Intervención de nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en la Sesión Inaugural de la Cumbre Sur, el 12 de abril del 2000
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Excelencias;
Distinguidos delegados e invitados:
Nunca antes la humanidad tuvo un potencial científico-técnico tan formidable, una capacidad de generación de riqueza y bienestar tan extraordinaria, y nunca antes el mundo fue tan desigual y la inequidad tan profunda.
Las maravillas tecnológicas, que han hecho más pequeño al planeta en términos de comunicaciones y distancias, coexisten con la enorme y cada vez mayor distancia entre riqueza y pobreza, entre desarrollo y subdesarrollo.
La globalización es una realidad objetiva, que pone de manifiesto nuestra condición de pasajeros en un mismo barco, este planeta habitado por todos. Pero en ese barco los pasajeros viajan en condiciones muy desiguales.
Una exigua minoría viaja en camarotes de lujo dotados de Internet, teléfonos celulares, acceso a redes globales de comunicación; disponen de dieta alimenticia abundante y balanceada; consumen agua limpia; tienen atención médica sofisticada y acceso a la cultura.
Una abrumadora y doliente mayoría viaja en condiciones que semejan las horribles travesías del comercio de esclavos entre África y América en el pasado colonial. Hacinados en bodegas insalubres, con hambre, enfermedad y desesperanza, viajan en ese barco el 85 por ciento de sus pasajeros.
Es evidente que carga demasiada injusticia para mantenerse a flote, y sigue un curso tan irracional y absurdo que no puede ser capaz de arribar a puerto seguro. Este barco parece destinado a chocar con un iceberg. Si así ocurre, nos hundiremos todos.
Los Jefes de Estado y de Gobierno que aquí nos reunimos, representantes de la abrumadora y doliente mayoría, tenemos el derecho y aun más la obligación de dar un golpe de timón y corregir ese rumbo catastrófico. Tenemos la obligación de ocupar el lugar que nos corresponde en el puente de mando y hacer que todos naveguemos en condiciones de solidaridad, equidad y justicia.
Durante dos décadas al Tercer Mundo se le ha repetido un discurso simplista y único, y se le ha impuesto una única política.
Se nos ha asegurado que el mercado sin regulación, la privatización máxima y la retirada del Estado de la actividad económica, eran los principios infalibles para alcanzar el desarrollo económico y social.
Siguiendo esos principios, los países desarrollados, y en especial Estados Unidos, las grandes transnacionales beneficiarias de esa política y el Fondo Monetario Internacional, diseñaron en las dos últimas décadas el orden económico mundial más hostil para el progreso de nuestros países, y también el más insostenible para el mantenimiento de la vida en términos sociales y ambientales.
La globalización fue encerrada en la camisa de fuerza del neoliberalismo, y como tal tiende a globalizar no el desarrollo, sino la pobreza; no el respeto a la soberanía nacional de nuestros Estados, sino su violación; no la solidaridad entre los pueblos, sino el "sálvese quien pueda" en medio de desigual competencia en el mercado.
Dos décadas del llamado ajuste estructural neoliberal han dejado un saldo de fracaso económico y desastre social, que es deber de los políticos responsables encarar con el propósito de tomar las decisiones imprescindibles para sacar al Tercer Mundo de este callejón sin salida.
El fracaso económico es evidente. Bajo políticas neoliberales, la economía mundial tuvo un crecimiento global entre 1975 y 1998 que fue apenas la mitad del alcanzado en el período 1945-1975, con políticas keynesianas de regulación de mercados y activa participación del Estado en la economía.
En América Latina, donde el neoliberalismo se ha aplicado con ortodoxia doctrinal, el crecimiento económico de la etapa neoliberal tampoco va más allá de la mitad del que se obtuvo con políticas desarrollistas conducidas por los Estados. América Latina no tenía deuda al inicio de la posguerra. Hoy debemos casi un millón de millones de dólares. La deuda por habitante es la más alta del mundo. La diferencia de ingreso entre los ricos y los pobres es también la más alta del mundo. Hay más pobres, desempleados y hambrientos que en los peores tiempos de su historia.
