La travesía del yate Granma
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Cerca de las dos de la madrugada del domingo 25 de noviembre de 1956, se sueltan las amarras en el improvisado espigón de Santiago de la Peña y el yate Granma echa a andar sus motores. Con alguna dificultad se separa la embarcación del atracadero y pone rumbo río Tuxpan abajo por el amplio canal, con las luces apagadas. A bordo los ochenta y dos expedicionarios mantienen absoluto silencio para no llamar la atención de las postas mexicanas.
Al inicio, Fidel Castro ordena arrancar el motor de la izquierda y maniobrar para apartarse de la enorme patana de madera atracada a estribor y poder salir. Todo en silencio y la oscuridad más completa. Pero después que se apartan un poco de la orilla, arrancan los dos motores e inician la trayectoria por el río.
El diario de campaña que comienza a escribir Raúl Castro anota: “A la 1 y media o 2 de la madrugada partimos a toda máquina”. Así de manera escueta, Raúl dedica algunas líneas a narrar los siete días de travesía del yate Granma desde su salida de tierras mexicanas hasta las costas de Cuba, luego de intensos meses de preparación de la expedición organizada por su hermano Fidel, y salvar innumerables tropiezos.
Poco antes, Fidel en el interior del barco dio las últimas orientaciones. Si los sorprenden durante el trayecto del río, saldrán de todas formas, incluso a tiros. Ya ha seleccionado a algunos combatientes que se ocuparan de mantener la disciplina a bordo, a los cuales entregó las tres Thompson y algunos fusiles. Nadie debe fumar ni encender un fósforo. Cuando arrancan los motores, Fidel ordena que ocupen distintas posiciones en el barco. Arsenio García se coloca en la banda de babor del yate, agarrado de una de las ventanas por fuera de la cabina, para vigilar esa orilla durante el trayecto por el río.
En las primeras horas de esa madrugada, el yate navega en las aguas tranquilas del río. Amontonados casi unos encima de otros, los expedicionarios pueden todavía ver a esa hora a su izquierda algunas escasas luces de la ciudad de Tuxpan. A la derecha todo es más oscuro, aunque hay luces dispersas y aisladas que, según avanzan se hacen más escasas. El barco hace un pequeño giro y todo se torna más oscuro a ambos lados. A veces en alguna que otra orilla parpadea una aislada lucecita. Se oye más el ruido de los motores y del agua que choca con la proa. Luego de avanzar unos minutos, de momento el yate apaga los motores y continúa navegando despacio y a oscuras, impulsado solo por la corriente del río. Cruza por encima del cable que se tiende de una orilla a otra y que arrastra la patana, pues se corre el riesgo de que las propelas se enreden en él.
Luego de atravesarlo, se vuelven a encender los motores de la embarcación y continúan la travesía por las tranquilas aguas del río. Surgen por el frente algunas luces y se perfilan las siluetas de otras embarcaciones menores que se mueven. Pueden ver también pequeñas señales lumínicas de las boyas. Más allá, la luz de faro les indica la cercanía de la desembocadura del río. Desde el lugar donde partieron hasta la desembocadura, hay aproximadamente once kilómetros, que el yate navega durante una media hora. A la entrada, un puesto naval con un faro de la Marina mexicana, frente al cual el yate tiene que pasar sin ser visto.
Saliendo de Tuxpan
Jesús Chuchú Reyes va guiando el barco hasta la escollera, pues es su obligación. Aquello está tan oscuro y los sacos de naranja depositados en la proa le impiden alguna visibilidad, por lo que está a punto de equivocar el rumbo y tomar por la laguna de Tamiahua, que le queda a la izquierda. Pero afortunadamente se da cuenta a tiempo.
A la salida del río Tuxpan, Chuchú Reyes entrega al capitán Onelio Pino y a su segundo, Roberto Roque, el mando del yate y baja a la sala de máquinas para hacerse cargo de los motores de la embarcación. Debido al mal tiempo, Roque decide tomar por algún tiempo el timón y junto a Pino marcan de través el faro de la boca del río, trazando a estima un rumbo de 90 grados hacia el faro más próximo al este, con el propósito de penetrar en el Golfo de México y evitar el encuentro con algún guardacostas mexicano que habitualmente merodea la zona.
