Las fotografías de la afrenta de los marines yanquis a José Martí
Data:
23/03/2010
Fonte:
Unión Periodistica de Cuba
El 10 de marzo de 1949 entraron en el puerto de La Habana el portaaviones Palau, los barreminas Rodman, Hobson y Jeffers y el remolcador Papago. Al día siguiente desembarcó una parte de la dotación invadiendo bares y prostíbulos, armando camorras y sonrojando a las mujeres. Alrededor de la nueve de la noche un grupo de la tripulación del barreminas Rodman deambulaba, en vaivén etílico y grosero, por el paseo del Prado y al llegar al Parque Central treparon la estatua de José Martí en una irrespetuosa competencia por alcanzar la cima. El más ágil de ellos, Richard Choinsgy, llegó primero, quedando debajo George Jacob Wargner, seguido del sargento Herbert Dave White. La vil proeza fue ovacionada por el resto de aquella pandilla de “marines”.
Los habaneros que habitualmente estaban en el parque charlando o discutiendo de pelota no podían creer lo que veían, y reaccionaron rápidamente corriendo a defender la estatua del Apóstol. Muchos de ellos estaban preocupados porque el marinero, que estaba sentado en la cabeza de la estatua, tenía su pie apuntalado en el brazo de la escultura y temían que lo desprendiera. Todos gritaban indignados y enérgicos: ¡fuera! ¡fuera! En ese momento pasaba por allí Fernando Chaviano, un fotógrafo que se ganaba la vida retratando a turistas y parroquianos en los aires libres del Prado y en el restaurante La Zaragozana y fotografió aquellos marinos con las dos últimas planchas que le quedaban y salió rápidamente hacia su cuarto oscuro a revelarlas.
Los destellos del flash y el griterío que había en el centro del parque llamó la atención de transeúntes que caminaban por la Acera del Louvre y la calle Zulueta y también de estudiantes del Instituto de La Habana que salían en aquellos momentos. Todos se unieron a los que reprendían a los marinos y los ánimos se exaltaron cada vez más.
El marinero convertido en mono que estaba en el tope recibió todo tipo de proyectiles desde piedras hasta botellas, y tuvo que bajar para unirse a sus compañeros que trataban de escapar del cerco de una multitud indignada que los insultaban. Hubo desafíos, riñas, puñetazos y marinos regados por el suelo. Aparecieron tres o cuatro policías que hicieron sonar sus silbatos sin lograr poner orden. Otros guardias se les
unieron y empezaron a repartir toletazos hiriendo a varios de los que protestaban y sometiendo al grupo de marineros que se negaban a acompañarlos. Marinos y policías escoltados por un pueblo enardecido formaron una violenta y escandalosa caravana que caminó por la calle Zulueta hasta la Sección de Turismo de la Tercera Estación de Policía situada a dos manzanas del Parque, en Dragones entre Zulueta y Montserrat.
Mientras eso ocurría, llegaba a la acera del hotel Inglaterra Pedro Beruvides, fotógrafo en la casa Romay, un pequeño negocio de fotografía que en ocasiones colaboraba con los periódicos. Allí se enteró del incidente y del fotógrafo que había tomado fotografías. Por las señas que le dieron supuso que era Chaviano y fue a verlo a su destartalado cuarto oscuro situado en un solar de la calle Virtudes entre Consulado y Prado frente al Jhonny’s Bar. Efectivamente allí estaba en su reducido laboratorio hecho de cartón y viejas tablas, debajo de la escalera de aquella casa de vecindad. En aquel minúsculo espacio acomodaba una vieja ampliadora, una luz roja, tres cubetas, una mesa que le faltaba una pata y fue reemplazada por un palo de escoba, una caja de papel 8 x 10, dos botellas de revelador y fijador y un cubo de agua. Sobre una silla desfondada descansaba su cámara fotográfica. Lo encontró mirando los negativos que acababa de procesar de grupos de clientes de La Zaragozana sentados en mesas y las dos instantáneas que había captado de los marinos yanquis encima de la estatua de Martí y que eran una poderosa, elocuente e inapreciable denuncia fotográfica que Beruvides calificó como “una bomba noticiosa”. Él podía llevarlas a algún periódico y publicarlas y le ofreció por ellas los diez pesos que llevaba. Pero su insistencia le hizo comprender a Chaviano que valían mucho más y le pidió veinte. Como no se transó por menos Beruvides fue a pedir prestados los otros diez pesos que le faltaban para comprarlas.