Con el neoliberalismo, la economía mundial no ha crecido más rápidamente en términos reales, pero en cambio se ha multiplicado la inestabilidad, la especulación, la deuda externa, el intercambio desigual, la tendencia a ocurrir crisis financieras más frecuentes, la pobreza, la desigualdad y el abismo entre el Norte opulento y el Sur desposeído.
Crisis, inestabilidad, turbulencia e incertidumbre han sido los términos más utilizados en los dos últimos años para referirse al orden económico mundial.
La desregulación neoliberal y la liberalización de la cuenta de capital tienen profundas repercusiones negativas en una economía mundial donde florece la especulación en los mercados de divisas y de derivados financieros, en los que se realizan transacciones diarias no inferiores a tres millones de millones de dólares, la mayoría de las cuales son totalmente especulativas.
A nuestros países se les exige mayor transparencia en la información y una efectiva supervisión bancaria, pero entidades financieras como los fondos de cobertura no ofrecen información sobre sus actividades, no tienen regulación alguna y realizan operaciones con montos muy superiores a todas las reservas de los bancos de los países del Sur.
En el clima de especulación desbordada, los movimientos de capital de corto plazo hacen vulnerables a los países del Sur frente a cualquier contingencia externa.
Se obliga al Tercer Mundo a inmovilizar recursos financieros y endeudarse para mantener reservas en divisas con la ilusión de resistir ataques especulativos. Más de un 20 por ciento de los ingresos de capital en los últimos años se inmovilizaron como reservas y finalmente resultaron incapaces de resistir tales ataques, como se demostró en la reciente crisis financiera iniciada en el Sudeste Asiático.
En Estados Unidos están colocados unos 727 mil millones de dólares procedentes de las reservas de los Bancos Centrales del mundo. Esto da lugar al hecho absurdo de que con sus reservas los países pobres ofrecen financiamiento barato y a largo plazo al país más rico y poderoso del mundo, reservas que pueden invertirse no sólo en el desarrollo económico, sino también social.
Si Cuba ha podido hacer lo que ha hecho en la educación, la salud, la cultura, la ciencia, el deporte y otras esferas sociales, con éxito que nadie cuestiona en el mundo, a pesar del bloqueo económico que dura ya cuatro décadas, y, además, ha revalorizado siete veces su moneda en los últimos cinco años con relación al dólar, ello fue posible por el privilegio de no pertenecer al Fondo Monetario Internacional.
Un sistema financiero que obliga a mantener congelados tan cuantiosos recursos a países que los necesitan desesperadamente, para protegerse de la inestabilidad que el propio sistema genera, y propicia que los pobres financien a los ricos, es un sistema que debe ser demolido.
El mencionado Fondo Monetario Internacional es la organización emblemática del actual sistema monetario. En ella Estados Unidos disfruta de poder de veto sobre sus decisiones.
En la reciente crisis financiera el FMI demostró imprevisión, torpe manejo de la crisis una vez iniciada, e imposición de sus cláusulas de condicionalidad que paralizan las políticas de desarrollo social de los gobiernos, les crean graves problemas internos y les impiden obtener los recursos necesarios en los momentos que más los requieren.
Es hora ya de que el Tercer Mundo demande con energía la demolición de un organismo que no ofrece estabilidad a la economía mundial y funciona no para entregar fondos preventivos a los deudores y evitarles crisis de liquidez, sino para proteger y rescatar a los acreedores.
¿Qué racionalidad o qué ética puede haber en un orden monetario internacional que permite a unos técnicos cuyos cargos dependen del apoyo norteamericano, diseñar desde Washington programas de ajuste económico siempre iguales para ser aplicados a la enorme variedad de países y problemas concretos del Tercer Mundo?
