La elocuencia en "La Historia me absolverá"
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El primer acto de Fidel Castro contra el golpe de estado de Batista el 10 de marzo de 1952, fue un acto jurídico. En escrito dirigido al Tribunal de Urgencia de La Habana, solo dos semanas después, denunciaba la traición perpetrada y, basándose en el articulado correspondiente del Código de Defensa Social, afirmaba que Batista había "incurrido en delitos cuya sanción lo hace acreedor a más de 100 años de cárcel". Saliéndole al paso a la tesis acomodaticia del hecho como generador de Derecho, precisaba: "Sin una concepción nueva del Estado, de la sociedad y del ordenamiento jurídico, basados en hondos principios históricos y filosóficos, no habrá revolución generadora del Derecho". Es esta verdad, por su lado positivo, la que se hará patente en La historia me absolverá, discurso que parece anunciado, como por un prólogo, en las siguientes palabras de la denuncia a Batista:
“Si frente a esa serie de delitos flagrantes y confesos de traición y sedición no se le juzga y castiga, ¿cómo podrá después ese tribunal juzgar a un ciudadano cualquiera por sedición o rebeldía contra ese régimen ilegal producto de la traición impune?”
A la fuerza bruta se oponía el Derecho, violado por "un senador de la República" que, como tal, debía fidelidad a la Constitución y a las leyes; pero esa denuncia no era una mera "actitud" teórica sino un "acto" efectivo porque, al pedir el castigo merecido, establecía el fundamento legal de la futura rebelión armada contra un hecho que no generaba ningún derecho y que constituía "una realidad trágica, absurda, sin lógica, sin normas, sin sentido, sin gloria ni decoro, sin justicia". Cada uno de estos calificativos correspondía a todo el proceso de la seudorrepública posmachadista; incluso en algunos de ellos —"realidad... absurda... sin sentido"— resonaba el vacío testimoniado por cierta literatura de los últimos años de ese proceso. Lo que empezaba a fundamentarse en aquella denuncia era una nueva "lógica" histórica y ética. Pero esa nueva lógica exigía una ruptura y un nuevo comienzo que a su vez reanudara, actualizándolas, las tradiciones de "gloria" del 68, el 95 y el 30.
Tres días antes del asalto al cuartel Moncada, en el Manifiesto de su nombre, se invoca "el espíritu nacional" que se levanta como don autóctono y radical, en genuina irrupción martiana, "desde lo más recóndito del alma de los hombres libres" para "proseguir la revolución inacabada que iniciara Céspedes en 1868, continuó Martí en 1895, y actualizaron Guiteras y Chibás en la época republicana": la Revolución, se insiste, "de Céspedes, de Agramonte… de Maceo... de Martí... de Mella y de Guiteras, de Trejo y de Chibás". La tesis que ya vimos consagrada en el Manifiesto de Montecristi, de "un nuevo período de guerra" dentro de una sola Revolución desarrollada en etapas sucesivas, resplandece en este documento juvenil, gallardamente redactado por el poeta Raúl Gómez García, "en acuerdo y orden de Fidel" y en nombre de la Generación del Centenario:
“El Centenario Martiano culmina un ciclo histórico que ha marcado progresos y retrocesos paulatinos en los órdenes político y moral de la República: la lucha viril por la libertad e independencia; la contienda cívica entre los cubanos para alcanzar la estabilidad política y económica; el proceso funesto de la intervención extranjera; las dictaduras de 1929-33 y de 1934-44; la lucha incansable de los héroes y mártires por una Cuba mejor. [...]
“Por defender esos derechos, por levantar esa bandera, por conquistar esa idea, en tierra tienen puestas las rodillas la juventud presente, juventud del Centenario, pináculo histórico de la Revolución Cubana, época de sacrificio y grandeza martiana.”
