomar cartas, Fidel Castro fue el primero en dar un «corrientazo» de optimismo a los combatientes del llano: «Tengo la más firme esperanza de que en menos de lo que muchos son capaces de imaginar, habremos convertido la derrota en victoria», escribió a clandestinos de La Habana en los días siguientes.
A la par que conducía las escaramuzas de su tropa, dedicó tiempo a perfilar su análisis del suceso, y antes del mes transcurrido convocó a la cordillera a los distintos jefes del Movimiento 26 de Julio para dejar claro qué había pasado y lo que desde entonces debía ser.
El sitio escogido para la reunión, realizada el 3 de mayo, fue el bohío humilde de la familia Mompié, que coronaba una de las cumbres más intrincadas del firme del lomerío oriental, ventajosa para la defensa de sus accesos.
Al encuentro con Fidel acudieron Haydée Santamaría, Vilma Espín, Celia Sánchez, René Ramos Latour (jefe de las milicias en el llano), Faustino Pérez, (coordinador del Movimiento en La Habana), Enzo Infante y David Salvador Manso, entonces jefe de la sección obrera (luego traicionó la Revolución), mientras como invitados estuvieron Ernesto Guevara, Antonio Torres Chedebeau, Luis Buch y Marcelo Fernández.
No hubo un minuto perdido y a criterio del Che, la palabra de Fidel, su juicio altamente crítico y profundo, impusieron el liderazgo natural de su figura convincente y preclara.
«La reunión fue tensa, dado que había que juzgar la actuación de los compañeros del Llano, que hasta ese momento, en la práctica, habían conducido los asuntos del 26 de Julio. En esa reunión se tomaron decisiones en las que primó la autoridad moral de Fidel, su indiscutible prestigio y el convencimiento de la mayoría de los revolucionarios allí presentes de los errores de apreciación cometidos», apuntó en su libro Pasajes de la guerra revolucionaria.
Los argumentos debatidos señalaron con el dedo los errores de hombres valiosos en la organización de la huelga, hombres de talla probada que crecieron más en la actitud humilde y responsable asumida ante la crítica.
Sobre Ramos Latour y Faustino Pérez, por ejemplo, pesó la imprevisión de la capacidad real de las milicias del llano, y específicamente en la capital, para sostener una huelga de tal magnitud. Al cabo, hubo varios movimientos de cargos, y estos dos hombres, luego de entregar sus responsabilidades, se incorporaron a la guerrilla con rango de comandante y brillaron en su arrojo, al punto de caer en combate uno de ellos poco después: René, el Comandante Daniel.
Entre los hitos memorables de esta reunión resalta el consenso en que la matriz de la guerra contra la tiranía debía ser la lucha armada directa, dirigida tanto en lo militar como en lo político por el alto mando de la guerrilla, sin desestimar en modo alguno la movilización obrera como golpe de gracia en el momento oportuno.
La historia de los acontecimientos demostraría las razones con que el jefe verde olivo consideró el nuevo camino: primero de resistencia a la ofensiva militar –envalentonadas por el fracaso de la huelga, las huestes batistianas lanzaron contra la Sierra lo mejor de sus fuerzas en la llamada Operación Fase Final o Fin de Fidel–, luego pasar al contraataque, llevar la guerra en columnas al resto del país, y en el punto de estertores del gobierno levantar en huelga al pueblo.
A tono con la reestructuración, también la dirección nacional del Movimiento fue cambiada por un Ejecutivo emplazado en la cordillera, con una delegación en Santiago para atender el resto de la Isla.
Otro suceso en materia de nominaciones trascendió en las jornadas de Mompié: el hasta entonces llamado Ejército Revolucionario del Movimiento 26 de Julio pasó a nombrarse Ejército Rebelde; pues ya no sería el brazo armado exclusivo de aquella organización, sino de todas las que movían esfuerzos por la libertad de Cuba, y de todas las personas decididas a ingresar en él.
Al término de la cita, la conducción elocuente, previsora, crítica y resolutiva del dirigente guerrillero en la reunión, puso el «punto de sal» a lo que hacía mucho tiempo era un hecho en términos de autoridad moral: Fidel fue nombrado Comandante en Jefe de todas las fuerzas revolucionarias.
En mayo de 1958, el joven líder tenía todos los méritos para tal condición. Con los ejemplos suficientes del Moncada, de la prisión fecunda, de la epopeya del Granma y de la consolidación de un ejército probado en los rigores de la cordillera, la vida nómada y el fuego de mil batallas, bastaba para disponer con voz de mando supremo; pero este de Mompié fue el momento correcto.
Desde entonces, a la altura geográfica que ubica el lugar exacto del encuentro legendario, se elevó también la estatura de todos sus legados: la unidad como pilar incorruptible de la Revolución, el espíritu crítico y autocrítico como base de la corrección, la fe permanente en la victoria, y especialmente, la condición de Fidel como eterno Comandante en Jefe de los cubanos, desde el hito de Mompié hasta su presencia actual en otra dimensión.