¿Quién asume la responsabilidad cuando los programas de ajuste ocasionan caos social, paralizan y desestabilizan países con importantes recursos humanos y naturales, como sucedió en Indonesia y Ecuador?
Para el Tercer Mundo es de vital importancia hacer desaparecer esta siniestra institución y la filosofía que representa, y sustituirla por un órgano regulador de las finanzas internacionales que funcione sobre bases democráticas y sin poder de veto para nadie, que no sea un defensor exclusivo de los acreedores ricos, que no imponga condicionalidades injerencistas y permita regular los mercados financieros para frenar la especulación desbordada.
Una forma posible para hacer esto último sería establecer un impuesto no de 0,1 por ciento, como propuso el genial Tobin, sino del 1 por ciento como mínimo a las transacciones financieras especulativas, que permitiría crear además un cuantioso y necesario fondo, superior al millón de millones de dólares cada año, para el verdadero, sostenible e integral desarrollo del Tercer Mundo.
La deuda externa de los países subdesarrollados asombra por su monto gigantesco, por el escandaloso mecanismo de sometimiento y explotación que implica y por la ridícula forma propuesta por los países desarrollados para hacerle frente.
Esa deuda supera ya los 2,5 millones de millones de dólares y ha tenido en la década actual un crecimiento aún más peligroso que el de los años 70.
Una gran parte de esa nueva deuda puede cambiar de manos con facilidad en los mercados secundarios, está más dispersa y es más difícil de renegociar.
Una vez más debo repetir lo que desde 1985 venimos planteando: la deuda ya ha sido pagada, si se tiene en cuenta los términos en que fue contraída, el vertiginoso y arbitrario crecimiento de las tasas de interés del dólar en la década anterior y los descensos de precios de los productos básicos, fundamental fuente de ingresos de los países que aún están por desarrollarse. La deuda continúa alimentándose a sí misma en un círculo vicioso donde se pide prestado para poder pagar los intereses.
Hoy es más evidente que nunca que la deuda no es un problema económico, sino político, y, por tanto, exige una solución política. No se puede seguir ignorando que se trata de un asunto cuya solución tiene que venir fundamentalmente de quienes tienen los recursos y el poder para ello: los países ricos.
La llamada Iniciativa para la Reducción de la Deuda de los Países Pobres Altamente Endeudados tiene largo nombre y muy cortos resultados. El único calificativo que merece es el de ridícula, pues se propone aliviar el 8,3 por ciento de la deuda total de los países del Sur y, a casi cuatro años de puesta en práctica, sólo cuatro países de los 33 más pobres han alcanzado a pasar el complicado proceso, y todo para condonar la insignificante cifra de 2.700 millones de dólares, que es el 33 por ciento de lo que cada año se gasta en Estados Unidos solamente en cosméticos.
La deuda externa es hoy uno de los mayores obstáculos para el desarrollo y una bomba más, lista para estallar bajo los cimientos de la economía mundial en cualquier coyuntura de crisis económica.
Los recursos necesarios para una solución de fondo de este problema no son grandes si se comparan con las riquezas y los gastos de los países acreedores. Sólo en financiar armas y soldados, cuando ya no hay guerra fría, se gastan anualmente 800 mil millones de dólares, no menos de 400 mil millones en drogas estupefacientes y, en adición a esto, un millón de millones en publicidad comercial tan enajenante como las propias drogas, para citar solo tres ejemplos.
Como hemos dicho otras veces, con sincero realismo, la deuda externa del Tercer Mundo es impagable e incobrable.
El comercio mundial sigue siendo, y lo será cada vez más bajo la globalización neoliberal, instrumento de dominio de los países ricos, factor de perpetuación y acentuación de desigualdades, y escenario de fuerte pugna entre los países desarrollados por controlar los mercados del presente y del futuro.