Luego de dejar atrás las aguas tranquilas del río, al cruzar la nave las enormes rompientes formadas por un norte en desarrollo, muy pronto comienza a sentirse el viento y el movimiento de las olas en toda su intensidad. El mar bravo golpea el yate por el costado de babor, ligeramente hacia la aleta, y es necesario esforzarse por girar todo lo que se pueda el timón hacia esa dirección para evitar la mar de través, lo que además de reducir velocidad resulta peligroso, dado lo emproado del barco. Pero no hay otra alternativa. En un momento parece que el yate “se iba por ojo”. Incluso, al sumergirse la proa, las propelas suenan con fuerza fuera del agua, hasta que la embarcación cae de un golpe.
Cuando la nave estuvo suficientemente alejada de tierra firme, se encienden las luces y los 82 expedicionarios cantan emocionados el Himno Nacional y la Marcha del 26 de Julio, concluyendo con vivas a la Revolución y gritos de condena a la dictadura, que se funden con el fuerte viento. Luego de tanto tiempo luchando y soñando, cuánta alegría debió sentir Fidel y el resto de los expedicionarios cuando se vieron ya rumbo a Cuba.
El fuerte oleaje hace que el yate semeje una indefensa cáscara de nuez en medio de aquel mar enfurecido. No sólo sobrecargado por los expedicionarios a bordo, sino también por el armamento, las mochilas y demás equipos que trae, además de los numerosos bidones de combustible y agua necesarios para el viaje. Anota Raúl Castro en su diario de campaña: “Una vez mar afuera, cantamos Himnos. Al poco rato, por mar picada, todo el mundo vomita y se sienten mareos”.
Una prueba difícil
Ernesto Guevara, que viene como médico de la expedición, busca infructuosamente las pastillas contra el mareo, que no aparecen por estar situadas debajo de tantos bultos y cajas en el camarote de popa. Minutos después, la mayoría sufre los estragos del mareo. El propio Che relata en sus Pasajes de la guerra:
El barco entero presentaba un aspecto ridículamente trágico: hombres con la angustia reflejada en el rostro, agarrándose el estómago. Unos con la cabeza metida dentro de un cubo y otros tumbados en las más extrañas posiciones, inmóviles y con las ropas sucias por el vómito. Salvo dos o tres marinos y cuatro o cinco personas más, el resto de los ochenta y dos tripulantes se marearon.
Si para todos aquellos hombres esto fue una difícil prueba, para Che lo era aún más, pues a las molestias del mareo se le sumó un intenso ataque de asma que le duró casi toda la travesía. Poco lo aliviaron los medicamentos, incluso las inyecciones de adrenalina que Faustino Pérez le suministrara.
En el puente de mando de la embarcación, Fidel cambia impresiones con Pino, Roque y los timoneles. Los acompaña Raúl Castro, Juan Manuel Márquez, Che y otros compañeros. Unos pocos ocupan el pequeño sofá que allí se encuentra, los demás de pie o asomados por las dos puertas que dan a los pasillos laterales. En la cabina central, un grupo de combatientes amontonados ocupa cada rincón del saloncito, tanto el sofá de la esquina, el mostrador de enfrente con las cuatro butacas y hasta el fogón y el fregadero. También están sentados en todo el piso, incluyendo la entrada al cuarto de máquinas y las escaleras que bajan a los camarotes de proa y popa con literas y baños ya repletos.
Calixto García no sabe si saldrán de aquella situación y decide echarse en un rincón del camarote a descansar, hasta que pase todo aquello. Por su parte, Efigenio Ameijeiras comienza muy pronto a sentirse mareado y cuando baja a un camarote encuentra compañeros hacinados encima uno de otro, todos vomitando. El olor a petróleo es penetrante.
Amanece el 25 de noviembre completamente nublado y lluvioso, con perspectivas de mantenerse así el resto del día. El Granma penetra en aguas del golfo y la mayoría de los expedicionarios sigue sintiendo los rigores del mareo. El mar continúa con un fuerte oleaje y viento del noroeste, que bate por la aleta de babor, y obliga al timonel a esforzarse por mantener el rumbo.
