Macho, un hijo de la Patria
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Rosario Bosque, Charo, no solo dio a luz a Juan Almeida, sino que nutrió su espíritu con hermosas lecciones, contribuyó a la formación de su carácter y siguió paso a paso el crecimiento de su condición humana. Granma rinde tributo a la memoria de Almeida con la publicación de dos fragmentos de Los padres de un hijo de la Patria, en los que Charo retrata la personalidad de su hijo.
Cuando Juan nació, vivíamos en la calle de Dolores, en una casita que habíamos alquilado entre tres hermanas; diez pesos pagábamos cada una al mes. Entonces se me presentó el parto. Se apareció la comadrona de la Casa de Socorros y al verme dijo: “Hay que llevarte urgente al hospital; la criatura viene atravesada”.
Corrimos para el Calixto García. Comprobaron que lo que había dicho la comadrona se ajustaba a la verdad. Una enfermera me explicó: “En casos como este, hay que operar. Cálmese que un médico la va a atender enseguida”.
Yo me asusté. Nunca tuve necesidad de operarme. Ni siquiera vi un salón de operaciones. El médico, muy amable, me consultó, me tomó el pulso, hizo que sacara la lengua y me puso un termómetro bajo el brazo. “Usted es una mujer fuerte y saludable. No le va a pasar nada”. Y se fue a preparar la operación.
Cerca de allí comenzaron a sacar hierros de un paño verde. Unas pinzas que daban miedo. Si a eso le unes el olor a los hospitales, ese tufo a desinfectante que te llega hasta la coronilla, comprenderá que estaba al borde del desmayo. Hasta se me olvidaron los dolores.
Cuando aquello, para ayudar a los médicos, estaban las parteras. Unas enfermeras que sabían muchísimo de paritorios. A una de ellas, que se llamaba Manuela, una mulata achinada, la tomé por la mano: “Por su madre, yo no me quiero operar, haga algo antes de que regrese el médico”.
Con una sonrisa de oreja a oreja, respondió a mi pedido: “Muchacha, vamos a ver qué puedo hacer por ti. Pero tienes que poner de tu parte”.
¿La fecha? 17 de febrero de 1927. Juan fue el segundo de mis hijos. Primero está Teresa; y después de Juan, Eva, Juana, Mercedes, Julio y Regla. Con ellos nos mudamos a Poey. Estando en el reparto tuve a Rubén, Petra, Eugenio, Irene y Charito para completar la docena.
Cuando Juan nació, Teresa era muy chiquita y estaba aprendiendo a hablar. Al verlo, repetía: “Machito, mama, machito, mama”. Por eso se le quedó en la familia el apodo de Macho.
No es por nada, pero de todos mis hijos el que me salió más soñador fue Macho. Aunque también es el que quizás tenga los pies mejor plantados en la tierra. Eso no tengo que decirlo. Ahí está su vida: pie en tierra con Fidel y la Revolución.
A él no le gusta que hablemos mucho de lo que representa para nosotros. Me dijo que quería que habláramos de nosotros, de los trabajos que pasamos, de lo duro que fue vivir en una época como la nuestra, de las historias de Juanito y de las mías.
¿Pero cómo vamos a dejar su vida por un lado y tomar la nuestra por el otro? ¿De qué manera le puedo responder a esa pregunta que me hace sobre el carácter del revolucionario y Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque?
Desde jovencito, diría que desde niño, le dio por la poesía. Hace poco le recordé la que se armaba en casa cuando se ponía a recitar en voz baja, como si estuviera rezando, hasta en el baño. Sus hermanos pensaban que Macho estaba en las nubes.
Leía mucho a ese poeta famoso que ahora no me acuerdo y muchos libros y muchas cosas. Y después se iba con dos o tres amigos hasta la calle Sexta; se sentaban, hacían tertulia, hablaban de libros y política. Sabían de esto y de lo otro.
Yo creo que así se fue haciendo comunista, aunque pienso que llevaba el comunismo en la sangre. Le dolía todo lo mal hecho. Le peleaba porque veía el peligro a que todo aquello lo llevaría. “Oye, Macho, mi papá decía que uno no puede arreglar el mundo solo y los negros menos que nadie, porque los negros solo sirven de escalera para que los blancos suban”. Él me respondía: “Usted siempre con lo mismo. Usted no sabe nada ni la cabeza de un guanajo”.
Lo decía riéndose, porque nunca me ha faltado el respeto. Creo que me respondía de esa forma, un tanto jocosa, para que no me preocupara por él. …
Me asusté muchísimo el día que me dijo: “Hay que hacer algo, y si no es posible y al cumplir los veinticinco años no cambia la situación, usted me verá colgado de la mata aquella”.
Juan tenía su carácter. La Revolución, los cargos, las responsabilidades y las enseñanzas de Fidel lo han hecho todavía más firme y más maduro. Actúa rápido pero piensa lo que hace. Y comparte ese pensamiento con los demás. Siempre es el hijo, pero a veces puede ser como un padre o un maestro con nosotros.
De jovencito era más tajante. Tenía novias muy bonitas, y yo le decía: “Muchacho, cásate”. Me tomaba por los hombros y para que solo lo escuchara yo, me replicaba en voz baja: “No hay que apurarse. Si es para pasar los trabajos que usted y papá han pasado, es mejor que no me case. Hasta que yo no esté en una buena situación, no me caso con nadie”.