Por otro lado a Isaac Astudillo, reportero grafico del diario Alerta, le gustaba tomarse una cerveza con sus amigos en el bar de la Asociación de Reporters de La Habana situada en la calle Zulueta frente a la calle Virtudes. Lo hacía habitualmente antes de entrar a trabajar en el turno de las diez de la noche a las cuatro de la madrugada. Como ese día no pudo arrancar su auto, lo dejó parqueado en la puerta de la Asociación y salió caminando con la cámara fotográfica hasta el periódico situado entonces en Prado y Teniente Rey. Cuando atravesaba el Parque Central se dio cuenta de que algo anormal sucedía y averiguó lo ocurrido y también que alguien había tomado fotografías. Como aquellas imágenes eran muy importantes, se dio a la tarea de buscarlas. Preguntando a unos y a otros localizó a Chaviano y le ofreció cincuenta pesos por los negativos y acreditarle las fotos que publicara. Como Beruvides demoraba decidió dárselos. Astudillo llegó muy contento a la redacción de Alerta con los negativos aún húmedos. Después imprimió las fotografías y se las entregó al director Ramón Vasconcelos y al jefe de información Raúl Quintana quienes decidieron publicarlas bien destacadas en la primera plana del diario.
No solo Beruvides y Astudillo estuvieron detrás de las fotos. También dos funcionarios de la Embajada norteamericana que, en función de sabuesos, trataron inútilmente de localizar al fotógrafo y ofrecerle dos mil dólares para destruir aquella prueba. Nadie les dijo nada y su intento de comprar las fotos fracasó.
La afrenta que le habían hecho a Martí corrió rápidamente y las redacciones de los periódicos enviaron rápidamente a sus fotógrafos a la Tercera Estación donde estaban presos los marinos. El primero en llegar fue Paco Altuna, del diario Hoy y seguidamente Floro Portuondo, del periódico Pueblo. Ellos tiraron las primeras fotografías lo que
enajenó a un sargento de la flota yanqui quien, con varios marines que le acompañaban, intentaron arrebatarles las cámaras. Altuna pudo escabullirse y llegar hasta los manifestantes que permanecían frente a la estación reclamando justicia y castigo. Tan pronto supieron lo que le pasaba a los reporteros gráficos se irritaron y lanzaron piedras y botellas al cuartel siendo rechazados con tiros al aire. Dentro, Floro era defendido por los periodistas que estaban con él y por otros fotógrafos y reporteros que iban arribando entre los cuales también retornaba Altuna. Poco a poco los ánimos se fueron calmando y dejaron retratar a los presos. La unidad se llenó de periodistas, autoridades cubanas, marinos y diplomáticos yanquis. Hubo llamadas y promesas hasta que el capitán Thomas Francis Cullens, agregado naval norteamericano en Cuba se presentó para llevarse a los marineros presos a sus unidades donde prometió serian juzgados severamente. Cuando salieron, el pueblo que continuaba allí, los despidió con desprecio y rechiflas y fueron escoltados por la policía hasta los barcos.
Al día siguiente, los dirigentes de la FEU, Fidel Castro, Alfredo Guevara, Lionel Soto y Baudilio Castellanos, los estudiantes y el pueblo se concentraban en la Plaza de Armas frente a la Embajada norteamericana para protestar por tamaña afrenta y exigir que los culpables fueran juzgados por lo tribunales cubanos. Nuevamente los policías, esta vez al mando del coronel Caramés y el teniente Salas Cañizares, arremetieron contra los manifestantes infligiéndoles graves golpeaduras a Baudilio y a otros estudiantes más.
Entretanto, el diario Alerta salía a la calle con las fotografías de Chaviano ocupando casi toda la primera plana. Por su extraordinario interés su director consintió en que fueran reproducidas también en Hoy, las revistas Bohemia y Carteles y las agencias de noticias internacionales que las habían pedido. La bomba noticiosa, como la calificó Beruvides, había explotado y su huella quedó grabada permanentemente en las páginas de la Historia.