Universo Sánchez pensó en aquel momento que no llegaban a Cuba, pues las olas pasan por encima del barco y lo golpean. Dijo para sí: “Esto se hunde”.
Cerca del mediodía se corre la voz de alarma, pues el barco está haciendo agua en uno de los camarotes inferiores. La pequeña bomba de achique no da abasto o está defectuosa. De inmediato, Chuchú Reyes, el maquinista, junto a unos pocos de los que no están mareados forman una hilera y se dan desesperadamente a la tarea de sacar el agua con cubos. Pedro Sotto Alba escribe en su diario:
El primer día fue una cosa horrible, comenzamos a vomitar cantidad. El yate estaba al irse a pique, pues hacía cantidad de agua y la turbina no daba abasto para sacar el agua. Estábamos sacándola con cubos. El timonel le dijo a Fidel que había que ir para tierra, porque si no nos íbamos a hundir. Fidel dijo que teníamos que continuar aunque nos hundiéramos. Hacía un viento y unas marejadas que eran más altas que el yate.
Años después, Fidel recordó esta difícil situación: “No nos detuvo la tempestad, no nos detuvo el riesgo de aquel barco hundiéndose, porque ni siquiera cuando aquel barco se iba hundiendo apartamos el rumbo de Cuba. Podríamos hundirnos en el camino. ¡Aceptado! Hundidos, está bien, pero no íbamos a retroceder”.
A lo largo del tiempo algunos testimonios afirmaron que tal vía de agua se debió a una válvula trabada del baño de un camarote. Pero realmente, al estar sobrecargada la nave, la línea de flotación se encontraba muy por debajo de lo normal y las tablas superiores, menos herméticas y expuestas a la violenta marejada, permitieron filtrar el agua al interior del barco.
Pedro Sotto Alba lo refleja así en su diario: “Estuvimos dos días sacando agua con cubos […] No sabíamos si llegábamos o no a Cuba”.
Con el fuerte oleaje resulta difícil apreciar si el agua sube o baja. En un momento, Fidel se sienta frente a la cadena de hombres que la sacan con cubos y con un pequeño cordel trata de calcular si es más o menos el agua que entra. El esfuerzo se extiende por demasiado tiempo. El jefe revolucionario piensa que, si el nivel del agua sigue subiendo, lo único que queda es enfilar hacia la costa yucateca, a unas 80 millas, a ver si llegan. Se ordena tirar al agua maletas, tanques vacíos y todo lo innecesario, para aligerar el lastre.
Pero al fin, después de una frenética batalla de horas, perciben que poco a poco el agua comienza a descender. Parece que la propia humedad expandió la madera, se cerró y dejó de entrar el agua. De nuevo las tablas del piso de los camarotes inferiores aparecen, se saca el resto del agua y todos vuelven a respirar tranquilos. Raúl Castro anota en su diario: “La segunda noche es la peor, nadie comía. Poco a poco se van recuperando”.
A su vez, Pedro Sotto Alba relata en su diario: “Durante el día solamente nos comimos 1 lata de leche para 3 y 2 naranjas. Pero era igual que si nada, porque al poco rato lo vomitábamos”.
Segundo día de travesía
El 26 de noviembre amanece también nublado, sin sol y lloviznando. El barco se mantiene navegando bien, el mar le viene por la aleta de babor. Los timoneles Norberto Abilio Collado, Arturo Chaumont y el dominicano Ramón Mejías del Castillo, Pichirilo, se turnan en la conducción de la nave.
Preocupado por el malestar general a causa del mareo, Fidel aprovecha para conversar con los compañeros que han salido a cubierta, huyéndole al hacinamiento y fetidez de los camarotes, para tomar un poco de aire fresco. Entre otros, con Efigenio Ameijeiras, a quien Andrés Luján convenció de salir para recuperarse. También visita en los camarotes a los más afectados; conversa con Calixto García y varios más. Ramiro Valdés, junto a Julito Díaz y Ciro Redondo, se turnan cuidando el lugar de la litera, pues corren el riesgo de perderla.
