Fidel, el hombre que apenas dormía
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Aquella madrugada de julio de 1953 su reloj se atrasó a solo horas de atacar la segunda fortaleza militar del país. Apuros, tensiones, urgencias… y desde entonces el tiempo se convirtió en su enemigo. Después de eso no se confió más del mecanismo de un solo artilugio y decidió llevar dos relojes en su muñeca, pues tenía que «estar seguro de que contaba con la hora exacta en cada momento».
Atento al paso de seis manecillas se le ve en algunas de las fotos de la guerra o en otras luego del triunfo de 1959, sin embargo, cuando estaba en medio de una batalla política, buscando soluciones a los problemas del país, o en alguna de sus justas conspiraciones, olvidaba los horarios y, en su despacho de gruesas cortinas y paredes de ladrillo, difícil resultaba saber si era de día o de noche, pues el tiempo perdía el combate y estaba subordinado a la voluntad de un hombre que casi no dormía, que tenía en sí la energía de las tormentas, la resistencia del cedro y el don del liderazgo.
Cuentan quienes lo conocieron que a Fidel le bastaban unas pocas horas de sueño para recuperar las fuerzas, que cuando otros caían extenuados por el cansancio, él aún estaba de pie, lúcido, que en momentos cruciales siempre tenía una respuesta ingeniosa, una estrategia política, y que este «guerrillero del tiempo» desarrolló modos de hacer muy particulares y eficaces durante los casi 50 años que dirigió los destinos de Cuba.
Llevó una vida de insomnios y sacrificios en carrera perenne contra los minuteros; y por eso, entre sus luchas más duras estuvo la de alargar los días para hacer más. El político cubano Jorge Lezcano, un cubano noble y de hablar pausado que trabajó junto a él durante años en distintas responsabilidades, dice que unas ocho horas a Fidel le alcanzaban como si fueran 12, porque veía y hacía muchas cosas diferentes. «Él no le hizo perder tiempo a nadie, jamás empezó una Asamblea Nacional pasadas las 9:01 a. m. Sentía mucho respeto por el tiempo de las personas, era un enamorado de la disciplina, y por eso utilizaba tan bien sus minutos».
Refieren además que no perdía ni las horas de vuelo hacia cualquier lugar, las invertía en prepararse para el evento al que asistiría, o en repasar alguna temática de su interés. Precisamente, sobre cómo organizar mejor su agenda, podía hablar días enteros Ángel Reigosa, quien fuera su director de protocolo durante 20 años, y por tanto un celoso guardián de su tiempo. Aseguraba que para el Jefe un minuto valía mucho, por eso él siempre lo tuvo todo muy planificado, y aun así, de vez en cuando recibía algún regaño.
«Angelito, no me hagas perder un minuto, tú no sabes de lo que yo soy capaz de hacer en 60 segundos», le alertaba. Un día Fidel debía recibir a unos visitantes en el Palacio de Convenciones y, cuando llegó, los invitados aún no estaban.
—Angelito, ¿dónde está la gente?
En ese momento subían la escalera, pero ya el corazón del director de protocolo latía tan fuerte como si le quisiera romper la camisa. En otras ocasiones, si Fidel estaba en una entrevista privada y detrás tenía una actividad, como sucedía casi siempre, él coordinaba con su Seguridad Personal para entrar al salón, pues al verlo, el Comandante se percataba de que debía finalizar.
«Al principio me decía: “No me interrumpas, que ya estoy terminando”. Pero después cogí otro método que fue efectivo. Llegaba silenciosamente, me ponía en una posición donde él me viera y de inmediato me abría y cerraba el saco, en señal de que era momento de concluir. A veces él les señalaba a los invitados: “Miren, ya quiere que terminemos, pero dame unos minutos, Angelito”. Entonces yo salía, pero si se demoraba mucho entraba de nuevo, repetía la misma operación y él decía: “Bueno, ya hay que terminar”».