Grandeza y sacrificio: he aquí las palabras justas. En medio del escepticismo general, aquellos jóvenes se habían hecho la pregunta de Martínez Villena —"¿qué hago yo aquí, donde no hay nada grande que hacer?"—2 y se disponían a darle una respuesta histórica. Su grandeza no estaría solo en la hazaña, por el momento trunca, y en la forma como arrostraron la represión, la tortura y la muerte (o la vida, los que sobrevivieron), sino también en los principios de moralidad revolucionaria, esencialmente martianos, con que se lanzaron a la lucha. "La Revolución declara que no persigue odio ni sangre inútil", dice el Manifiesto del Moncada, y añade: "La Revolución declara su amor y su confianza en la virtud, el honor y el decoro del hombre", afirmando de entrada su respeto a los militares pundonorosos. Los hechos demostrarían, en el combate del Moncada y en la posterior campaña de la Sierra Maestra, que estos principios, enraizados en la tradición cubana y tanto más admirables si se considera la enorme desproporción de fuerzas y los métodos brutales de la tiranía, no eran simple retórica.
No podían serlo, porque se formulaban de cara a la muerte heroica, la gran enseriadora y trasmutadora de la vida. Así lo testifica sobrecogedoramente Haydée Santamaría, cuando evoca la noche anterior al asalto, reunidos en la granjita Siboney los conspiradores, de los cuales más de la mitad perecerían: "Aquella noche me impresionó, porque no sabía qué iba a pasar, pero sabía que sería algo grande. No sabía si vería más el sol de mi patria, que solamente por eso merece la pena vivir, pero sabía que si no lo veía, era grande también."
"Lo grande", inseparable del sacrificio, estaba ya al alcance de sus manos; tocaban la poesía, la encarnaban; la inminencia de la muerte heroica les permitía llegar al tuétano de la vida:
Aquella noche fue la noche de la vida, porque queríamos ver, sentir, mirar todo lo que ya tal vez nunca más miraríamos, ni sentiríamos, ni veríamos. Todo se hace más hermoso cuando se piensa que después no se va a tener. Salíamos al patio, y la luna era más grande y más brillante; las estrellas eran más grandes, más relucientes; las palmas, más altas y más verdes.
Así como en el 68 y en el 95 indicamos la creación de una nueva geografía moral, en este instante la naturaleza, mirada con los ojos de una eticidad que desafiaba a la muerte, adquiría todo su esplendor; y así como en Heredia observábamos el descubrimiento de la justicia desde la belleza, esta noche se producía la intuición de la belleza del mundo desde la justicia: "Todo lo encontrábamos tan bello, que hasta unos taburetes de los que dos o tres días antes nos reíamos porque no servían, en aquellos momentos antes de partir, ¡qué hermosos eran!"
Pero las cosas y la naturaleza no eran bellas por sí mismas, sino por el hombre que las hermoseaba al acercarse a la batalla justa y al sacrificio; por eso la muchacha que estaba allí de testigo escogido –y que con Melba Hernández participaría en el ataque–3 advertía el carácter precioso de los rostros de sus compañeros, lámparas de aquella noche:
Las caras de nuestros compañeros eran las caras de algo que tal vez no veríamos más y que tendríamos toda la vida...
Miraba a Abel y me confortaba pensar que tal vez no le vería más, pero no tendría la necesidad porque yo tampoco viviría. Pero de todas maneras lo miraba. Mirábamos a Fidel, y sí había algo que nos decía que sí viviría, que él sería tal vez el único que viviría; porque tenía que vivir. Y lo mirábamos pensando que si no lo veríamos más, cómo podríamos dejar de mirarlo un minuto.