Cuando al anochecer Pino y Roque divisan el Faro Triángulo, cercano a las costas de Yucatán, a las siete de la tarde lo marcan por el través de babor sin determinar con exactitud la distancia del mismo. Comprenden pues que el yate no mantiene la velocidad de 10 nudos calculada antes de la partida y en condiciones favorables, sino que en realidad hace unos 7,2 nudos. De inmediato se lo comunican a Fidel, quien recibe la noticia con desagrado. Se traza entonces un nuevo rumbo de 60 grados, hacia el noroeste, navegando de acuerdo con la configuración de la costa de Yucatán, a una distancia suficiente para evitar un posible encuentro con guardacostas mexicanos. Pero con la seguridad de que al día siguiente mejoraría el tiempo.
El amanecer del 27 de noviembre se presenta, en efecto, despejado y con sol, aunque la marejada se mantiene fuerte, por lo que Pino y Roque aprovechan para hacer sus mediciones: a las ocho de la mañana trazan una recta de altura y una meridiana a las doce del día, obteniendo una situación bastante exacta de la posición del barco. A partir de ese momento, navegarían astronómicamente.
En el interior del barco los expedicionarios se han ido recuperando poco a poco del mareo y se despierta el apetito. Pocos suministros se han traído para el viaje con lo precipitado de la partida: dos cajas de leche condensada, cuatro jamones de cocina y dos para emparedados, una caja de huevos, cien tabletas de chocolate y diez libras de pan de molde, además de unos diez sacos de naranja depositados en la proa y que pronto se agotan. Fidel ordena a Pablo Díaz racionar lo que queda. Raúl Castro anota en su diario de campaña: “Sólo un día y una noche fueron de calma. Hay que racionar los alimentos y el agua. Se pasa hambre”.
El viaje resulta incómodo, pues no se les permite permanecer de día en cubierta y en el interior apenas caben. Sólo por la noche pueden salir. No obstante, algunos como Ñico López y Armando Mestre se han posesionado del techo de la embarcación y allí permanecerán casi todo el tiempo que dura la travesía. También lo hacen René Rodríguez, Mario Hidalgo y otros más. El mexicano Alfonso Guillén Zelaya y Noelio Capote han subido también al techo y se amarran con alambres a ambos lados del botecito salvavidas.
Por el radio receptor situado en la cabina central y que opera Rolando Moya pueden captar la frecuencia de la Marina de Guerra y escuchar algunas emisoras del país. Entre otras, la noticia de que nueve estudiantes resultan heridos cuando la policía disolvió brutalmente en Infanta y San Lázaro, en La Habana, la tradicional manifestación de universitarios en conmemoración del 85 aniversario del fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Raúl Castro anota en su diario: “Por la planta de radio receptora oíamos el Estado Mayor de la Marina y sabíamos posición de los barcos. Una colilla de cig. [cigarro] tenía un valor incalculable”.
El yate Granma continúa navegando por aguas del golfo, aunque con algún retraso. A las seis de la tarde de ese día 27, cerca de Cayo Arenas, se decide fijar rumbo este, a 85 grados aproximadamente, evitando acercarse demasiado a la costa norte de la Península de Yucatán.
A las cinco de la tarde del 28 de noviembre, el Granma vuelve a cambiar de rumbo a 135 grados, pone proa al sureste y enfila el canal de Yucatán, procurando pasar lejos del Cabo San Antonio, para no correr el riesgo de encontrar unidades de la Marina de Guerra de la dictadura y evitar el patrullaje aéreo, así como de Cabo Catoche, en México. Esa noche cruzarían por una zona peligrosa, aunque este rumbo los pondría en un sector más seguro, navegando a lo largo de la isla de Cuba.
De momento, se advierte que el barco disminuye la velocidad y uno de los motores deja de funcionar, al parecer descompuesto. Chuchú Reyes y otros luchan para arreglarlo. Fidel cambia impresiones con sus colaboradores más cercanos, ante la posibilidad de verse obligados a desembarcar en Pinar del Río, con el enorme riesgo que ello conlleva. Al fin, vuelve a funcionar el motor y el jefe revolucionario decide continuar rumbo a la provincia oriental.