Un día Fidel estaba hablando en el podio de un teatro, pero el tiempo transcurría y Angelito no tenía cómo hacerle saber que debía acabar. «Subí, me colé por un balcón que le quedaba cerca y empecé a hacerle la seña, pero no me veía. Cuando me divisó le dijo a la multitud: “Ustedes ven al que está en el balcón, él quiere que yo termine, pero todavía me falta un poco”». Así, atento a su itinerario estuvo Angelito Reigosa, el camagüeyano decente asido al rigor de los minuteros, pues entendía que «el tiempo de Fidel era sagrado».
De esa máxima también saben todos en el Palacio de la Revolución, un edificio majestuoso de paredes de piedra en el corazón de La Habana, donde radica el Gobierno cubano y el Comandante estableció su oficina desde 1965. Allí las taquígrafas aseguran que con él todo era urgente, con premura, pero sin comprometer la precisión. «Imagínate que cuando trabajábamos en su despacho casi siempre íbamos dos: una con la laptop y otra con la libreta de taquigrafía, para ser más ágiles en las transcripciones», recuerda Magali Lobato.
Al concluir, como si llevaran un mensaje de vida o muerte, Fidel les decía: «¡A toda velocidad, muchachitas, a toda velocidad!». Y salían corriendo con la máquina apretada al pecho por un pasillo de unos 60 metros hasta la oficina, revisaban y volvían a toda prisa para no perder ni un segundo. Entonces le leían y dejaban una copia de las ideas que antes él les había dictado y ellas, con minuciosidad de artesanas, dejaron escritas. «Pero jamás se quedaba así, porque el Comandante buscaba expresarse de la manera más clara, de forma tal que cualquiera pudiese entenderlo. Yo le admiraba mucho esa cualidad, la que en un dirigente tiene un valor extraordinario. Y él no era nada sofisticado, a pesar de que tenía un asombroso conocimiento del idioma», dice Magali, habanera de voz cálida como sus sentimientos.
En esas estresantes jornadas de trabajo, casi infinitas, no había letra que no pasara por la vista de Fidel. A veces, buscando la exquisitez de cada renglón, hacía arreglos en los momentos finales y, según cuentan las taquígrafas Hilda Castro, Mayda Díaz y Magali, enviaban al periódico Granma hasta dos versiones, y en determinados momentos otra más con una última rectificación.
Sentado en su silla ante la mesa sobrada de documentos y lapiceros, o de pie, llevándose por la inspiración en un andar pausado, e incluso hasta por teléfono, les dictaba sus ideas. En ocasiones lo guiaban sus apuntes en una libreta pequeña de carátula azul que dejaba ver tachaduras y precisiones en cada página, como marcas de trabajo hasta lograr un párrafo limpio. Y cuando solo apoyado en su pensamiento construía el discurso, sus botas andaban inquietas el piso con soladuras de barro. Así les hablaba a quienes, a pesar del paso de los años, nunca dejaron de ser para él «las muchachitas», y poco a poco, cada frase pasaba del aire al papel hasta completar las cuartillas.
«Mira, y no comía nada, nada, hasta que no terminara, y nosotras tampoco, por supuesto. No me podía levantar a no ser por una necesidad, porque, si él no se levantaba… y eran horas y horas…», recuerda Magali.
«No nos tomábamos ni un vaso de agua, ni él tampoco, ni un café, aunque fuera de madrugada. Pasaba el día, la noche y era como si el tiempo se hubiese detenido. Pero cuando ya nos íbamos decía: “Ustedes no han comido nada tan tarde, antes de irse vayan y coman algo”. Tuvo siempre ese detalle, podía tener mil responsabilidades, pero no dejaba de preocuparse por cómo nos encontrábamos», dice Mayda con su acento y sencillez de guajira buena.
Estaban junto a un hombre, según ellas, perceptivo e incansable. Aunque terminaban a las 4 o 5 de la mañana, y les pedía que se fueran a descansar y volvieran al mediodía, cuando ellas regresaban ya él estaba allí, porque si tenía algún trabajo entre manos, no reposaba, lo asumía como una ofensiva más, y Fidel no creía en retiradas sin victoria.
