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Ahora sí

Data: 

24/12/2006

Fonte: 

Revista Bohemia

Autore: 

CUÁNTO puede resistir un ser humano. De qué material debe estar hecho para aguantar la piel rajada, los pies rotos, el hambre, la sed, la depauperación física más tremenda y, sin embargo, seguir el camino elegido por su conciencia. Cuánto pesan el espíritu, la tenacidad, el deber. Si alguna vez en la historia de Cuba se puso a prueba aquella moraleja de que la fe mueve montañas, o al menos las ayuda a subir, fue en aquellas semanas posteriores a la sorpresa de Alegría de Pío.

Todos, los 79 sobrevivientes, divididos en 28 pequeños grupos, 13 de ellos completamente solos, padecieron una difícil agonía. Tan o más duro quizás que el agotamiento, las fiebres o las heridas, fue no saber si los amigos, los hermanos, los compañeros, estaban vivos o muertos; si Fidel Alejandro, inspirador y jefe, había escapado a la encerrona. Y a la par, enfrentar la irritación interna, el dolor, por haber sufrido aquel golpe apenas llegando, sin haber comenzado la lucha por ganar la Patria, como se habían jurado a sí mismos y a los tantos asesinados por la tiranía.

Perseguidos con saña por el ejército de Batista, traicionados algunos por personas a quienes pidieron ayuda, ultimados a mansalva otros, la mayoría mantuvo una dignidad que 50 años después sigue sobrecogiendo.

Sacrificio

Tras el 5 de diciembre, la soldadesca refuerza el cerco para poner a los expedicionarios de espaldas al mar, con el propósito de obligarlos a rendirse por inanición, pues el sur de la actual provincia de Granma era una zona inhóspita, de “diente de perro” y peligrosos farallones verticales, donde escaseaban agua y comida. Las tropas patrullan interminablemente los campos de caña, el monte; establecen una red de emboscadas y prosiguen con los bombardeos.

Del grupo más numeroso, formado por 14 combatientes, serán los primeros mártires. A orillas del río Toro, Luis Arcos Bernes y Armando Mestre son sorprendidos.  

Maniatados los conducen hasta un cuartel provisional del Ejército en Alegría de Pío, donde ya esperan los combatientes Félix Elmuza, Andrés Luján y Jimmy Hirzel, que luego de la dispersión habían marchado por otro rumbo. Sin demasiados miramientos, el 9 de diciembre sus cuerpos sin vida son arrojados a la puerta del cementerio de Niquero frente a la mirada atónita de los vecinos.

En el lugar conocido como Boca del Toro había tenido lugar el día 8 otro de los tantos crímenes cometidos en esos días por los militares. Luego de caminar al sur, rumbo al mar, José Smith Comas, Miguel Cabañas, Tomás David Royo, Cándido González, Antonio Ñico López, Jesús Reyes y Mario Hidalgo se tropiezan con la casa del siniestro Manolo Capitán.

La deshidratación ya hace estragos. Incluso han bebido agua salada. La resistencia de Cándido González, afectado en los pulmones por palizas recibidas cuando aún estaba en México, comienza a quebrarse, por lo que no toman demasiadas precauciones.

Capitán, compinche de los guardias, da el chivatazo y los expedicionarios son sorprendidos. Sería apenas su primera delación. Cabañas y Smith caen heridos y luego son rematados por el teniente Laurent, del Servicio de Inteligencia Naval, quien también ultima a Ñico López y David Royo. Cándido, escondido entre la hierba, es visto por un marinero y muerto de inmediato. A la intemperie, en la playa dejan los cadáveres con todo desprecio.

Solo se salvan Hidalgo y Jesús Reyes. El primero, gracias a la entereza del comandante de la marina Juarrero, quien se enfrenta a Laurent. El segundo, porque logra dar aviso a su familia y emprender viaje hacia La Habana en enero, ayudado por los campesinos de la zona.

Pero la playa de Boca del Toro no ha terminado todavía de recibir sangre joven. El campesino Orestes Domenech, oculto entre los matorrales, es testigo espantado de la masacre de Raúl Suárez, René Reiné y Noelio Capote, a quienes disparan por la espalda. El culpable: otra vez Manolo Capitán, a cuya vivienda también habían ido a pedir cobijo los tres revolucionarios.

Y hay más. Después de dejar a Emilio Albentosa, herido en el cuello, en casa del campesino Urbano Hernández para que el hermano de este le consiga un médico, René Bedia, Eduardo Reyes y Ernesto Fernández llegan la noche del 8 de diciembre a un pequeño ojo de agua situado en el lugar en Pozo Empalado.