La naturaleza y el hombre, la belleza y el bien, se fundían en esta mirada que en aquel umbral del peligro y de la muerte tuvo la dicha de ver "toda la belleza que había en la naturaleza, que había en el ser humano". Y aquella madrugada el poeta Raúl Gómez García dijo un poema ("Ya estamos en combate / por defender la idea de todos los que han muerto...") que recordaba las palabras indelebles de Martí: "la muerte da jefes, la muerte da lecciones y ejemplos, la muerte nos lleva el dedo por sobre el libro de la vida: ¡así, de esos enlaces continuos invisibles, se va tejiendo el alma de la patria!" Y el alma de la patria habló por la voz de Abel Santamaría, de los héroes el más sereno y el más sabio, maestro ante la muerte, vislumbrador del futuro: "vayamos con fe en el triunfo, pero si el destino es adverso estamos obligados a ser valientes en la derrota porque lo que pase allí se sabrá algún día y nuestra disposición de morir por la Patria será imitada"; y se cantó el himno; y Fidel dijo unas últimas palabras a los combatientes, con fe inquebrantable:
Compañeros: podrán vencer dentro de unas horas o ser vencidos, pero de todas maneras, ¡óiganlo bien, compañeros!, de todas maneras este movimiento triunfará. Si vencen, se hará más pronto lo que aspiró Martí. Si ocurriera lo contrario, el gesto servirá de ejemplo al pueblo de Cuba, para tomar la bandera y seguir adelante. El pueblo nos respaldará en Oriente y en toda la Isla. ¡Jóvenes del Centenario del Apóstol, como en el 68 y en el 95, aquí en Oriente damos el primer grito de Libertad o Muerte!
Organizado en tres secciones –una al mando de Abel Santamaría, desde el hospital "Saturnino Lora"; otra al mando de Raúl Castro, desde el Palacio de Justicia; y otra al mando de Fidel, para atacar directamente la fortaleza–, el asalto al Moncada fracasó por causas imprevisibles, como también el que simultáneamente se realizara contra el cuartel de Bayamo. Pero, ¿fue aquello realmente un fracaso, a pesar de la bestial matanza represiva que se desató en Santiago y sus alrededores, a pesar del apresamiento de Fidel y de Raúl y otros sobrevivientes? Como dijera Abel a Haydée con genial previsión –cuando, ya disparada la última bala, se disponía a cumplir su última orden, la de "saber morir"–: "Si Fidel ha podido hacer esto sin un 26 de julio, ahora teniendo un 26 de julio, ¿qué no será capaz de hacer?" Y la propia Haydée, que después de la belleza total vivió el horror total de la represión, comparando más tarde aquella experiencia con el parto de su hijo Abel, lo dijo insuperablemente: "Cuando ocurren dolores así, se maldice, se grita y se llora; ¿y por qué se tienen fuerzas para no llorar y maldecir cuando hay dolores? En aquellos momentos se me reveló qué era el Moncada." Había sido, en efecto, un parto sangriento, "la llegada de algo grandioso". Fidel ahora tenía un 26 de Julio y con esa enorme, desgarrada y creadora fuerza nueva se proyectaría sobre el futuro de Cuba en forma irresistible.
Esa fuerza es la que vibra en la elocuencia de La historia me absolverá, discurso pronunciado en una salita de la Escuela de enfermeras del Hospital Civil, ante el tribunal que pretendía juzgarlo y cuyo único acierto fue calificar aquel juicio –sin saber en realidad por qué– como "el más trascendental de la historia republicana". Era, sin embargo, un juicio a puertas cerradas y fuertemente custodiado, lo que hizo decir a Fidel dirigiéndose a los "señores magistrados": "No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayoneta calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa." Y refiriéndose a la imposibilidad en que se vio de consultar ningún libro para su defensa, añadía: "De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? [...] ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos." Y por eso era aquel juicio "trascendental", porque en él se juzgaba –más que "la simple libertad de un individuo"– "el derecho de los hombres a ser libres". Pero esa cuestión eterna –como eterno es "el problema de la justicia", y así lo advierte Fidel a sus jueces– no se mantiene en el topos uranos de los principios y los arquetipos. En el centro del discurso aparecen las cosas concretas por las que hay que luchar, el contenido objetivo de la libertad y la justicia realizables dentro de las perspectivas de la Constitución de 1940 y a partir de Cuba en 1953.