El pueblo; La energía que lo impulsaba
Todos los sueños que le faltaban por realizar, las obras por construir, los escritos por publicar o las dificultades por sortear, lo animaban de tal forma que Fidel combatía sin treguas. Eran otro tipo de batallas, pero él las asumía con el mismo ímpetu con que enfrentó aquellas en las montañas de Oriente a fines de la década del 50. Podría no ser ya el treintañero de esos años, pero aún calzaba sus botas de guerrillero y la lucha seguía siendo por el bienestar del pueblo.
«Al Comandante no había ser humano que le siguiera el ritmo, porque era muy intenso. Además, él tenía un principio de que no terminaba hasta que terminaba; o sea, eso que tú dices: “Bueno, mañana lo termino…”. No, no, acababa a la hora que fuese, pero después uno notaba su satisfacción. Podían ser la 1, 2, 3 de la madrugada y, en unas horas, al combate de nuevo. Claro, a veces el sueño te rinde, él se daba cuenta si había alguien dormido y decía: “Mira, ya lo venció el sueño”. Esa capacidad de trabajo es única, tiene que habernos caído de otro planeta porque yo creo que eso no es humano», afirma Guillermo Llópiz, ayudante y escolta.
Por eso, el prestigioso político y diplomático cubano Ricardo Alarcón de Quesada insistía en que su único defecto conocido era el de no saber hacer nada a medias, pues «cuando Fidel se metía en algo, lo hacía de verdad, a fondo».
Además, se acostumbró a trabajar los días casi enteros, aprovechaba las tranquilidades y silencios de la noche, y cuando el cansancio sometía a muchos a su alrededor, él estaba activo todavía. «Recuerdo estar ahí sentado durante horas, cinco o seis; y ver a uno durmiendo, otro dando cabezazos, y él, estoico ahí, sin moverse, trabaja y trabaja», recuerda el Doctor en Ciencias Jurídicas José Luis Toledo Santander cuando evoca a ese Fidel de largos alientos y férrea voluntad.
«La gente empezaba a bostezar y cuando creían que estaba cansado, tomaba un segundo aire y entonces era más lúcido todavía, más inteligente, sus preguntas más agudas. Difícil era verlo cansado. Además, practicaba deportes, nadaba, cada vez que podía iba a pescar, hacía ejercicios y se preparaba físicamente. Pero es verdad eso que dicen, nadie podía seguirlo en el trabajo. Era un hombre muy fuerte y caminar a su lado no resultaba fácil. En muchos documentales se le ve con su marcha tremenda, y esa fortaleza quizá le venía porque no se dejaba vencer», asevera Lezcano.
Aquellos pasos largos y agitados sobre los pisos de mármol en el Palacio eran los que sintieron los trillos y arroyitos de la Sierra, porque desde los tiempos de la guerrilla, como bien dice el Comandante Julio Camacho Aguilera, «Fidel era incansable y caminaba y caminaba y caminaba, subiendo lomas, dejando sin aire a quien lo seguía».
Durante los días de viaje en la Caravana de la Victoria, desde Santiago hasta La Habana la primera semana de 1959, en medio de los afanes del triunfo, las batallas de fuego recién concluidas y las políticas que no tendrían fin, no olvida la combatiente Georgina Leyva Pagán, Gina, que Fidel no dormía, «y Celia me contaba un día que, era tanto el agotamiento, que ella le trajo un vaso de leche y él se fue para atrás con el vaso, se le botó en la ropa; ella lo limpió, recogió todo y él se quedó dormido».
Como si olvidase que era humano e ignorase la necesidad del cuerpo al descanso, desde esos tiempos Fidel vivió intensamente. «Dicen que era como Napoleón, que dormía muy pocas horas y cargaba rápido la batería», comenta el destacado economista José Luis Rodríguez, quien fue su colaborador durante 25 años y pudo comprobar que los días para Fidel debían tener más de 24 horas. La mayoría de las veces llegaba a su despacho sobre las 2 de la tarde y trabajaba en ocasiones hasta las 4 de la mañana. Dormía un poco y ya a las 8 «despertaba fresco como una lechuga», y comenzaba otra vez hasta la aurora del próximo día.
