El siglo de un guerrillero
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Su vida parece la trama de una película de acción, de esas en las que el protagonista logra escapar de puro milagro en medio de una feroz redada policial, se cambia de nombre para vivir en el clandestinaje, lidera un levantamiento armado y soporta bestiales torturas sin quebrarse.
Si un director decidiera llevarla al cine algún día, no podrá faltar la escena de su secuestro, ni las palabras de aquel esbirro que subestimó su entereza: «si tú pasaste por Ventura y no hablaste, es que no sabes nada», ni aquella fuga espectacular, cuando toda la policía de La Habana lo buscaba, en una avioneta que logró levantar vuelo en la pista de Santa Fe, mientras las perseguidoras del sim llegaban para detenerlo.
De aquellos años convulsos en que lidiar con la muerte era el pan de cada día, Julio Camacho Aguilera conserva marcas en las costillas, un tic nervioso que aparece a intervalos cuando habla y, sobre todo, el orgullo de haber ayudado a derrocar la tiranía de Fulgencio Batista para iniciar, desde los cimientos, la construcción de una nueva era en la historia de Cuba.
En las charreteras de su uniforme, los grados de Comandante realzan aún más su figura de casi dos metros de altura.
Es de los últimos sobrevivientes de una generación que no creyó en aquella máxima de que las revoluciones solo eran posibles con el ejército o desde el ejército.
Fidel siempre lo tuvo entre sus hombres de confianza. Una vez, cuando alguien malintencionado le sugirió que Camacho había desertado, el Comandante en Jefe le respondió con aspereza: «él jamás traicionará». Y no se equivocó; 65 años después sigue siendo un hombre leal y consecuente.
A principios de la década de 1990, se dedicó a buscar un tesoro en la península de Guanahacabibes, que se creía que podía sacar a Cuba del Periodo Especial. Aunque no lo encontró, no salió con las manos vacías.
Durante los últimos 34 años ha trabajado de manera incansable para impulsar el desarrollo de esta hermosa porción del occidente cubano, convencido de que «el verdadero tesoro de Guanahacabibes es la península en sí».
Antes había sido embajador en la urss y primer secretario del Partido en Santiago de Cuba, La Habana y Pinar del Río.
Pero las historias se cuentan por el principio. Así que, quizá, debimos comenzar diciendo que el Comandante del Ejército Rebelde Julio Camacho Aguilera nació hace exactamente un siglo, el 7 de marzo de 1924, en la entonces provincia de Oriente, y que de niño soñaba con ser ingeniero.
Su padre, sin embargo, le advirtió que la educación superior solo estaba al alcance de los ricos, pero que en la casa había una biblioteca amplia. Si quería estudiar, debería prepararse de manera autodidacta.
Lo hizo por un tiempo, hasta que conoció a Gina (la combatiente del Ejército Rebelde Georgina Leyva Pagán) su compañera de toda la vida. «Me enamoré de ella y el estudio se acabó», confiesa mientras sonríe.
En 1956, cuando se produce el alzamiento del 30 de noviembre, para apoyar el desembarco del yate Granma, era el jefe de acción del Movimiento 26 de Julio en Guantánamo.
Luego, por indicación de Fidel, asume la misma responsabilidad en Las Villas, y se convierte en una de las principales figuras del levantamiento armado en Cienfuegos, el 5 de septiembre de 1957.
En La Habana, recibe la misión de sabotear la zafra. En octubre de ese año, al llegar a la vivienda donde tendría lugar una reunión del Movimiento, fue recibido por un policía que le apuntaba al pecho con su ametralladora.
«Se enteraron por un compañero que no resistió», explica Camacho, y recuerda que «todos los días nos torturaban. Ya no teníamos piel. Apenas nos quedaba pelo en la cabeza. Entre las uñas y los dedos nos clavaban alfileres».
Una noche lo sacaron en un carro, lo tiraron en la cuneta y cuando el capitán que comandaba la operación estaba a punto de halar el gatillo, uno de sus hombres le gritó que no disparara, porque se acercaba un vehículo haciendo señales con las luces.
«Era Ventura, y le reclamaba que yo era prisionero suyo, que había participado en el 5 de septiembre, que sabía mucho y que tenía el compromiso con un coronel de Las Villas de mandarme para allá».