El discurso neoliberal recomienda la liberalización comercial como fórmula única y absoluta para alcanzar la eficiencia y el desarrollo. Según ella, todos los países deben eliminar los instrumentos de protección de sus mercados internos, y las diferencias de desarrollo entre países, por grandes que sean, no justificarían desviarse del camino que pretende presentar sin otra alternativa posible. A los países más pobres sólo se les reconoce, después de arduas negociaciones en la OMC, alguna pequeña diferencia en los plazos para entrar plenamente en ese nefasto sistema.
Mientras el neoliberalismo repite el discurso sobre las oportunidades que ofrece la apertura comercial, el peso de los países subdesarrollados en las exportaciones mundiales era inferior en 1998 al que tenía 45 años atrás, en 1953. Brasil, con 8,5 millones de kilómetros cuadrados, 168 millones de habitantes y 51.100 millones de dólares de exportaciones en 1998, exporta mucho menos que Holanda, con 41.500 kilómetros cuadrados, 15,7 millones de habitantes y 198.700 millones de dólares en ese mismo año.
La liberalización en el comercio ha consistido, en lo esencial, en una eliminación unilateral de instrumentos de protección por parte del Sur sin que los países desarrollados hayan hecho lo mismo para permitir la entrada a sus mercados de las exportaciones del Tercer Mundo.
Los países ricos han impulsado la liberalización en sectores estratégicos vinculados al dominio tecnológico, en los cuales disfrutan de enormes ventajas que el mercado sin regulación se encarga de acrecentar. Son los casos clásicos de los servicios, la tecnología de la información, la biotecnología y las telecomunicaciones.
En cambio, sectores como la agricultura y los textiles, de gran importancia para nuestros países, no han logrado siquiera eliminar las restricciones acordadas ya durante la Ronda Uruguay porque no corresponden a los intereses de los países desarrollados.
En los países de la OCDE, el club de los más ricos, el arancel promedio aplicado a las exportaciones de manufacturas de los países subdesarrollados es cuatro veces mayor que el que se aplica a los propios países de ese club. Contra los países del Sur se levanta una verdadera muralla de barreras no arancelarias.
Se ha instaurado en el comercio internacional un hipócrita discurso ultraliberal que se combina con un proteccionismo selectivo impuesto por los países del Norte.
Los productos básicos continúan siendo el eslabón más débil en el comercio mundial. Para 67 países del Sur estos productos representan no menos del 50 por ciento de sus ingresos por exportación.
La oleada neoliberal barrió con los esquemas defensivos de la relación de intercambio de los productos básicos. El supremo dictamen del mercado no podía tolerar distorsión alguna y, por tanto, los Convenios de Productos Básicos y otras fórmulas defensivas para combatir el intercambio desigual fueron abandonadas. Es por ello que productos como el azúcar, el cacao, el café y otros similares tienen hoy un poder adquisitivo equivalente al 20 por ciento del que tenían en 1960, y no alcanzan siquiera a cubrir los costos de producción.
El trato especial y diferenciado hacia los países pobres, que es el reconocimiento no sólo de enormes diferencias en el desarrollo que impiden aplicar igual rasero para ricos y pobres, sino también de un pasado histórico colonial que exige compensación, ha sido conceptuado no como un acto de elemental justicia y una necesidad que no puede ignorarse, sino como un ejercicio temporal de caridad.
La fracasada reunión de Seattle expresó el cansancio y la oposición que la política neoliberal provoca en crecientes sectores de opinión en países del Sur y del propio Norte.
Estados Unidos presentó la Ronda de Negociaciones Comerciales, que debía partir de Seattle como un peldaño superior en la liberalización comercial, sin preocuparse, y tal vez sin acordarse, de la vigencia de su agresiva y discriminatoria Ley de Comercio Exterior que incluye disposiciones como la llamada "Super-301", que es un muestrario de discriminación y amenazas de sanciones a otros países por razones que van desde la supuesta aplicación de barreras a productos norteamericanos hasta la arbitraria, interesada y muchas veces cínica calificación que ese gobierno quiera dar a otro sobre el tema de los derechos humanos.