En zafarrancho de combate
Esa madrugada Fidel ordena a bordo zafarrancho de combate, al divisarse las luces de dos embarcaciones a lo lejos. Se cambia momentáneamente el rumbo, son repartidas algunas armas y Luis Arcos con otros más emplazan los dos fusiles antitanques que traen en la cubierta y techo de la embarcación. Por fortuna, son barcos pesqueros que siguen de largo y el yate retoma su rumbo.
Existía ansiedad entre algunos expedicionarios por la pronta entrega del armamento y se comenta la preparación de un grupo para, en caso de cualquier encuentro con un guardacostas enemigo y ante el peligro de ser hundidos, dejarse abordar, entregarse unos pocos compañeros que permanecieran en cubierta. Pero seguidamente efectuar un contraabordaje con el grueso de los combatientes que han permanecido escondidos en el interior de la embarcación, después de disparar sobre ellos.
El 29 de noviembre el jefe del ejército, general Francisco Tabernilla, declaraba a la prensa que las fuerzas armadas estaban alertas en todo el territorio nacional y concluía: “guerra avisada no mata soldado”.
Durante todo ese día, el Granma navega sin contratiempos por el Mar Caribe, al sur de Cuba. Fidel decide que es el momento propicio para utilizar la banda de babor del yate para graduar las mirillas de los fusiles de la expedición. Desde popa, a una distancia de diez metros y auxiliado por Ciro Redondo, Universo Sánchez y otros colaboradores, dispara una y otra vez hacia un blanco improvisado en la proa del barco. Con un pequeño destornillador y valiéndose de una fórmula geométrica, Fidel gradúa los 55 fusiles de mirilla telescópica de tres tipos que se traen, con una variación diferente cada uno, según el acero. Raúl Castro anota en su diario de campaña: “El Ing [Fidel] iba graduando fusiles”. Dos días dedica a esta tarea, ante la admiración de los expedicionarios que contemplan cómo su jefe prepara con esmero las armas con las que combatirán. Después, algunos prueban las automáticas disparando a tanques vacíos que arrojan al mar.
A las cinco de la tarde se hace un nuevo cambio de rumbo, a 105 grados, en busca del faro norte de la isla de Caimán Grande, que se encuentra a 180 millas al sur de Cienfuegos.
La mañana del 30 de noviembre el yate Granma cruza las aguas del Mar Caribe y divisan a lo lejos un buque mercante de gran porte que pasa de largo. Para no despertar sospechas, los combatientes se ocultan y proceden a izar una bandera extranjera.
En horas del mediodía comienzan a captarse por radio las primeras noticias acerca del levantamiento en Santiago de Cuba: atacada la estación de Policía, la Policía Marítima, tiroteos en las calles, la caída de los primeros combatientes, ocupado un mortero y ametralladoras en el Instituto, la fuga de numerosos revolucionarios de la cárcel de Boniato. También acciones en el central Ermita en Guantánamo, el asalto a un polvorín en Puerto Padre, sabotajes en Matanzas, Las Villas, etc. Enseguida todos comprenden la causa de aquello y la impaciencia se multiplica.
El Movimiento clandestino en Cuba tenía instrucciones dadas por el jefe revolucionario de esperar a que se produjera el desembarco para iniciar las acciones. Sin embargo, el ímpetu y el ardor de los compañeros de Santiago de Cuba les hace lanzarse este día, para hacerlas coincidir con la llegada de la expedición, que según los cálculos debía arribar al amanecer del quinto día de navegación.
De esa manera, el objetivo principal de distraer las fuerzas del ejército se convierte en un bumerang, pues la dictadura envía al día siguiente cientos de soldados a la capital oriental, ordenaba a todos los mandos el acuartelamiento general de las tropas. No obstante, el hecho de que los revolucionarios santiagueros conducidos por Frank País, vistiendo uniformes verde olivo y con brazaletes del 26 de Julio, lograran mantener el control de las calles de la ciudad durante varias horas, mientras las fuerzas represivas del régimen no se atrevían siquiera a salir de sus cuarteles, constituía una clarinada y ponía de manifiesto la capacidad organizativa del Movimiento y su determinación de enfrentarse a la dictadura hasta las últimas consecuencias.
