Las fuerzas para seguir
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Aunque este poblado de la Amazonía venezolana no es el más distante de la ciudad de Puerto Ayacucho, capital estadual, actualmente sí es el más intrincado de las seis cabeceras municipales situadas en plena selva.
Un accidente reciente y una pista arenosa que complica el aterrizaje de los aviones pequeños que componen la flota del Grupo Nueve, creada por el Gobierno Bolivariano para cubrir una ruta social gratuita y de asistencia emergente a las comunidades indígenas de la vasta zona, hacen de Maroa el territorio de más difícil acceso, incluidas la entrada y salida de los colaboradores cubanos de la salud.
Para llegar allí debe cubrirse el tramo aéreo más largo sobre la jungla, de Puerto Ayacucho a San Carlos de Río Negro, y desde allí entonces viajar (a la velocidad estándar y sin contratiempos de una lancha con motor de 40 caballos de fuerza) unas cuatro horas al norte, en contra de la corriente fluvial que por todo el trayecto divide a Venezuela y Colombia.
La expedición que ha permitido narrar estas historias, realizó exactamente el recorrido; aunque con unos cuantos atrasos entre maniobras aéreas de aterrizaje, el choque de la lancha contra una piedra de río, el radiólogo que a nado salvó un bote cargado de medicinas y personas… incidentes que sirvieron para dejar bien claro los riesgos de aventura que corren, sin retractarse, los médicos, enfermeros y técnicos cubanos de la salud, en su empeño de llevar la atención a donde necesite el pueblo venezolano.
Así llegamos en plena noche a Maroa, a sabiendas de que en el bote navegaba Cuba en diferentes maneras: médicos nacionales graduados en la Isla, dos pacientes curados por galenos antillanos, y un timonel que solo al final del viaje habló de la gratuidad del servicio que ofrece, “porque a mi hijo le operaron sus piernas en La Habana”.
Por la hora y los varios episodios de valentía, incondicionalidad y gratitud vividos durante el día, no parecía que hubiera más emociones para aquella jornada, cuando por fin tres luces de linterna indicaron al lanchero el punto exacto de atraque en un poblado completamente a oscuras.
“Desde diciembre aquí no hay luz”, dijo un muchacho que por la voz y la silueta de su fisonomía, se anunciaba joven.
Fue el primero en acercarse a la borda y empezar a desmontar la carga de medicinas y el balón de gas para la cocina.
“Excelente. Ya lo que queda es nada. Pensé que volveríamos al monte a buscar leña”.
El “estibador” se llama Abel Pérez, de 31 años, y lleva más de año y medio en el asentamiento ribereño, al frente de unos colegas tan bisoños como él, quienes a base de conocimiento y práctica, mantienen la vitalidad asistencial del Centro de Diagnóstico Integral (CDI) que atiende el casco principal y una amplia región de comunidades indígenas dispersas.
Los destellos de las linternas y las voces que fueron incorporándose a la microoperación portuaria, descubrieron que el grupo entero había venido al muelle. “Esto siempre es un acontecimiento: recibir a alguno de los nuestros y ayudarlos con las cargas. Lástima que no haya venido comida. La jugada está apretadita”, apunta la enfermera Elizabeth Valenciano, una camagüeyana delgada, pero presta a cargar cualquier cosa.
Como en San Carlos de Río Negro, estos de Maroa traen a rastras algunas sillas de ruedas que les permiten llevar las cajas de medicinas. Todas las manos hacen falta, y mientras el grupo avanza van presentándose en sus nombres: Abdalis Estrella Vázquez y José Luis Zambrano, doctores de Manzanillo; Leonardo Lavigne, estadístico santiaguero; los enfermeros Ileana Pavó y Dianik Méndez, de La Isla y Jagüey Grande; Aleannis Carrión, médico de Guamá, en Santiago…
El único que no habló es el más alto y fuerte. Va al final, cargando él solo el balón de gas sobre un hombro. Debe ser por el esfuerzo, pero Alina Gamboa, una guantanamera activa, a cargo del laboratorio y la farmacia a la vez, lo delata: “Parece que habla poco pero es un chivador, y si el tema es la comida o los jueguitos de computadora, hay que mandarlo a callar. Se llama Juan Ramón Bisset, y es un fisiatra habanero. ¿No se le nota?”.
Maroa en la noche y sin corriente parece un pueblo fantasma. Por las siluetas de sus casas, la plaza, las calles de hormigón, se adivinan ciertos aires de urbanidad; sin embargo no podrá saberse sino hasta el amanecer.
Todo es completamente negro, pero al doblar una esquina, en torno a lo que asemeja la torre de la iglesia principal, aparece de pronto un lugar iluminado con lámparas fluorescentes, cristalerías en la entrada, un grupo nutrido de personas en sus corredores y un ronquido sordo de un motor.
“Es la planta del CDI. A esta hora es lo único que tiene corriente en todo el pueblo. La encendemos a las siete, hasta la medianoche, según la cantidad de combustible”, se anticipa a la pregunta Abel, el joven intensivista tunero, jefe del grupo cubano.
“Las personas ya están acostumbradas al horario. Vienen a recargar sus teléfonos y hablar, si hubiera cobertura, a ver algo de televisión y a refrescarse algo en el aire central, porque el calor, como ya puede comprobar, es asfixiante”.
A la luz de la primera lámpara en el cuerpo de guardia, aparecen los rostros lozanos de los que eran, hasta entonces, solo voces y siluetas. La satisfacción es grande y el orgullo se multiplica, cuando el recién llegado descubre de pronto, todos a la vez, aquella juventud conmovedora, justo allí, en medio de la selva, en el lugar más intrincado de Venezuela. En todos los ojos brilla lo jovial de la edad, y en las pieles el sudor. La caminata en pendiente desde el río y el esfuerzo de la carga duplican el calor excesivo del ambiente que se ve en las camisas y las blusas empapadas.
Pero en el pantalón verde de Abel, en la bata de Aleannis, en los zapatos incluso de Elizabeth, hay otras manchas más oscuras que el sudor.
“Ah, ¿eso?, puro líquido amniótico. La lancha llegó justo en el momento que acabábamos un parto, complicadito, por cierto”, explica Abel.
“Pero ya le dije. Cada persona que llega, si es cubano, es un acontecimiento. Siempre hay algo que cargar y bajamos todos. Por una parte para ayudar, claro; por otra… la nostalgia. Tan lejos y tanto tiempo se dice fácil, pero no lo es”, afirma, a la par de un llanto fuerte que al fondo del pasillo revela la presencia de una vida nueva, nacida hace una hora.
“¿Ve? Ese es el resultado. Son las cosas que reconfortan y nos dan una fuerza adicional para seguir”.