Apostados en un platanal aledaño, 20 casquitos esperan para soltar su descarga mortal. Bedia y Eduardo caen. Ernesto se salva porque un instante antes de los tiros se agacha a beber, aunque luego casi pierde la vida al caer por un farallón. Escondido en una cueva por el campesino Baldomero Cedeño, el 11 de diciembre se encontrará con el grupo que lidera Raúl y podrá avisarles de otra emboscada, de la que difícilmente hubieran podido escapar.

El día 15 de diciembre las autoridades militares deciden levantar el cerco, con la seguridad que solo quedan algunos pocos expedicionarios desperdigados cuya captura o muerte es cuestión de poco tiempo. El ciclo del terror no se detiene.

Ese mismo día, el campesino Ignacio Fonseca se tropieza con un hombre con el uniforme hecho jirones y los labios agrietados. Es Juan Manuel Márquez, quien ha peregrinado solo, hacia el norte. El propio Fonseca lo delata a un sargento de apellido Moreno, que lo toma prisionero. ¿A qué tú viniste?, le preguntará. “A defender una causa”, responde Márquez, sencilla, pero firmemente.

Luego lo vuelve a interrogar el capitán Caridad Fernández, jefe de la Capitanía de la Guardia Rural en Manzanillo, asesino también del expedicionario Miguel Saavedra. Finalmente, en una guardarraya de la finca La Norma, el segundo jefe de la expedición es golpeado salvajemente y dado por muerto. En la noche, cuando la canalla regresa a enterrarlo, se percata de que aún está con vida y lo rematan con dos disparos a la cabeza.  

La dimensión del asedio montado contra los revolucionarios explica el gozo de Arthur Gardner, embajador de los Estados Unidos en Cuba, al enterarse del desembarco. Con un vaso de scocht en la mano y frente a los jefes de estaciones de la CIA en América Latina, quienes celebraban en ese momento su reunión anual en la Isla, Gardner se jacta: “Esos jóvenes están locos. No saben que jamás en la historia se ha podido hacer una revolución contra un ejército y si esas fuerzas armadas cuentan con el respaldo de los Estados Unidos, como lo tienen, es más que imposible”. Luego propondría un brindis por la muerte de Fidel Castro. Se iba a coger... las manos con la puerta.

Lo mismo le sucederá al gerente de la agencia de prensa UPI en Cuba, Francis L. Mac Carthy, quien informado del hecho lo da a conocer del Movimiento 26 de Julio en Santiago de Cuba desmiente la falacia poco después y el 18 de diciembre, mientras Fidel se está encontrando con el grupo de Raúl, ya cercano a la Sierra Maestra, el periódico Norte difunde la verdad. El líder del Movimiento 26 de Julio está vivo y la rebelión en marcha.

Pacto

Rumbo sureste y con sus armas al ristre, Juan Almeida, Ernesto Che Guevara, Rafael Chao y Reynaldo Benítez se alejan de Alegría de Pío. Sin comida, mareados por la carencia de agua y atenazados por el calor y los mosquitos, rastrean la costa durante cuatro días buscando con desespero algo para beber. Allí, al abrigo de una cueva, hacen un pacto: luchar hasta la muerte.

El día 9 viven un momento de alegría. En un rancho descubren a Camilo Cienfuegos, Pancho González y Pablo Hurtado, también armados. En las horas que siguen, el agotamiento hace germinar todo tipo de ideas para poder obtener agua dulce. Llegan incluso a recoger algo de líquido de pequeños charcos de aguas semipútridas con el inhalador del Che.

Así, cuando el 10 de diciembre avistan una casa al norte casi corren a su puerta. Pero el Che, con su ojo avizor, da el alerta, pues la vivienda le parece demasiado buena. Es el rancho deI Manolo Capitán. Por suerte, al inspeccionar, descubren a los soldados y pueden pasar inadvertidos.

Tres días más tarde son acogidos en una casa campesina, en Loma de Repino. Allí se enteran de los asesinatos y se alimentan bien por primera vez. Pero después de tanto andar con el estómago vacío, la comida les cae mal. El Che deja testimonio: “La pequeña casa en que estábamos pronto se convertía en un infierno: Almeida iniciaba el fuego de la diarrea y luego ocho intestinos desagradecidos demostraban su ingratitud, envenenando aquel pequeño recinto; algunos llegaban a vomitar. Pablo Hurtado agotado por los días de marcha, de cansancio, de mareo, de hambre y sed acumuladas, no podía levantarse”.

El no saber nada del destino que ha corrido Fidel inquieta más que todo a la pequeña columna. En su libro ¡Atención! ¡Recuento! Almeida revela sus pensamientos de entonces: “Sin su presencia, solos en este medio desconocido, ¿cómo será nuestro andar?, ¿cuál será nuestro futuro? Ya no escucho ni veo nada de lo que allí ocurre”.