La flotilla yanqui partió de La Habana el 13 de marzo. Un consejo de guerra, de todos los que participaron en el grotesco espectáculo, solo condenó a
Richard Choinsgy a quince días de prisión en las celdas del Rodman. Ni las coronas de desagravio que depositó el Embajador norteamericano ante la estatua de Martí, ni sus palabras disculpándose por la infamia de sus marines, han podido mitigar, ni olvidar la indignación del pueblo cubano ante esta afrenta.
Los habaneros que habitualmente estaban en el parque charlando o discutiendo de pelota no podían creer lo que veían, y reaccionaron rápidamente corriendo a defender la estatua del Apóstol. Muchos de ellos estaban preocupados porque el marinero, que estaba sentado en la cabeza de la estatua, tenía su pie apuntalado en el brazo de la escultura y temían que lo desprendiera. Todos gritaban indignados y enérgicos: ¡fuera! ¡fuera! En ese momento pasaba por allí Fernando Chaviano, un fotógrafo que se ganaba la vida retratando a turistas y parroquianos en los aires libres del Prado y en el restaurante La Zaragozana y fotografió aquellos marinos con las dos últimas planchas que le quedaban y salió rápidamente hacia su cuarto oscuro a revelarlas.
Los destellos del flash y el griterío que había en el centro del parque llamó la atención de transeúntes que caminaban por la Acera del Louvre y la calle Zulueta y también de estudiantes del Instituto de La Habana que salían en aquellos momentos. Todos se unieron a los que reprendían a los marinos y los ánimos se exaltaron cada vez más.
El marinero convertido en mono que estaba en el tope recibió todo tipo de proyectiles desde piedras hasta botellas, y tuvo que bajar para unirse a sus compañeros que trataban de escapar del cerco de una multitud indignada que los insultaban. Hubo desafíos, riñas, puñetazos y marinos regados por el suelo. Aparecieron tres o cuatro policías que hicieron sonar sus silbatos sin lograr poner orden. Otros guardias se les
unieron y empezaron a repartir toletazos hiriendo a varios de los que protestaban y sometiendo al grupo de marineros que se negaban a acompañarlos. Marinos y policías escoltados por un pueblo enardecido formaron una violenta y escandalosa caravana que caminó por la calle Zulueta hasta la Sección de Turismo de la Tercera Estación de Policía situada a dos manzanas del Parque, en Dragones entre Zulueta y Montserrat.
Mientras eso ocurría, llegaba a la acera del hotel Inglaterra Pedro Beruvides, fotógrafo en la casa Romay, un pequeño negocio de fotografía que en ocasiones colaboraba con los periódicos. Allí se enteró del incidente y del fotógrafo que había tomado fotografías. Por las señas que le dieron supuso que era Chaviano y fue a verlo a su destartalado cuarto oscuro situado en un solar de la calle Virtudes entre Consulado y Prado frente al Jhonny’s Bar. Efectivamente allí estaba en su reducido laboratorio hecho de cartón y viejas tablas, debajo de la escalera de aquella casa de vecindad. En aquel minúsculo espacio acomodaba una vieja ampliadora, una luz roja, tres cubetas, una mesa que le faltaba una pata y fue reemplazada por un palo de escoba, una caja de papel 8 x 10, dos botellas de revelador y fijador y un cubo de agua. Sobre una silla desfondada descansaba su cámara fotográfica. Lo encontró mirando los negativos que acababa de procesar de grupos de clientes de La Zaragozana sentados en mesas y las dos instantáneas que había captado de los marinos yanquis encima de la estatua de Martí y que eran una poderosa, elocuente e inapreciable denuncia fotográfica que Beruvides calificó como “una bomba noticiosa”. Él podía llevarlas a algún periódico y publicarlas y le ofreció por ellas los diez pesos que llevaba. Pero su insistencia le hizo comprender a Chaviano que valían mucho más y le pidió veinte. Como no se transó por menos Beruvides fue a pedir prestados los otros diez pesos que le faltaban para comprarlas.