En Seattle ocurrió una sublevación contra el neoliberalismo, que tuvo un antecedente en el rechazo a los intentos para imponer un Acuerdo Multilateral de Inversiones. Son expresiones de que el agresivo fundamentalismo de mercado, que ha ocasionado cuantiosas pérdidas a nuestros países, está levantando una fuerte y merecida repulsa mundial.
En adición a las calamidades económicas referidas, los altos precios que en ocasiones alcanza el petróleo, constituyen un factor de sustancial empeoramiento de la situación de los países del Sur que son importadores netos de este vital recurso.
El Tercer Mundo suministra alrededor del 80 por ciento del petróleo que se comercializa a nivel mundial, y de ese total el 80 por ciento se exporta hacia los países desarrollados.
Los países ricos pueden pagar cualquier precio por la energía que derrochan para sostener consumos suntuarios y destruir el equilibrio ecológico. Estados Unidos consume al año 8,1 toneladas de petróleo equivalente por habitante, mientras que los países del Tercer Mundo consumen como promedio 0,8 toneladas y, de ellos, los 48 más pobres sólo 0,3.
Cuando los precios suben abruptamente de 12 a 30 dólares por barril, o aún más, su efecto es devastador sobre los países del Tercer Mundo, y se suma a los impactos negativos que ya sobre ellos pesan de la deuda externa, los bajos precios de sus productos básicos, las crisis financieras y el intercambio desigual. Un nuevo intercambio de esa naturaleza, esta vez con sus propios hermanos del Sur, surge demoledoramente.
El petróleo es un producto tan vital y de universal necesidad, que en realidad escapa a las leyes del mercado. Su precio, de una forma u otra, fue siempre decidido por las grandes transnacionales o los propios países del Tercer Mundo exportadores de petróleo, asociados en defensa de sus intereses.
Los precios bajos benefician fundamentalmente a los países ricos y grandes derrochadores de combustible. Limitan, a la vez, la búsqueda y explotación de nuevos yacimientos, el desarrollo de tecnologías que reducen el consumo y protegen el medio ambiente, y afectan a los exportadores de nuestro mundo. Los altos precios benefician a los exportadores, son fácilmente soportables por los países ricos, pero desesperanzadores y destructivos, en cambio, para la economía de gran parte del Tercer Mundo.
Este es un buen ejemplo de que, en el comercio mundial, el trato diferenciado para países en condiciones desiguales de desarrollo debe constituir un principio justo e imprescindible. Es absolutamente injusto que Mozambique, un país pobre del Tercer Mundo, con 84 dólares de Producto Interno Bruto per cápita, tenga que pagar por un producto tan vital el mismo precio que Suiza, con 43.400 dólares per cápita, ¡516 veces más que Mozambique!
El Pacto de San José, concertado hace veinte años por Venezuela y México con un grupo de pequeños países del área importadores de petróleo, es un buen precedente de lo que puede y debe hacerse, tomando en cuenta las condiciones particulares de cada uno de los países del Tercer Mundo en similares circunstancias, aunque evitando esta vez condicionamiento alguno por el tratamiento diferenciado que reciban.
Algunos no están en condiciones de pagar más de 10 dólares por barril, otros más de 15 dólares, y ninguno más de 20 dólares.
El mundo de los países ricos, despilfarrador y consumista, puede, en cambio, pagar más de 30 dólares por barril sin que apenas se afecten. Si ellos consumen el 80 por ciento de lo que exportan los productores del Tercer Mundo, un precio inferior para el 20 por ciento restante quedaría compensado ventajosamente.
Sería una forma concreta y efectiva de convertir la cooperación Sur-Sur en un potente instrumento para el desarrollo del Tercer Mundo. Hacer otra cosa equivaldría a devorarnos nosotros mismos.
En el mundo globalizado, donde el conocimiento es la clave del desarrollo, la brecha tecnológica entre el Norte y el Sur se ahonda más en condiciones de creciente privatización de la investigación científica y de sus resultados.