Una de esas madrugadas, ya como a las 3 y luego de discutir varios asuntos, todos los que estaban con él iban rumbo al ascensor. El cansancio era visible en la mayoría, ojeras, algún que otro bostezo, y entonces Fidel le comentó a José Luis que fuera pensando en un tema que pronto abordarían. «No, eso ya lo tenemos pensado», le respondió. El Comandante iba entrando al elevador, pero al escucharlo dijo: «Ah, ya tú lo tienes pensado, espérense un momento». Y como si estuviese acabado de llegar, sin debilidades y sobrado de ánimos, regresó a trabajar en ese tema hasta las 8 de la mañana. Fidel no estaba hecho para esperar, si podía en ese instante, lo iba a hacer. Eran estos los momentos en que no existían los relojes de su muñeca; y la fuerza para seguir se la daban esas cosas que, a su parecer, aún no estaban hechas, las visiones que faltaban por concretarse. «No se podía jugar al decirle algo así, porque ahí mismo te compraba la idea y te embarcaste si no estabas preparado, por suerte yo sabía de lo que estaba hablando», expresa José Luis.
Osvaldo Martínez, otro economista brillante que por décadas trabajó a su lado, recuerda que fue durante una visita a Irán cuando pudo notar la enorme capacidad de resistencia y autodisciplina del Comandante. «Después de un día de ajetreo tremendo, de actividades constantes, me hizo llegar hasta la habitación en la cual dormía para repasar conmigo algunos datos, informaciones sobre economía mundial con vistas a su posible utilización en el discurso que daría a la mañana siguiente en la Universidad de Teherán.
»Allí vi un rasgo, yo diría, humano, íntimo de Fidel, en el sentido de que era su habitación, la cama donde iba a dormir, el piyama con el cual estaba vestido. Él se encontraba muy cansado, empezó a tratar de elaborar conmigo esos temas, los ojos se le cerraban y, con una tenacidad, me decía: “No, no, tengo que seguir”. Y seguía y seguía. Fue así hasta terminar, cuando sencillamente se rindió, y yo, en silencio, de puntillas, me retiré».
Asimismo, Abel Prieto, un cubano auténtico e intelectual de acertadas luces, cuando piensa en la fortaleza física de Fidel, asegura que él podía estar de pie todo el tiempo posible, y recuerda siempre una anécdota que le contaba Armando Hart sobre una vez en que acompañó al Comandante a Chile, durante el Gobierno de Allende. «Fidel llevaba hablando, de pie, muchas horas, y hubo un momento en que Hart, quien en esa etapa no era un hombre de edad avanzada, era joven, se desplomó en un butacón. Entonces un edecán, o alguien, le preguntó: «¿Se siente mal, ministro?», a lo que él le contestó: “Es que yo soy un ser humano”».
Sus métodos: Voluntad y sacrificio
Como escritas para una leyenda son su constancia y resistencia, pero nunca se trató de sortilegios o simples habladurías, Fidel era un hombre curtido en los renunciamientos, con una inmensa voluntad de hacer, de continuar, y por eso tenía la firmeza para imponerse al cansancio, aunque, como humano al fin, hubo instantes de considerable agotamiento. Testigo de algunos de esos fue Ramón Durán Torres, jefe de Gastronomía del Palacio de la Revolución por dos décadas, quien lo vio «hasta tirar un pestañazo, pero después seguir el hilo de la reunión como si no hubiera pasado nada. Solo en una o dos ocasiones vi que entrecerraba los ojos, entonces yo iba y lo tocaba, o le hablaba al oído para que despertara».
«Ese hombre no se quitaba las botas», afirma uno de sus allegados de más confianza, Abraham Maciques, y al decirlo los ojos se le abren y las manos se le juntan, porque él mismo lo vio en disímiles oportunidades llegar al Palacio de Convenciones a las 10, las 11 de la noche, para reunirse con determinadas personas o delegaciones, y salir al día siguiente a las 8 de la mañana.
La escritora Katiuska Blanco, quien durante tantas horas conversó con él, tejiendo los hilos infinitos de su biografía, ha dicho que el Comandante, para ciertas circunstancias, tenía sus métodos; por ejemplo, calculaba en qué tiempo podía leer una página, cuántas en media hora, en tres, y así qué cantidad de libros en una semana o en un año.