Ya desde entonces, el yate expedicionario ha sido detectado por los servicios de inteligencia de la dictadura. El día anterior, luego de recibir un informe confidencial del agregado militar de la embajada de Cuba en México, el jefe del Estado Mayor del Ejército general Pedro Rodríguez Ávila ordenaba que aviones de la Fuerza Aérea patrullaran a diario las costas para localizar la embarcación de 65 pies, pintada de blanco, sin nombre y con bandera mexicana, cuya búsqueda hasta ese día 30 –según el jefe de la FAE- había resultado negativa.
Fidel no cabe dentro del barco, preguntando a algunos compañeros sobre las posibilidades de acciones en Las Villas y otras provincias. Debido a la impaciencia, algunos expedicionarios achacan injustamente el retraso de la expedición a la poca pericia de su tripulación. Sobre las seis y media de la tarde, divisan el faro de Caimán Grande, situado a 180 millas al sur de Cienfuegos. De acuerdo a los cálculos, el Granma mantiene una velocidad promedio de unos 7,5 nudos por hora. Se traza un nuevo y último rumbo de 84 grados hacia Cabo Cruz.
Durante toda la noche navegan por el norte de Caimán Grande y enfilan hacia el sur de las pequeñas islas Caimán Chico y Caimán Brac. Un helicóptero de la posesión inglesa sobrevuela el yate, pero continúa su recorrido sin novedad.
A horas del desembarco
La madrugada del 1ro. de diciembre el Granma navega por el sur de Caimán Chico y Caimán Brac, apenas a unas cinco o seis millas de sus costas. Este día el general Pedro Rodríguez Ávila desde Columbia ordenaba al jefe de la Marina de Guerra: “Ruégole disponga búsqueda y captura yate blanco 65 pies sin nombre bandera mexicana con cadena que cubre casi todo el barco, salió Tuxpan, Veracruz, México 25 Nov ppdo se supone por Ote”. Similar comunicación la cursaba también a los jefes de los Regimientos 1 y 8 de la Guardia Rural, en Santiago de Cuba y Holguín respectivamente.
Esa mañana, a bordo del yate Granma, Fidel ordena a Mario Hidalgo repartir los uniformes, mochilas y demás equipos, mientras Enrique Cámara se encarga de distribuir las botas. Todos se visten de uniforme y lanzan al mar las ropas que visten y todo lo innecesario para aligerar el lastre.
En horas de la tarde, Fidel se reúne con todos en la cabina central para informarles que el desembarco se produciría en pocas horas y por un punto al sur de la provincia de Oriente. A continuación, expone la organización del contingente expedicionario, cuyos jefes y oficiales son designados de acuerdo s sus cualidades y experiencia combativa.
El contingente queda estructurado en tres pelotones con 22 hombres cada uno y un Estado Mayor que integran 16 compañeros. Desde días antes, Fidel había venido trabajando en ello con Raúl Castro, Juan Almeida y José Smith, designados capitanes jefes de pelotón, así como con Juan Manuel Márquez y Faustino Pérez, integrantes del Estado Mayor, seleccionando los hombres y armas a distribuir. Al discutirse el grado que correspondería a Fidel, alguien propone que coronel, pero este argumenta que basta con el de Comandante
Finalmente, Fidel procede a distribuir el armamento según las misiones asignadas a cada pelotón y a la destreza demostrada por cada combatiente. Algunos ya habían probado sus armas el día anterior, observados por Fidel. Las cuatro subametralladoras Thompson son entregadas al pelotón de vanguardia, dirigido por José Smith Comas, quien recibe el único fusil Garand que viene en la expedición. El resto de sus integrantes portan en su mayoría fusiles Johnson y Remington automáticos. Al pelotón del centro le fueron asignados diversos tipos de fusiles y al de retaguardia predominantemente fusiles de mirilla telescópica. A todos los jefes de pelotones y escuadras, así como a algunos integrantes del Estado Mayor, le son entregadas además pistolas Star calibre 38 de ráfagas, con culatín de madera.