Los países desarrollados, con el 15 por ciento de los habitantes del planeta, concentran el 88 por ciento de los usuarios de Internet. Sólo en Estados Unidos hay más computadoras que la suma de las existentes en el resto del mundo. Estos países controlan el 97 por ciento de las patentes a nivel global, reciben más del 90 por ciento de los derechos de licencias internacionales, mientras que para muchos países del Sur el uso de los derechos de propiedad intelectual es inexistente.
El lucro se impone por encima de las necesidades en la investigación privada, los derechos de propiedad intelectual excluyen del conocimiento a los países subdesarrollados, y la legislación de patentes no reconoce los conocimientos ni los sistemas tradicionales de propiedad, que son tan importantes en el Sur.
La investigación privada se concentra en las necesidades de los consumidores ricos.
Las vacunas son las tecnologías más eficientes en relación con los gastos en la atención de salud, pues son capaces de prevenir la enfermedad con una dosis que se administra por una sola vez, pero producen pocas ganancias y son relegadas respecto a medicamentos que requieren aplicaciones reiteradas y generan ganancias mayores.
Los nuevos medicamentos, las mejores semillas y en general las mejores tecnologías, convertidas en mercancías, tienen un precio sólo al alcance de los países ricos.
Los sombríos resultados sociales de esta carrera neoliberal hacia la catástrofe están a la vista.
En más de cien países el ingreso por habitante es inferior al que era hace quince años. Mil seiscientos millones de personas viven ahora peor que en los inicios de la década de los años 80.
Más de 820 millones de personas están desnutridas y, de ellas, 790 millones viven en el Tercer Mundo. Se estima que 507 millones de personas que habitan hoy en países del Sur no sobrevivirán los 40 años de edad.
Dos de cada cinco niños en los países del Tercer Mundo que aquí representamos padecen de retraso en el crecimiento, y uno de cada tres de bajo peso para su edad. Treinta mil que podrían salvarse mueren cada día; 2 millones de niñas son forzadas a ejercer la prostitución; 130 millones no tienen acceso a la educación básica, mientras 250 millones de menores de 15 años se ven obligados a trabajar para sobrevivir.
El orden económico mundial funciona para el 20 por ciento de la población, pero excluye, rebaja y degrada al 80 por ciento restante.
No podemos resignarnos a entrar en el próximo siglo como la retaguardia atrasada, pobre, explotada, víctima del racismo y la xenofobia, impedida de acceder al conocimiento y sufriendo la enajenación de nuestras culturas por el mensaje ajeno y consumista que los medios masivos globalizan.
Para el Grupo de los 77 la hora actual no puede ser de ruegos a los países desarrollados, ni de sumisión, derrotismo o divisiones internas, sino de rescate de nuestro espíritu de lucha, de la unidad y cohesión en torno a nuestras demandas.
Nos prometieron hace cincuenta años que un día no habría abismo entre países desarrollados y subdesarrollados. Nos prometieron pan y justicia, y hoy hay cada vez menos pan y menos justicia.
El mundo podrá globalizarse bajo la égida neoliberal, pero es imposible gobernar miles de millones de personas hambrientas de pan y de justicia.
Las imágenes que vemos de madres y niños en regiones enteras de África bajo el azote de la sequía y otras catástrofes, nos recuerdan los campos de concentración de la Alemania nazi, nos hacen ver de nuevo ante nuestros ojos las montañas de cadáveres o de hombres, mujeres y niños moribundos.
Hace falta un Nuremberg para juzgar el orden económico que nos han impuesto, que cada tres años mata de hambre y de enfermedades previsibles o curables más hombres, mujeres y niños que todos los que en seis años mató la Segunda Guerra Mundial.
Qué hacer es lo que debemos discutir aquí.
Nosotros en Cuba decimos: "¡Patria o muerte!" En esta conferencia cumbre del Tercer Mundo nos correspondería decir: ¡O nos unimos y cooperamos estrechamente, o nos espera la muerte!
Muchas gracias