Al periodista español Ignacio Ramonet, cuando le preguntó sobre su mítica barba, —esa que le creció en la Sierra y no abandonó por ser un símbolo de su pueblo—, le demostró con cálculos sus beneficios: «(…) la barba tiene una ventaja práctica: uno no necesita afeitarse cada día. Si multiplica usted los 15 minutos del afeitado diario por los días del año, verificará que consagra casi 5 500 minutos a esa tarea. Como una jornada de trabajo de 8 horas representa 480 minutos, eso significa que, al no afeitarse, usted gana al año unos 10 días que puede consagrar al trabajo, a la lectura, al deporte, a lo que quiera».
Métodos de cálculo similares también apreció Alarcón en Fidel, pues recordaba que meses antes de la VI Cumbre de los No Alineados, celebrada en septiembre de 1979, le expresó con absoluta naturalidad:
—Tú te das cuenta de que vamos a estar ocho días sin dormir.
—Sí, Comandante, empiezan a llegar los jefes de Estado tal día y…
—Yo voy a bajar 10 libras de peso —le dijo utilizando esa cifra exacta, pues desde ya estaba previendo lo que le ocurriría y planificando cómo estar en condiciones físicas para enfrentarlo con conciencia, esfuerzo y deliberación.
Ese temple, robustez y tenacidad que lo singularizaban, determinaron su comportamiento durante todos los días del evento, pues, según contaba Alarcón, Fidel ejerció la presidencia de los No Alineados de una manera diferente a la de todos sus predecesores: nunca abandonó la plenaria, en la que constantemente estaba hablando un mandatario. «Es que, ¿cómo usted pone a hablar a 150 oradores en tres días de conferencia? La única forma es que hablen mañana, tarde, noche y madrugada. Lo que nadie se sienta a escuchar a todo el mundo, pero Fidel sí. Él se disparó todos y cada uno de los discursos que se hicieron, nadie ha hecho eso nunca en la historia del No Alineamiento.
»Yo le decía: “Pero por qué usted no se va, se tira un rato en la cama, aquí se quedará el vicepresidente”. No, jamás entendió aquello. Ya casi terminando la última sesión, me dijo:
—Oye, la verdad es que estoy cansado, muy cansado.
—Váyase a descansar.
»Pero no, y me consultó entonces:
—Oye, al final no hace falta que yo haga un discurso largo.
—Claro que no, algunas palabras serán suficientes.
»E hizo un gran discurso. El evento finalizó y, cuando nos íbamos me dijo:
—Voy a despedir a Tito —refiriéndose al mariscal Josip Broz, Tito, presidente de la Yugoslavia de aquella época—.
»Bueno, yo dejé a Fidel Castro saliendo para allá y este que está aquí fue para su casa y sin quitarse la ropa, sin quitarse el polvo del camino, cayó sobre la cama, rendido. Desperté al mediodía, y cuando puse el noticiero, ahí estaba Fidel despidiendo a este, al otro… Mientras yo dormía, el hombre que me había dicho horas antes que estaba muy cansado, ya no se veía así y andaba trabajando aún».
Él tenía esa capacidad increíble de renovar sus bríos, sacar el «extra», porque «todo lo pensaba, lo calculaba, lo asumía. Era una combinación de energía y fuerza física con organización y sentido de responsabilidad», analizaba Alarcón, quien rememoraba también la alegría de Fidel al decirle, luego de haber trabajado varias noches y madrugadas: «¡Dormí 20 minutos!».
En una ocasión un grupo de parlamentarios centroamericanos estaban de visita en Cuba y el Comandante aceptó recibirlos. Esa tarde noche de muchísimo trabajo, en dos oportunidades le preguntó a Alarcón:
—¿Cuándo se van los centroamericanos?
—Mañana en la mañana.
A medianoche, volvió a reparar en ellos con una insólita pregunta:
—¿Dónde tú crees que estén?
—Me imagino que deban estar en la casa de protocolo, durmiendo.
—Bueno, avísales que vamos a ir para allá.
«Y salimos. Yo fui en el carro de él, y en el camino me dijo:
—Oye, esto no tiene que ser mucho tiempo ¿no?
—No, Comandante, que un jefe de Estado vaya a despedir a unos visitantes a su casa, con que esté 20 minutos con ellos, está bien».