«¡Que lo maten ellos!», concluyó. Pero en Las Villas los presos políticos se declararon en huelga de hambre y, para disipar la revuelta, los separaron. Entonces lo enviaron a Santiago de Cuba, para ser juzgado por los sucesos del 30 de noviembre.
Después de tres vistas en las que el juicio no llegó a celebrarse, fue puesto en libertad.
Por orden de Fidel, vuelve a La Habana para hacerse cargo de los contactos con un grupo de oficiales de la tiranía que se hallaban inconformes con los métodos de Batista.
«El 27 de noviembre de 1958, aborta la conspiración. La represión es tremenda, y alguien dice que en la ciudad hay un delegado de Fidel de apellido Camacho».
De la capital consigue escapar gracias al piloto de una avioneta arrocera de Manzanillo, que accede a recogerlo en la pista de Santa Fe y llevarlo a Oriente.
El Comandante en Jefe entonces le encomienda sumarse al Frente Guerrillero de Camagüey, donde lo sorprende el triunfo de la Revolución.
La primera tarea, tras la caída de la dictadura, es dirigir el Ministerio de Transporte.
Uno de los pasajes menos conocidos de su vida fue el secuestro de un barco en que había salido a pescar.
Camacho cuenta que, de pronto, el patrón y otros dos tripulantes lo encañonaron, le amarraron las manos, y pusieron rumbo a Estados Unidos.
Al llegar a Cayo Hueso, le propusieron que no volviera a Cuba de mil maneras. Incluso llegaron a decirle que aquí sería fusilado, porque lo considerarían un desertor.
Una y otra vez exigió regresar a su país, hasta que decidieron enviarlo de vuelta.
Como Primer Secretario del Partido, marcó un antes y un después en el desarrollo de Pinar del Río. Desde la construcción de escuelas, hospitales, instalaciones deportivas y miles de viviendas, hasta los principales programas agrícolas, la electrificación o la creación de embalses, llevan su huella, en una provincia que era conocida despectivamente como «la cenicienta de Cuba».
Dicen que todo lo «grande» que hoy existe en Vueltabajo fue impulsado por él, y que, además, promovió las investigaciones sobre el papel de esta región en nuestras gestas libertarias.
«Esta es una provincia heroica y su historia no se conocía. Se quería aparentar que su pueblo no había luchado y eso no es cierto. Aquí fue donde más combatientes se le unieron a Maceo en la guerra del 95».
Al cabo de una década de arduo trabajo en territorio pinareño, también se desempeñaría como primer secretario del Partido en La Habana y en Santiago de Cuba, y como embajador en la entonces Unión Soviética.
A su regreso de la urss, pidió volver a Pinar del Río, para fomentar el desarrollo de Guanahacabibes.
Hace algunos años, durante la inauguración de la carretera hasta el Cabo de San Antonio, confesó que había llegado a la península acompañado por «un grupo de entusiastas buscadores de famosos tesoros escondidos entre las leyendas y la historia».
La belleza de esta región prácticamente virgen y sus enormes perspectivas para el turismo, sin embargo, hoy le parecen mucho más valiosas que cualquier fortuna escondida por piratas y corsarios.
«A Guanahacabibes nos fuimos a vivir en una casita de campaña, y hubo quienes dijeron que nos íbamos a rajar, porque cambiar Moscú por este lugar no era fácil. Pero la base no se puede perder nunca, y nosotros venimos de la lucha, de las dificultades».
Lúcido y jovial, con una memoria prodigiosa capaz de recordar hasta el más mínimo de los detalles, este jueves cumple cien años convencido de que una Revolución tiene que superarse a sí misma cada día.
«No podemos quedarnos satisfechos porque hayamos llegado hasta aquí. Nuestros sueños de ayer son realidades hoy, pero los sueños de hoy, hay que hacerlos realidad mañana».
Jamás ha hecho alarde de su rango militar, bien ganado en el fragor de la batalla, ni ha tenido que exaltarse para imponer su autoridad de líder nato, que contagia y compromete a los otros con su sencillez y su capacidad de ser ejemplo.
Cuando sale a la calle, nunca pasa inadvertido para un pueblo que reconoce su dedicación y su entrega.
«Hasta los jovencitos me saludan con afecto, piden hacerse fotos conmigo. Y yo me pregunto: ¿cómo esos muchachos, que nacieron ayer, me conocen?».
Aunque le halaga el cariño de la gente, expresa con la mayor humildad del mundo: «Soy yo quien debe estar agradecido».