Raúl Castro anota en su diario: “El primero de Dic. desde por la mañana, empezamos a distribuir las cosas los cap. [capitanes] [...] Por la tarde se les explicó la situación y el plan a grandes rasgos”. Por su parte, Pedro Sotto Alba escribía: “El 1 de dic. nos pusimos los uniformes y cogimos las armas”.
Aquel atardecer del 1ro. de diciembre, Fidel busca información para precisar el punto geográfico más conveniente por donde pueda producirse el desembarco. Tenía la idea en un principio de hacerlo por Manzanillo, pero tras consultar con algunos compañeros conocedores de esa zona, comprende que no es conveniente, pues desde donde atracarían hasta el cuartel de la ciudad hay algo más de un kilómetro, en el trayecto podrían ser descubiertos y los expedicionarios no se encuentran en buenas condiciones físicas. El cuartel, además, ocupa una posición estratégica en una altura, bien fortificado y con un buen número de soldados. Al indagar entonces sobre la situación militar de Niquero, conoce que allí existe un cuartel de madera de la Guardia Rural defendido por apenas nueve soldados, que resultaría fácil tomarlo. Podrían, además, ocuparse camiones que por esta fecha trabajan en la zafra y con ellos trasladarse hasta la Sierra Maestra.
Pedro Sotto Alba escribía en su diario: “El Comandante dijo que el plan de él era tomar Manzanillo, pero como estábamos nosotros no resistíamos un combate fuerte y decidió tomar Niquero. […] Ese día, para que estuviéramos fuertes, nos tomamos una taza de leche para cada uno y un pedacito de pan con jamón”.
La noche del 1ro. de diciembre el yate Granma continúa navegando rumbo a Cabo Cruz. El mar se encuentra agitado, hay mar de fondo, el viento del este arrecia y la marejada golpea por todas partes el barco, haciéndolo perder estabilidad. Grandes olas cubren la proa del yate, que avanza a poca velocidad. A bordo nadie duerme. Raúl Castro anota en su diario: “Todo el mundo uniformado y con sus respectivas pertenencias toman posiciones en todos los lugares de nuestro pequeño barco para batirnos, era la orden contra cualquier obstáculo que nos encontráramos en la recta final”. Pedro Sotto Alba escribe: “El mar estaba picado y lloviendo. Nos posesionamos, pero teníamos que estar amarrados, pues si no nos caíamos al mar”.
¡Hombre al agua!
Roque y Pichirilo suben y bajan constantemente del techo del barco para tratar de localizar el faro de Cabo Cruz, que aún no se ve. Cerca de la medianoche, Roque vuelve a subir al techo de la embarcación y, al agarrarse a una de las antenas, el yate es sacudido por un fuerte bandazo, esta se parte y Roque cae al mar. Al grito de “¡Hombre al agua!”, Fidel da órdenes de detener la marcha y maniobrar para rescatar al compañero. Pedro Sotto Alba escribe en su diario: “Como alrededor de la 1, Roque estaba aguantado de la antena del yate y en un viraje grande, que por poco se parte el yate, se cayó con antena y todo para el mar. Por muy rápido que se paró y se viró, ya estaba lejos”.
Como marino experimentado, Roque piensa que no debe preocuparse más que en nadar y no perder la cabeza. Desde el agitado mar observa cómo el Granma se aleja y escucha la algarabía que ha provocado su caída. Trata infructuosamente de quitarse las pesadas botas, pero traga mucha agua al dejar de nadar unos minutos. Al poco rato, siente las máquinas del barco, pero cruza algo alejado.
Durante unos tres cuartos de hora el yate da una y más vueltas, pero el mal tiempo y la total oscuridad no permiten localizar a Roque. Ya a punto de abandonar la búsqueda, Fidel decide hacer un último esfuerzo. El yate da otra vuelta y con la tenue luz de una linterna todos escudriñan las olas, en busca del compañero perdido. El Granma vuelve a cruzar cerca de Roque, que grita con todas sus fuerzas “¡Aquí!” De a bordo escucha las voces de sus compañeros que le gritan repetidas veces “¡Roque!”