Él me presentaba a las novias, pero hubo una que llegó hasta la casa y se presentó sola. Cuando Macho se enteró, se peleó con ella. No le dio explicación ni a mí tampoco. Solo me dijo: “O se hacen bien las cosas, o no se hacen”.
La música era algo que también llevaba muy por dentro. Como la lleva ahora. Por dentro y por fuera. No es porque sea mi hijo, pero Juan hace unas canciones muy bellas, con muchos sentimientos. Aunque también se le ocurren unas muy divertidas, de esas que la gente baila y no se pone a pensar si son del comandante.
A mí me hubiera gustado bailar con esas canciones, pero ya no bailo. En realidad dejé de bailar hace mucho tiempo, porque como Juanito no sabe, yo no iba a bailar sola. Si le preguntan a Juanito, dirá que es el bárbaro de las pistas. Delante de mí, no. ¿Verdad, Juanito? ¿Te acuerdas del día en que me dijiste que no estaba bien que la novia de uno baile con otro? Ahora se ríe, como diciendo que son inventos míos. Pero él sí se acuerda. ¿No es verdad?
Macho, después de todo, es un romántico. Sus canciones de amor me aprietan el pecho, las oigo una y otra vez, primero para emocionarme y luego para tratar de adivinar en qué o en quién estaba pensando él cuando se inspiró. Las veces que le he preguntado, esquiva el bulto. No le gusta revelar los secretos de las cosas íntimas.
Cuando vivíamos en Poey, él tenía una de esas libretas grandes de tapa gris. Ahí escribía los poemas y las canciones. Después del Moncada nos hicieron un registro. Vino un comandante del SIM y puso la casa patas arriba. Mezclaron los papeles de Juanito y los de Macho, no sabían cuáles pertenecían a cada uno. Papeles que no decían nada que les interesara a los agentes. Facturas, recibos, recortes de periódico.
Entonces uno de los guardias le dijo al comandante del SIM: “Mire lo que encontré”. Y le mostró la libreta grande de Macho, junto a un libro de poesía de Rafael de León. El comandante puso el hocico de este tamaño: “Compadre, busque propaganda comunista y no esa comemierdería, si eso de Rafael de León es de como hace cincuenta años”.
Siguieron revolviendo y nada. Cuando se cansaron, el comandante salió para el pasillo, con la libreta en la mano, para hablar conmigo: “Señora, ¿y este es el hijo de usted que fue a atacar el Moncada?”.
Yo no quise afirmar ni negar. Simplemente le contesté: “Bueno, si usted lo dice…”. El comandante meneó la cabeza y siguió diciendo: “Oiga, señora, este jovencito escribe como un prodigio. ¿Cómo, con esas ideas tan lindas, fue a matar soldados a Santiago?”.
Ahí me molesté y alcé la voz: “Él no es un asesino. Si fue a Santiago, como usted dice, sería por un ideal”. El comandante me dejó por incorregible. Antes de marcharse, me dijo: “Señora, señora, si su hijo se salva, oblíguelo a escribir poesía y que no se meta en política. En la poesía tiene futuro”. …
Usted ha hecho que Juanito hable más de la cuenta. Le ha exprimido la memoria. Aquí todos dicen que la que habla soy yo. Y si me dejan hablar, hasta por los codos me salen las palabras. Es que me encanta conversar, usted sabe.
Macho siempre está al tanto de nosotros. Mejor, hay que mandarlo a buscar. Y no lo encuentra. Salvo sus hermanos, claro está, pues yo digo que todos mis hijos se merecen mi amor y de todos he recibido el mayor amor del mundo. No me puedo quejar.
Por Macho he conocido a muchos de los que están al frente de la Revolución y del Partido. Sentí mucho la muerte de Celia. Es como si se me hubiera muerto una hermana. A Macho le dolió muchísimo, y a Juanito también. Ella era manzanillera como él. Celia ha sido el ángel más grande que ha tenido este país. Una vez, al principio de la Revolución, me mandó a buscar a Cojímar y me regaló unas figuras de madera, de lo más bonitas, que yo guardo para siempre.
¿Fidel? Las veces que he estado frente a él me entra una calambrina, un ahogo, un no sé qué… Se me traban las palabras. Es tan, pero tan grande y, tan, pero tan inteligente. Habla con tanta fuerza que yo me pongo chiquita, pero muy chiquita y no le puedo decir nada.
Con Raúl es diferente. Será porque él acostumbra a jaranear conmigo y me busca las cosquillas, y le dice a Vilma que tiene una novia mulata y un montón de disparates. Por el cargo, Raúl tiene que ser duro, firme, tiene que exigir y mandar. Pero cuando se le trata de tú a tú, una descubre que en el pecho lleva un corazón de oro. ¡Y cómo quiere y cuida a Fidel!
¿Algo más sobre Macho? Ya le dije que a él no le gusta que lo estén alabando. La familia, menos. Creo que le enseñamos a ser como es, lo mismo que mi padre hizo conmigo. Él me repetía que hay que aprender a dar sin pensar en recibir. Pobre, pero honrado. Y que por la vida hay que andar con la frente bien alta y el alma limpia. Ese es un principio de toda nuestra familia.
Alguien me dijo una vez: “Señora, usted debe sentirse muy orgullosa de ser la madre de Almeida”. Yo le respondí: “Sí, estoy muy orgullosa. Pero también estoy orgullosa de mis doce hijos. Lo que sucede es que el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque no es solo hijo mío. Hace rato que pasó a ser un hijo de la Patria”.
No lo dije por decir. Estoy convencida de eso.