Llegaron, y Tomás Borge, el escritor y político nicaragüense, junto a los demás, los esperaban en la puerta. Saludaron, entraron, «y allá va eso. Imagínate que ellos salieron corriendo de la casa para el aeropuerto, porque estaban ya a punto de que se les fuera el avión. Y yo salí para mi casa dispuesto a hacer lo mismo que hice en la otra ocasión que conté: tirarme en la cama, rendido. Pues lo hice, y al instante me llamó una compañera de Palacio, de la oficina de Fidel:
—Óigame, Alarcón, ¿dónde está el Comandante?
—Y yo qué sé dónde está el Comandante. Nos separamos hace un rato, yo vine, me tiré a dormir y me imagino que sea lo que está haciendo él.
—No, está pidiendo un informe sobre el comercio con España y quiero estar segura a dónde enviárselo.
—Imagínate tú.
»Bueno, volví para la cama y cuando me desperté y puse el noticiero, titular: “Se reúne Fidel con un grupo de empresarios españoles”. Estaba ahí, disertando sobre la economía española, el comercio de Cuba con ese país, como si nada», contaba con la misma sorpresa de aquel día Alarcón, y al preguntarse cómo Fidel podía trabajar tanto y dormir tan poco, reflexionaba sobre el hecho de que, desde su juventud, hizo mucho ejercicio físico, y después lo siguió haciendo siempre que podía.
«Aquí, en Palacio, yo he estado reunido con él en su despacho en el tercer piso, y él ha estado dándole la vuelta, caminando, mirando su reloj para medir el tiempo, y yo hablándole y él sin dejar de moverse, porque no tenía otro momento, otra posibilidad de hacerlo, y a una hora insólita, medianoche», decía Alarcón mientras sus dedos se movían en el aire haciendo un círculo imaginario, similar a aquellos recorridos del Comandante.
«Sus métodos de descanso parecen demasiado originales, y algunos no excluyen la conversación. Una vez se despidió de una intensa sesión de trabajo casi a la medianoche, con signos visibles de agotamiento, y regresó en la madrugada restablecido por completo después de nadar dos horas», relataba el célebre escritor colombiano Gabriel García Márquez; y sobre eso también ha comentado el dirigente cubano Cándido Palmero: «él me decía que dormía cuando se tiraba en el agua a nadar, y mientras estaba ahí, descansaba. Nadando y soñando, así me lo contaba. La verdad es que me llevaba más de 20 años y me reventaba a mí y a los demás que trabajábamos junto a él».
La resistencia del cedro
Fidel pasaba como los vientos, agitándolo todo. Muchos hablan de que desprendía una energía intensa, casi mística, pues su presencia era tan estimulante que contagiaba los ánimos y ahuyentaba los agotamientos. Esa sensación la sintió muchas veces Enoyre, uno de los gastronómicos de Palacio, un hombre bueno con dones de poeta que dedicó muchos de sus versos al Comandante, y recuerda que podía llevar dos días trabajando y no sentir el cansancio, «porque estar hablando con él, o participando con él en alguna actividad, realmente le daba a uno mucha fuerza».
Lo cierto es que llevaba sobre sus hombros a un país, y por todas las responsabilidades y decisiones que conlleva la difícil misión de guiar a un pueblo, se exigió siempre dar lo mejor de sí, buscar la perfección no para alcanzar reconocimientos o por vanidad, sino porque ese era su compromiso con Cuba, eso esperaban de él, y por ello no vaciló en arrebatarle horas al sueño, a la familia, e incluso hasta comprometer su salud. «Hacía sus comidas a deshora. Los que teníamos oportunidad se lo decíamos: “Comandante, por qué usted no come más temprano, tan tarde le hace daño”, pero él decía: “El problema es que, si como, me da sueño y no puedo seguir trabajando, por eso tengo que comer al final”. Así que desayunaba al mediodía, almorzaba en la tarde y cenaba en la madrugada. Eso fue así durante muchos años, hubo ocasiones en que hizo la cena del día anterior a las 7 de la mañana. Él lo había decidido y nadie podía convencerlo de lo contrario», dice Durán.