Lo primero que se precisa, contra la corriente retórica de toda la seudorrepública, es la noción de "pueblo" en un párrafo muy conocido (el que empieza: "Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata..."), en el que se enumera, con breves caracterizaciones resumidoras de su situación socioeconómica, a los seiscientos mil desempleados, los quinientos mil obreros del campo, los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros, los cien mil agricultores pequeños, los treinta mil maestros y profesores, los veinte mil pequeños comerciantes, los diez mil profesionales jóvenes, que constituyen la levadura del pueblo "que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje". Enseguida se sintetiza el contenido de las cinco leyes revolucionarias "que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada, y que, partiendo de la Constitución restituida, prepararían el terreno para llevar a cabo la reforma agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización del trust eléctrico y el trust telefónico. No en vano el Manifiesto del Moncada, después de declarar que la Revolución "reconoce y se orienta en los ideales de Martí, contenidos en sus discursos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano y en el Manifiesto de Montecristi", declara también que "hace suyos los Programas Revolucionarios de la Joven Cuba, ABC Radical y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo)". Especialmente en el de la Joven Cuba de Guiteras –quien, como vimos, fue el primero en acometer la nacionalización del trust eléctrico en 1933– se afirmaba: "para que la ordenación orgánica de Cuba en Nación alcance estabilidad, precisa que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del Socialismo. Mientras, Cuba estará abierta a la voracidad del imperialismo financiero."
En La historia me absolverá no se habla de socialismo, pero cuando hoy releemos el análisis que allí se hace de los seis problemas fundamentales del país –"el problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo"– comprendemos que solo un cambio de estructuras hacia el socialismo, cosa que era posible iniciar a partir de los principios sociales básicos (como, por ejemplo, la proscripción del latifundio) establecidos en la Constitución del 40, podía afrontar seriamente las primeras etapas en la solución de tales problemas. Lo que Fidel planteaba, sin embargo, no era una fórmula teórica, sino una serie de pasos prácticos y un cambio radical de "actitud", ya no en el plano de la ética idealista, sino en la praxis de una efectiva voluntad revolucionaria: "Los problemas de la República" –advierte– "sólo tienen solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla." Por aquí su certero análisis empalmaba con la voluntad heroica, y era posible responder a los argumentos del escepticismo y el cinismo que tildaban de "inconcebible" la visión de una Cuba justa, próspera y feliz:
No, eso no es inconcebible. Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo inconcebible es que haya niños que mueran sin asistencia médica, lo inconcebible es que el 30% de nuestros campesinos no sepa firmar, y el 99% no sepa Historia de Cuba; lo inconcebible es que la mayoría de las familias de nuestros campos estén viviendo en peores condiciones que los indios que encontró Colón al descubrir la tierra más hermosa que ojos humanos vieron.
La "triste tierra" de Miguel Velázquez vuelve a mirarnos a través de los siglos, desgarrada siempre, como la vio Heredia, entre "las bellezas del físico mundo" y "los horrores del mundo moral". Porque todos los problemas políticos, económicos y sociales, acumulados en este ápice podrido del último batistato, sólo conmueven al que no los sufre en carne propia, por no pertenecer a las clases oprimidas, en cuanto se manifiestan como problemas de conciencia, como problemas morales; solo en el ámbito moral pueden calificarse de "inconcebibles", hechos y condiciones de vida que constituían la realidad misma; y solo a la luz del "sentimiento de justicia" puede verse la tierra prometida por los héroes y los mártires como una posibilidad que está en las manos del hombre realizar. Pero ese hombre que se invoca tiene que ser "otro" hombre, un hombre tan nuevo como la mañana y tan viejo como el sacrificio y el heroísmo, el hombre que consiste –por la participación moral en el sufrimiento de la masa– en el cumplimiento del deber, del deber siempre visionario y único transformador de la realidad:
A los que me llamen por esto soñador, les digo como Martí: "el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ese es el único hombre práctico, cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber".