Por suerte, después de algunos sustos a causa de un aviso al Ejército, logran reunirse con Guillermo García, quien, con Crescencio Pérez, es uno de los puntales de la red de apoyo a la expedición preparada por Celia Sánchez. Allí, anota el Che en su diario: “Se confirma la presencia de Alejandro”.

Guillermo se impresiona con la determinación de Almeida. En la BOHEMIA editada el 3 de diciembre de 1976 a raíz de conmemorarse el aniversario 20 del desembarco del Granma, quedó su testimonio. “... hablamos largamente, y por último les pregunté cuáles eran sus deseos. Almeida me contestó serenamente: ‘Encontrar a Fidel, reunimos con él y seguir nuestra lucha revolucionaria’, y me dio una tarjeta de identificación para que se la entregara cuando lo viera Eso me impresionó, pues había hablado con muchos que lo que querían era llegar a la ciudad para ayudar a través de sus contactos a los que no habían sido capturados. Ninguno había tenido la actitud de Almeida. Tanto me impresionó, que puedo decir que precisamente en ese momento tomé conciencia de la importancia de mi tarea: estaba pasando de la fase de rescate y salvación de la vida de esos hombres a una superior reunirlos para continuar la lucha”.

Pasados unos días el grupo de Almeida emprenderá el ascenso hacia la finca de Mongo Pérez, en Purial de Vicana,. donde se encontrarán con Fidel el 21.

Insomnio

“... esto es emocionante, peligroso y triste!”, escribe Raúl Castro en su diario 24 horas después de la atomización de la columna. El insomnio lo ataca. No puede dejar de pensar en su hermano, en sus compañeros. “Ojalá se salven ellos por lo menos y puedan seguir la lucha hasta el triunfo de nuestra CAUSA.” No sabe que Fidel pernocta a unos cientos de metros.

Junto con Raúl, marchan Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, René y Armando Rodríguez y César Gómez, todos armados. Astutamente, el grupo hace campamento dentro del monte y decide esperar hasta el día 10 de diciembre. El 11 toman rumbo este, por una ruta paralela a la de Fidel, como se sabrá después, siempre en disposición combativa.
En el camino César Gómez vacila y decide entregarse, pero el hecho no amilana al resto. Ese será el día del encuentro con Ernesto Fernández en la loma del Blanquizal y del primer contacto con los campesinos, cuyos nombres, como escribe Raúl “los tendremos grabados toda la vida en el corazón”.

Aunque entonces saben del asesinato de sus compañeros, llegan también noticias alentadoras. Primero hay referencias imprecisas de que Fidel puede estar vivo. Luego son informados con certeza de que Guillermo García lo pudo sacar para la Sierra. Se cumple el adagio de que cuando más negra es la noche comienza a amanecer.

Raúl solicita de inmediato un práctico para él ir al encuentro del hermano, mas al no aparecer este, la tropa parte sola. Se entienden la angustia, el deseo. Después de 13 días de incertidumbre no cabe otro modo de actuar.

Las montañas se les resisten y vuelven a sentir el picor del hambre. Comen lo que aparece: frijoles, maíz crudo, pero al final la naturaleza se pliega frente a la voluntad de estos hombres y el día 18 se presentan muy cerca de Purial de Vicana en la casa de Hermes Cardero, a quien Raúl entrega su licencia de conducción mexicana como identificación, después de sostener con aquel una larga conversación que le hace sentir que es confiable.

Un rato más tarde tiene lugar un curioso interrogatorio. Siguiendo instrucciones de Fidel, Primitivo y Ornar Pérez inquieren sobre quiénes son los extranjeros que vinieron en la columna para confirmar la identidad de Raúl. Después de pasar la prueba Primitivo anuncia: “Bueno, pues déjeme decirle que Fidel está aquí, cerca de ustedes”. Como locos todos se abrazaron, según testimonio del propio Primitivo. Falta poco para el encuentro.

“Usted es de los grandes”

Con dos fusiles, cien balas uno y 40 el otro, Fidel y Universo Sánchez escapan al bombardeo por pura suerte Incluso, un día después de Alegría de Pío, con Faustino ya incorporado ai tríada, son descubiertos otra vez n la aviación dentro de los campos d caña y otra vez se salvan de milagro.

Enterrados en la paja intentan des pistar al enemigo y dormir algo. Para impedir que lo cojan vivo si los sorprenden, Fidel se coloca el fusil  bajo la barbilla y solo entonces concilia el sueño. Así pernoctan durante cuatro o cinco días; en silencio, mientras se mueven despacio de cañaveral en cañaveral, alimentándose únicamente de canutos y bebiendo el rocío fugaz de las hojas, hasta que dejan atrás la zona de mayor peligro.