De pronto, observa cómo el barco avanza directamente hacia él, tanto que ya próximo tiene que zambullirse para apartarse. Ya con las máquinas detenidas y todo el timón a babor, Roque nada hasta aproximarse lo más posible. Desde la proa lo alumbra la tenue luz de una linterna, lo suficiente para tomar el cabo de proa que flota suelto. Se vale de una ola para avanzar y de cubierta cobran rápidamente el cabo, hasta que se aferra al fuerte brazo de José Smith y ayudado por otros compañeros cae sobre cubierta casi desfallecido, aunque aún con fuerzas para gritar “¡Viva Cuba libre!”. De inmediato, el Che y Faustino lo atienden. Raúl Castro anota en su diario de campaña:
Como a las 10 de la noche [Roque, tachado en el original] cae al agua turbulenta, sin gasolina para luz, la premura y sólo buscándolo con una linternita, se estuvo a punto de abandonar la búsqueda, hasta que un grito desesperado de él nos indicó más o menos el lugar donde estaba. Tragó mucha agua y un mar agitado y con botas, estuvo más de 25 mts [minutos].
A su vez, Pedro Sotto Alba escribe: “La búsqueda duró tres cuartos de hora, donde no podíamos encender las luces, pues estábamos frente a tierra. Por fin se encontró y lo subimos casi helado, pero con tantas vueltas habíamos perdido el rumbo y no se podía coger, pues estaba lloviznando y con viento y no había estrellas”.
Aunque el rescate de Roque levanta la moral de los expedicionarios, los ha hecho perder cerca de una hora. Con retraso aún mayor, el Granma reanuda la marcha.
En las primeras horas de la madrugada del 2 de diciembre, el general Rodríguez Ávila rectificaba a los mismos mandos la comunicación del día anterior, señalando que en vez de decir “cadena” era “cabina” la que cubría casi todo el yate. Poco después ampliaba el despacho anterior, comunicando tener noticias de que dicha embarcación lleva como nombre Granma.
Por el radio del yate expedicionario se ha captado la comunicación de que un guardacostas de la tiranía se dirige de Santiago de Cuba hacia Manzanillo y corren el riesgo de toparse con él. Unas horas después, pese a la bruma, el faro de Cabo Cruz al fin se hace visible y la embarcación enfila por el canal de Niquero. Pero al acercarse a las boyas, Pino observa que estas no coinciden con los datos de la carta náutica que poseen, de punto menor. Ante la confusión, se modera la marcha y se decide navegar con cautela hacia la costa, dando algunas vueltas para reconocerla.
Ernesto Guevara apunta en sus Pasajes de la guerra: “Al rato de iniciada la marcha ya veíamos la luz, pero el asmático caminar de nuestra lancha hizo interminables las últimas horas del viaje”.
El tiempo apremia, ya amanece y queda poco combustible. Es necesario tomar una rápida decisión y Fidel cambia impresiones con el capitán del barco:
—¿Tú estás seguro de que eso es tierra firme, de que es la isla de Cuba? No vayamos nosotros a desembarcar en un cayo u otro lugar.
Y al asegurarle Pino que es tierra firme, Fidel ordena:
—Bueno, no des más vueltas y enfila a toda velocidad hacia la costa.
El desembarco
Luego de advertir a los expedicionarios en cubierta, con sus mochilas puestas y armamento, sujetarse bien, el yate Granma navega a toda máquina hasta quedar varado en el fango, a unos 50 o 60 metros aproximadamente de la costa. La tenue luz del amanecer permite a los expedicionarios observar una tupida línea de mangles que se extiende ininterrumpidamente, sin abertura alguna que permita el acceso. El lugar es conocido por Los Cayuelos, a unos 2 kilómetros de la playa Las Coloradas, al noroeste de Cabo Cruz. Raúl Castro anota en su diario de campaña: “Como a las 5 y 30 ó 6 a.m. por equis motivos se tomó en línea recta y encallamos en un lugar lodoso…”
Poco después comenzaría el desembarco. Ello representaba la culminación de un largo e importante período de organización y preparación de la expedición liberadora dirigida por Fidel Castro, a la vez que marca el inicio de una nueva y definitoria etapa de lucha revolucionaria.