Hacia el lado del deber se habían inclinado, en lo relativo y específico de su tiempo, los primeros próceres cubanos; del lado del deber se habían puesto decididamente los iniciadores de la guerra de independencia. Frente a la realidad reaccionaria que venía del XIX, había también la realidad revolucionaria que venía del XIX: Cuba se identificaba con ésta; por eso, después de recorrer la secular tradición jurídica, "desde la más lejana antigüedad hasta el presente", en que se justificaba "el derecho de rebelión contra el despotismo" (derecho de "resistencia" consignado en el artículo 40 de la Constitución ilegalmente drogada por el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales al servicio de la tiranía), Fidel apela a una razón que considera "más poderosa que todas las demás":razón histórica, no sólo jurídica, formulada con impresionante sencillez: "somos cubanos, y ser cubanos implica un deber, no cumplirlo es crimen y es traición". Esa verdad estaba ahí, solo faltaba que alguien la asumiera hasta sus últimas consecuencias. Ésa era, en definitiva, la razón del Moncada. Las palabras de Martí, tantas veces dichas en hueco, venían ahora llenas de sentido a colocarse en el sitio justo, junto a la evocación entrañable de Céspedes, Agramonte, Maceo y Gómez: "En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible [...] En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana..." Ningún homenaje mejor que esas palabras de La Edad de Oro, dichas en tales circunstancias, a los héroes y mártires del Moncada. Ningún epitafio mejor; y ninguna bandera más alta, para ellos y para los futuros combatientes, que esta declaración en que se hace ostensible la identificación con la autoctonía de nuestra libertad encarnada en la continuidad revolucionaria: "Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie."
Palabras en las que parecen resonar las precursoras de Luz: "Antes quisiera, no digo yo que se desplomaran las instituciones de los hombres –reyes y emperadores–, los astros mismos del firmamento, que ver caer del pecho humano el sentimiento de la justicia, ese sol del mundo moral"; y las cenitales de Martí: "¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el mar del Sur al mar del Norte, y nacerá una serpiente de un huevo de águila!".
Detrás de las palabras de Fidel estaban sus compañeros caídos en combate y estaban los rostros desfigurados de Abel Santamaría, Boris Luis Santa Coloma, Raúl Gómez García y todos los torturados y asesinados por la soldadesca. Estaban sus cuerpos, como los viera Frank País en Santiago "todos llenos de sangre, de balas y de honor". Buena parte del discurso se dedica a denunciar con indignada objetividad estos crímenes del 26, 27, 28 y 29 de julio de 1953 en Oriente, que multiplicaron "por 10 el crimen del 27 de noviembre de 1871" en La Habana, poniendo de manifiesto –como lo hizo Martí con la entraña de la colonia en El presidio político en Cuba– la verdadera cara de la neocolonia yanqui. "¡Monstrum Horrendum!", llama Fidel a Batista, y también, delatando su lado grotesco, lo compara con "el sargento Barriguilla", matón del ejército de Weyler. Una sensibilidad religiosa siente la ráfaga helada del mal en estos y otros relatos de la represión, señaladamente en los que debemos a Haydée Santamaría. El propio Fidel, a propósito de la orden dada por Batista de "matar 10 prisioneros por cada soldado muerto", observa:
En todo grupo humano hay hombres de bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de todos los atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos refrenados por la disciplina y el hábito social, pero si se les da a beber sangre en un río no cesarán hasta que lo hayan secado. Lo que estos hombres necesitaban precisamente era esa orden.
Y, sin embargo, por mucha que fuera su indignación, su condición de revolucionario le impedía responder en el mismo plano a aquellos instrumentos de un sistema embrutecedor; y por eso, no atado al odio fatal, indiscriminado y ciego, es libre para ser justo con los militares que declararon la verdad sobre el trato respetuoso recibido de los asaltantes, y con el mismo Fiscal que reconoció "el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha"; libre para admirar "el valor de los soldados que supieron morir" y para reconocer "que muchos militares se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella orgía de sangre"; libre, en fin, cuando dice serenamente:
Para mis compañeros muertos no clamo venganza. Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos. No es con sangre como pueden pagarse las vidas de los jóvenes que mueren por el bien de un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el único precio digno que puede pagarse por ellas.