Ya llevan siete días sin comer ni tomar agua cuando alcanzan la casa de Daniel Hidalgo y Cota Coello, quienes los alimentan y les enseñan unos volantes tirados por los soldados con nombres de compañeros detenidos o muertos. “Sentí todo el peso de aquel oscurecer sobre mí mismo”, confesará luego Faustino Pérez en el libro Días de combate.
Pero el tiempo para el duelo es escaso. Con un guía arriban a la loma de la Yerba y entran en contacto con los hermanos Rubén y Walterio Tejeda, también miembros de la red de recepción.

El encuentro con el padre de Guillermo García es símbolo de la perspicacia de los campesinos cubanos. Cuenta Faustino: “El padre de Guillermo miraba a Fidel (a quien llamábamos Alejandro) con interés. El viejo dijo no saber leer, pero que cuando murió Maceo, un soldado español que no lo conocía, al ver la estrella gritó: Aquí cayó uno grande’. Y a mí me parece que usted es de los grandes”. A partir de ese momento la voz de que Fidel está vivo se riega veloz.

El 16 de diciembre llegan al fin a la finca de Mongo Pérez, hermano de Crescencio, en Puñal de Vicana. Con la guía de Guillermo García han cruzado la peligrosa carretera de Niquero a Pilón y recorrido luego 40 kilómetros para llegar hasta el sitio que marcará el verdadero inicio de la batalla por Cuba, un pequeño campo de caña aledaño a la casa de Mongo, entre unas palmas nuevas, conocido precisamente con el nombre de Cinco Palmas.

De aquellos días Guillermo García ha dejado un revelador testimonio: “Nunca me habían sometido a un interrogatorio tan largo y profundo: qué hombres había contactado, dónde se encontraban y la seguridad que tenían. Al informarle (...) me preguntó: ‘¿Y a Raúl no lo has encontrado? ¿Tú crees que haya muerto?’ (...) Entonces me habló con mucho sentimiento sobre su hermano. Se refirió también a lo difícil que había sido el desembarco; a la sorpresa y al fracaso de Alegría de Pío, así como a la experiencia que había dejado. Reflexionó sobre el cansancio de los expedicionarios, de la necesidad que tiene el hombre de imponerse a la fatiga y elevar la voluntad por encima de todo, tal como hicieron los mambises en la lucha por la independencia de Cuba. (...) Con mucha claridad me explicó lo que representaría la Revolución para los campesinos; que habría que convencerlos de que sería una guerra larga, pero con un triunfo indiscutible, y que esta lucha los sacaría de la miseria, del analfabetismo, de la opresión de la Guardia Rural y de todos los males que padecíamos en ese momento (...) Por primera vez en mi vida había sostenido una conversación tan profunda y esclarecedora sobre nuestra situación en el campo, y cuál sería el futuro del campesinado cubano. Para mí era muy fácil entenderlo. (...) Luego me puso el brazo por los hombros y mientras caminaba de un lugar a otro, dijo: ‘Si hacemos las cosas bien hechas, ¿tú sabes que hemos ganado la guerra?’. Lo miré y también miré a Faustino y a Universo, y mientras apreciaba el estado de depauperación física en que se encontraban, me dije: ‘Este hombre está loco’”.

La historia que sigue es más conocida pero vale recordarla. En la noche del 18 de diciembre de 1956 se abrazan los hermanos. “¿Cuántos fusiles traes?”, pregunta Fidel. “Cinco”, responde Raúl. “¡Y dos que tengo yo son siete! ¡Ahora sí ganamos la guerra!” Son apenas ocho hombres, a los que se unirán unos días más tarde otros sobrevivientes, hasta llegar a 20, pero la historia les va a dar la razón.

El verdadero soldado revolucionario, como bien conceptualizó Fidel en el vigésimo aniversario del Granma, durante el resumen de una maniobra conmemorativa, consiste en dos cosas: el alma y el arma. El Manifiesto del 8 de agosto de 1955 proclamaba: “Tercos son los que creen que un movimiento revolucionario vale por la cantidad de millones a su alcance y no por la cantidad de razón, idealismo, decisión y decoro de sus combatientes”. La historia de la odisea hasta Cinco Palmas prueba esta idea. En este caso, Penélope, la que esperaba, es la Patria.

Mucho se ha hablado de la casualidad, del azar, en el hecho de que Fidel y Raúl no solo conservaran ambos la vida sino que con la mirada fija en la Sierra Maestra, tomaran rumbo al este por caminos paralelos.
Y está claro que la voluble dama fortuna les sonrió a ambos en aquellas horas aciagas. Pero ese pensamiento común de no sentirse derrotados, de no abandonar, de no entregarse nunca, no tiene nada de fortuito.

Tanto Fidel como Raúl, junto a los otros iniciadores de esta gesta, comprendieron que el camino de los pueblos no es fácil, que para conquistar lo que se anhela es preciso pagar una cuota importante de sacrificio, pero que los hombres que perseveran, triunfan. Esa convicción signa la continuidad en el liderazgo de la Revolución Cubana.