Lina
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“Ella olía a cedro como la madera de los armarios, los baúles y las cajas de tabaco, con el aroma discreto de las intimidades que, en su tibia y sobria soledad, recuerda los troncos con las raíces en la tierra y las ramas desplegadas al aire. Su olor perturbó los sentidos de don Ángel”.
Así nos abre Katiuska Blanco en Todo el tiempo de los cedros las puertas de la casona grande de Birán, como escribiría Guillermo Cabrera Álvarez: de la mano de la muchacha que enamoró el corazón de Ángel Castro y conformó una familia con hijos que alumbraron su patria; la madre de Fidel y de Raúl. Este 23 de septiembre Lina Ruz nos cumple 120 años. Se los cumple a su país, a su tierra pinareña, a la historia cubana, a todos nosotros que le conocemos y le admiramos.
El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, siempre ha hablado con especial ternura sobre su mamá, sobre el agradecimiento por haberse empeñado en que él pudiera estudiar. Es la propia Katiuska quien recoge en su libro Guerrillero del Tiempo, estas remembranzas que comparte con el Comandante a manera de pregunta:
El 23 de septiembre del año 2003 —el día en que su mamá habría cumplido 100 años—, usted confesó que mientras más sentía algo, más lo guardaba. Dijo que era difícil abrir su corazón, un corazón siempre cerrado a las cosas más íntimas. Explicó que su padre también era un hombre muy sentimental, pero callado. Y de su madre dijo que siempre hizo el mayor esfuerzo para que usted pudiera estudiar. Se refirió al sufrimiento de ambos, ocasionado en parte por usted y sus hermanos como consecuencia de sus luchas y de los años que estuvieron en peligro. Habló de sus padres con especial agradecimiento por la rectitud y la ética con que los educaron y afirmó: «Uno les debe todo a los padres. Ellos nos dan su sangre, ellos comparten entre dos su naturaleza y nos la entregan a todos, y lo hacen de tal forma que ninguno es igual, pero lo mejor que tenemos, aun desde el punto de vista físico, lo hemos recibido de ellos, que nos dieron la vida». Después, en las respuestas al periodista Ignacio Ramonet, al recordarlos, flotaban en el aire de la conversación la ternura, el respeto y la admiración. El testimonio sobre su madre es realmente conmovedor…
Y Fidel, emocionado una vez más, le respondía:
“De todo me acuerdo, y por eso digo que mi madre era una mujer muy activa y de mucho carácter. Una persona muy bondadosa, cariñosa, dulce, mas era la que nos imponía autoridad. Nosotros teníamos mayor confianza con ella, a pesar de que mi padre no nos regañaba ni ponía la disciplina, tenía la aureola de respeto, y con la madre había mucha más confianza. La tratábamos con más naturalidad. Ella nos regañaba, peleaba con nosotros y nos castigaba también. (…) Ella era muy alegre y jugaba mucho, bromeaba. Pasaba su tiempo atendiéndonos, cuidándonos cuando estábamos enfermos, preocupándose por cualquier cosa que nos pasara; no era muy formal, no era persona de estar besando a los hijos, acariciándolos constantemente, sino atendiéndolos, preocupándose por ellos, por todos los detalles, desde la ropa, la comida, si estábamos enfermos, la preocupación por nosotros”.
Las imágenes de Lina nos devuelven a una mujer fuerte, familiar, activa, con mucha vitalidad y una sonrisa infinita cuando estaba junto a sus hijos. La madre que en silencio soportó el dolor y la angustia de no saber de sus muchachos revolucionarios que peleaban por su país, y confiaba en que los volvería a ver vivos; la que estuvo junto a ellos cuando triunfó la Revolución y comprendió la grandeza de sus ideales; la de toda la familia, la madre lealtad, como la ha llamado un compañero; para otros, la madrina de Birán.
Y si era inmenso el amor de Fidel a su madre, como hemos visto y leído, lo era también el del más pequeño de los varones, el de Raúl. Así lo reflejó el General de Ejército en una carta preciosa fechada el 18 de septiembre de 1953. Aquel joven de 22 años, escribía desde la prisión de Boniato, donde esperaba juicio por las acciones del 26 de julio. La primera carta fue para Lina, su mamá:
(…) Nos encontramos y apenas nos hablamos, nos separaba una reja de gruesos barrotes que apenas nos dejó besar y solo cruzamos algunas palabras referente a la salud de mi padre, nada más hablamos, para las miradas intrusas aquello fue solo un momento emocionante, pero solo usted y yo comprendimos su grandeza. Sin hablar nos entendimos y con la mirada nos contamos, en un instante nuestras vidas: usted me vio nacer, colorado y gritón; luego dando los primeros pasos, cuando me dormía en cualquier lugar; más tarde juguetón y travieso, escondiéndome en escaparates y baúles y finalmente me vería sentado en las escaleras de un colegio, llorando con la cara entre mis manos, porque era la primera vez que nos separábamos, apenas contaba con 5 años de edad. Igualmente yo la vi a usted: trabajando igual que cuando la conocí, privándose de todo por satisfacer las necesidades y caprichos de los demás; la vi preocupada como cuando no podía complacerme en alguna de mis peticiones y la vi caminando como siempre incansable de un lado a otro, hablando en tono enérgico y con palabra franca... y ahora frente a mí la tenía, hablando poco y en voz baja, con dos lágrimas aflorándole a los ojos y en la garganta un nudo. Y en aquel instante odié, maldije y amé. Odié las miserias humanas, maldije la desgracia de mi patria y la amé a usted más que nunca porque en ese instante vi reflejado en su rostro el dolor de todas las madres de mis compañeros muertos (…). Yo solo quiero de usted que se porte valiente.
Y así fue. Valiente en su dolor y grande en su amor.
Sea este 23 de septiembre el homenaje infinito a Lina, la madre que estaba convencida desde el inicio, de que sus hijos serían fieles hasta el final a la causa a la que se habían entregado; la que sabía que Raúl iba a ser el que acompañara a su hermano Fidel para siempre en la misma línea de pensamiento y acción; la que 120 años después sigue naciendo y siendo recordada con amor por quienes en Birán la conocieron, y por los hijos y los nietos de los habitantes de aquel lugar entrañable de nuestra historia. Llegue hoy a Birán, a la casona que guarda sus movimientos, sus lágrimas y sus esperanzas; a la losa donde reposa ella junto a don Ángel y parte de sus hijos; a los cedros y naranjales que cuidó siempre, el abrazo de todos los agradecidos.