Desde los puntos de vista jurídico, histórico, político y social, La historia me absolverá es una pieza ética de primera magnitud, epílogo del asalto al Moncada, fundamentación ideológica de la Generación del Centenario en trance ya de convertirse en Movimiento 26 de Julio, y prólogo al desembarco del Granma y a la campaña de la Sierra Maestra. Por desgracia el texto de este discurso, pasado clandestinamente desde la prisión de Isla de Pinos, tuvo limitada difusión. Cuando ya en mayo de 1955, por una amnistía que se decretó bajo presión cívica y con fines electorales, Fidel, Raúl y sus compañeros sobrevivientes salieron de presidio, eran muy pocos, a escala nacional, los que tenían una idea clara de su posible significación para el futuro de Cuba. Un despliegue policíaco alrededor de la Universidad impidió celebrar el acto de recibimiento convocado para el 20 de mayo por la Federación Estudiantil Universitaria, presidida por José Antonio Echeverría. Algunos artículos y declaraciones públicas, el maremagnun de la prensa de la época, no podían modificar sustancialmente la general ignorancia acerca de aquellos jóvenes. El ambiente político resultaba irrespirable, no era posible hacer oír la verdad en el sitio de la mentira, todo se confundía y se mezclaba. Como en el siglo XIX, había que salir del círculo vicioso de la Isla, ir al exilio, tomar distancia para preparar el golpe redentor. Eso fue lo que hicieron Fidel y sus compañeros, al cabo reunidos en Ciudad México para realizar un intenso trabajo conspirativo de organización y entrenamiento, al que se sumaron, entre otros, quienes iban a ser los dos jefes más destacados de la nueva invasión de la Isla desde Oriente: Camilo Cienfuegos y Ernesto Che Guevara. En agosto de 1956 Fidel Castro, por el Movimiento Revolucionario 26 de Julio, y José Antonio Echeverría (uno de los fundadores del Directorio Revolucionario a fines de 1955), por la Federación Estudiantil Universitaria, firmaron la llamada Carta de México, en la cual se consideraban "propicias las condiciones sociales y políticas del país, y los preparativos revolucionarios suficientemente adelantados para ofrecer al pueblo su liberación en 1956", a la vez que se afirmaba:
Que la FEU y el 26 de Julio hacen suya la consigna de unir a todas las fuerzas revolucionarias, morales y cívicas del país, a los estudiantes, a los obreros, a las organizaciones juveniles y a todos los hombres dignos de Cuba, para que nos secunden en esta lucha, que está firmada con la decisión de morir o triunfar...
y:
Que la Revolución llegará al poder libre de compromisos e intereses para servir a Cuba, en un programa de justicia social, de libertad y democracia, de respeto a las leyes justas, y de reconocimiento a la dignidad plena de todos los cubanos, sin odios mezquinos para nadie, y los que la dirigimos, dispuestos a poner por delante el sacrificio de nuestras vidas en prenda de nuestras limpias intenciones.
Antes de salir de Cuba, el 7 de julio de 1955, Fidel anunciaba: "Como martiano pienso que ha llegado la hora de tomar derechos y no pedirlos, de arrancarlos en vez de mendigarlos." Y añadía, utilizando una frase del famoso discurso de Martí sobre Bolívar, en 1893: "De viajes como éste no se regresa, o se regresa con la tiranía descabezada a los pies." El 2 de diciembre de 1956 se producía el desembarco de los expedicionarios del Granma, procedentes del puerto de Tuxpan, México, en la Playa de Las Coloradas, al suroeste de Oriente.
Fragmento del capítulo VI de Ese sol del mundo moral, La Habana, Ediciones Unión, 2002, pp. 180-195.