«Fidel era un estoico, él tenía esa raíz estoica que también tenía Martí, que tenía Félix Varela, personas que se exigían mucho a sí mismas, y que, del mundo material, necesitaban muy poco (…) No cogía vacaciones, no tenía un domingo, Fidel no tenía un día de descanso», asegura Abel Prieto.
Aquel amanecer ya había clareado y todavía estaba en su despacho. Afuera, armado con sus paños aguardaba Ernesto, quien a mediados de 1968 vivía en el barrio de la calle 11, donde estaba el apartamento de Fidel, y era un bebé de seis meses con serios problemas en la visión. Cuentan que Celia enseguida se preocupó, el Comandante también, y luego de varias gestiones y hasta un viaje a Madrid, lo operaron y el pequeño se recuperó. A través de las vueltas y los caprichos de la vida, esos ojos que Fidel ayudó a que pudieran mirar, son los que hace más de 25 años limpian con dedicación de orfebre los libros, estatuillas y butacas en su despacho.
«Espera un momentico que el Jefe ya se va. Estuvo trabajando toda la noche», le han dicho y él no se asombra, como todos en el Palacio, está acostumbrado a que Fidel termine su jornada cuando otros la comienzan. «O muchas veces me pasó lo contrario, yo estaba limpiando y me decían: “Dale rápido, que el Jefe tiene una reunión dentro de unos minutos”. Podía llegar en cualquier momento», asevera.
Así fueron casi todas las madrugadas de Fidel, de desvelos, quehaceres impredecibles, imprevistos que obedecían el curso infinito de sus ideas, lluvia incesante de pensamiento, de volver una y otra vez sobre las dificultades hasta encontrar la solución, y tras concluir el trabajo, las conversaciones o la atención a alguna persona, según los recuerdos del sabio historiador Eusebio Leal, se ponía en pie, recorría su despacho y, cuando tomaba el zambrán para situárselo, una voz decía: «¡Se va!», y entonces la escolta se movilizaba.
Se retiraba, sí, pero quienes trabajaban junto a él sabían que en breve podía llamar para dar una orientación, preguntar por algo y hasta regresar. Asimismo, muchísimas veces, luego de más de 16 horas trabajando, no iba para su casa, sino a revisar algunas de las obras en construcción que había en La Habana a inicios de los 80, «un policlínico, una escuela de enseñanza especial, una vivienda, un círculo infantil, una fábrica... que siempre por la noche estaban trabajando, y allí se aparecía Fidel», cuenta su colaborador Lezcano.
«Como no es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendos de motocicletas, deslizándose aún a altas horas de la madrugada por las avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada». Cuando en 1988 García Márquez escribió estas líneas, hablaba también de los modos de hacer de Fidel en los años anteriores y decía: «Sin contrariar los ímpetus de la inspiración, que son propios de su estilo, ha terminado por imponerse un cierto orden de vida. Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo derribara el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día. Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las 10 de la noche, que a las 7 de la mañana del día siguiente».
En algunas de esas salidas de Palacio al alba, estuvo con él su amigo Eusebio Leal. «Bajamos juntos aquel ascensor y luego me acompañó en su automóvil hasta mi casa, siempre con aquel maletín que se situaba delante de él cuando se sentaba en la Asamblea, cuando viajaba en un avión, o muy cercano en la máquina. En el interior: lo necesario para combatir en una cuarta de tierra con todo lo posible; dentro de ese maletín había de todo. Me dejaba y después se iba».
Corrían tal vez entonces unas pocas horas de sueño y, cuando despertaba, junto al desayuno le llegaban las noticias, un paquete de cables clasificados que escrutaba en su casa y durante el viaje a Palacio, como para no perder ni un detalle de lo acontecido. Así, al llegar ya sabía todo sobre cómo había amanecido el mundo, y una vez allí, en su despacho de gruesas cortinas y paredes de ladrillo, volvía a atender los asuntos del Estado, del pueblo… a olvidar los relojes, y el tiempo se declaraba perdedor ante la voluntad de aquel hombre que casi no dormía, porque siempre llevó en sí la energía de las tormentas, la resistencia del cedro y el don del liderazgo.