La EIDE y su arte de magia
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Justo un año después de uno de los más monstruosos crímenes contra Cuba, en el que perdieron la vida 73 personas, al ser saboteado –en pleno vuelo– un avión civil de Cubana de Aviación, nacía, cual homenaje, una revolucionaria concepción en la formación del deportista. Aquellas vidas, sesgadas por las asesinas y terroristas manos del imperio y las de sus asalariados, comenzaban a germinar en el olimpo de la Patria.
El 6 de octubre de 1977, el Comandante en Jefe inauguraba, en el municipio habanero del Cotorro, la Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) Mártires de Barbados, en cuyos cimientos fraguó la articulación del rendimiento atlético con el escolar, es decir, la máxima de buen estudiante y buen atleta, las dos condiciones que hacían permanecer a los jóvenes en ese tipo de centro.
No fue una ofrenda por el primer aniversario de un crimen que aún duele; se trataba –y se trata– de una estrategia que, inspirada en quienes engrosaron el martirologio de la Patria, les haría un tributo permanente a las víctimas de tan horrendo episodio, en el que Cuba perdió a su equipo de esgrima, ganador de todas las medallas de oro en el Campeonato Centroamericano de 1976, en Caracas.
Fidel advertía que no sería solo una escuela, que habría una en cada provincia, y ahí están, en calidad de máximas aportadoras a los equipos nacionales y, en consecuencia, a lo que no tardó en convertir a una pequeña isla en una potencia deportiva mundial.
Hoy, 45 años después, es momento oportuno para no perder el rumbo de las tres esencias fundacionales de las EIDE. Primero, la selección de su matrícula; segundo, la continuidad en ella hay que ganársela, y tercero, o regla de oro, como dijo el Jefe de la Revolución, «no se puede permitir en estas escuelas que algún atleta sea mal estudiante; nosotros, antes que violar ese principio, preferimos perder un campeón».
Ingresar en ellas ha de ser un proceso participativo, que no excluya ni a gorditos ni a gorditas, ni a pequeños ni a pequeñas; debe partir de todo el universo escolar, y no concentrarse en las cabeceras de provincias, tendencia que ha hecho que, actualmente, la mayoría de sus alumnos tengan una procedencia citadina.
Por ejemplo, uno de los grandes peloteros cubanos, no por tamaño, sino por su estatura beisbolera, Antonio Muñoz, jamás hubiera sido visto. Él fue captado por ese ojo clínico de Pedro «Natilla» Jiménez, pero no en un barrio de la ciudad, fue en el monte, hasta donde llegó el sabio, quien al verlo exclamó: «he descubierto a un diamante en bruto».
Hay una frase que es una sentencia en el mundillo deportivo: el problema no es llegar, sino mantenerse. Y ese es el reto del estudiante de la EIDE, probar cada año que no ha perdido la condición por la cual fue seleccionado.
Si eso no se cumple, esas escuelas pierden su razón de ser para convertirse en un almacén de músculos amorfos.
Para ingresar y para permanecer debe exponer sus cualidades en un movimiento competitivo que debe generarse en la base. Es muy reconfortante que compita por la escuela donde fue captado, en lides de larga y corta duración en la base, en el municipio, que debe erigirse en el vientre materno del desarrollo del deporte.
La tercera esencia es decisiva en el ámbito competitivo mundial. Hay que ser buen estudiante, porque le va a permitir interpretar mejor la exigencia del rival, el escenario de competencia, el reglamento de su deporte. Pero, lo más importante, lo va a dotar de una herramienta cognitiva en el momento de tomar las decisiones en la fuerte lucha de contrario, cuando no tiene al entrenador al lado para recibir una orientación.
En consecuencia, y esta es una cuarta esencia, ese entrenador en ese peldaño tiene una enorme responsabilidad, porque la EIDE es el primer eslabón del deporte de alta competencia en Cuba: pero también el más importante; lo que no se fije allí, en edades tempranas, se convierte en un mal hábito.
En cambio, un trabajo pedagógico, no de campeonismo, que solidifique el aprendizaje, se convierte –y no por arte de magia– en una medalla olímpica.