Por otro lado a Isaac Astudillo, reportero grafico del diario Alerta, le gustaba tomarse una cerveza con sus amigos en el bar de la Asociación de Reporters de La Habana situada en la calle Zulueta frente a la calle Virtudes. Lo hacía habitualmente antes de entrar a trabajar en el turno de las diez de la noche a las cuatro de la madrugada. Como ese día no pudo arrancar su auto, lo dejó parqueado en la puerta de la Asociación y salió caminando con la cámara fotográfica hasta el periódico situado entonces en Prado y Teniente Rey. Cuando atravesaba el Parque Central se dio cuenta de que algo anormal sucedía y averiguó lo ocurrido y también que alguien había tomado fotografías. Como aquellas imágenes eran muy importantes, se dio a la tarea de buscarlas. Preguntando a unos y a otros localizó a Chaviano y le ofreció cincuenta pesos por los negativos y acreditarle las fotos que publicara. Como Beruvides demoraba decidió dárselos. Astudillo llegó muy contento a la redacción de Alerta con los negativos aún húmedos. Después imprimió las fotografías y se las entregó al director Ramón Vasconcelos y al jefe de información Raúl Quintana quienes decidieron publicarlas bien destacadas en la primera plana del diario.
No solo Beruvides y Astudillo estuvieron detrás de las fotos. También dos funcionarios de la Embajada norteamericana que, en función de sabuesos, trataron inútilmente de localizar al fotógrafo y ofrecerle dos mil dólares para destruir aquella prueba. Nadie les dijo nada y su intento de comprar las fotos fracasó.
La afrenta que le habían hecho a Martí corrió rápidamente y las redacciones de los periódicos enviaron rápidamente a sus fotógrafos a la Tercera Estación donde estaban presos los marinos. El primero en llegar fue Paco Altuna, del diario Hoy y seguidamente Floro Portuondo, del periódico Pueblo. Ellos tiraron las primeras fotografías lo que
enajenó a un sargento de la flota yanqui quien, con varios marines que le acompañaban, intentaron arrebatarles las cámaras. Altuna pudo escabullirse y llegar hasta los manifestantes que permanecían frente a la estación reclamando justicia y castigo. Tan pronto supieron lo que le pasaba a los reporteros gráficos se irritaron y lanzaron piedras y botellas al cuartel siendo rechazados con tiros al aire. Dentro, Floro era defendido por los periodistas que estaban con él y por otros fotógrafos y reporteros que iban arribando entre los cuales también retornaba Altuna. Poco a poco los ánimos se fueron calmando y dejaron retratar a los presos. La unidad se llenó de periodistas, autoridades cubanas, marinos y diplomáticos yanquis. Hubo llamadas y promesas hasta que el capitán Thomas Francis Cullens, agregado naval norteamericano en Cuba se presentó para llevarse a los marineros presos a sus unidades donde prometió serian juzgados severamente. Cuando salieron, el pueblo que continuaba allí, los despidió con desprecio y rechiflas y fueron escoltados por la policía hasta los barcos.
Al día siguiente, los dirigentes de la FEU, Fidel Castro, Alfredo Guevara, Lionel Soto y Baudilio Castellanos, los estudiantes y el pueblo se concentraban en la Plaza de Armas frente a la Embajada norteamericana para protestar por tamaña afrenta y exigir que los culpables fueran juzgados por lo tribunales cubanos. Nuevamente los policías, esta vez al mando del coronel Caramés y el teniente Salas Cañizares, arremetieron contra los manifestantes infligiéndoles graves golpeaduras a Baudilio y a otros estudiantes más.
Entretanto, el diario Alerta salía a la calle con las fotografías de Chaviano ocupando casi toda la primera plana. Por su extraordinario interés su director consintió en que fueran reproducidas también en Hoy, las revistas Bohemia y Carteles y las agencias de noticias internacionales que las habían pedido. La bomba noticiosa, como la calificó Beruvides, había explotado y su huella quedó grabada permanentemente en las páginas de la Historia.
La flotilla yanqui partió de La Habana el 13 de marzo. Un consejo de guerra, de todos los que participaron en el grotesco espectáculo, solo condenó a
Richard Choinsgy a quince días de prisión en las celdas del Rodman. Ni las coronas de desagravio que depositó el Embajador norteamericano ante la estatua de Martí, ni sus palabras disculpándose por la infamia de sus marines, han podido mitigar, ni olvidar la indignación del pueblo cubano ante esta afrenta.