Fidel, un amigo inolvidable
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No sabría decir cuántas conversaciones privadas sostuve con Fidel desde que lo conocí en 1980. Después de nuestro primer encuentro, en Managua, viajé a Cuba innumerables veces, y creo que, a partir de 1985, en casi todos mis viajes surgió la oportunidad de encontrarme con él.
Pero nunca tuve acceso directo a Fidel. Se engañaban quienes me llamaban para pedirme que le llevara una carta o un pedido. No era alguien a quien podía llamar por teléfono, aunque él me telefoneó algunas veces. Una de ellas fue en 2010, poco antes de las elecciones presidenciales que le darían la victoria a Dilma Rousseff. Me encontraba en São Paulo, en Esch Café, en compañía –por pura coincidencia– del embajador cubano en Brasil y el cónsul de la Isla en São Paulo. Fidel quería saber las probabilidades con que contaba Dilma, la candidata por el PT y sucesora de Lula, de resultar electa presidenta de la República. Los dos diplomáticos, sorprendidos, deben haber imaginado que esas llamadas eran frecuentes...
Creo que, como yo, Fidel detestaba hablar por teléfono. Las pocas veces que lo vi hacerlo –una, en su despacho, para felicitar a Carlos Rafael Rodríguez por su cumpleaños, y otra, cierta noche en La Habana, en casa del embajador de Brasil, Ítalo Zappa, para cancelar un compromiso– fue tan sucinto que parecía el reverso del hombre que era capaz de captar el interés de una multitud durante varias horas desde una tribuna.
El 19 de febrero de 2016 me encontraba en La Habana. Era mi último día en la ciudad y tenía las maletas listas para regresar a Brasil esa tarde. Fui por la mañana a la Casa de las Américas –la institución cultural más importante de la América Latina– para asistir a la proyección del filme Bautismo de sangre, basado en mi libro homónimo. Había quedado en almorzar con Homero Acosta y, a continuación, poner rumbo al aeropuerto.
Para mi sorpresa, Homero llegó mucho antes de lo previsto y me sacó del salón en el que se exhibía el filme. Dalia Soto del Valle, la esposa de Fidel, lo había llamado para decirle que el Comandante tenía interés en hablar conmigo por teléfono. Por razones de seguridad, la llamada no podía ser por celular. Teníamos que regresar al hotel para usar el teléfono fijo de la habitación en la que me hospedaba.
Pero ya habían cerrado mi cuenta. Aun así, Homero insistió en que volviéramos al hotel. Por suerte, la habitación seguía vacía. Homero marcó el número y me pasó el aparato. Dalia me dijo que, lamentablemente, «el Jefe» no había podido reunirse conmigo en esos días, pero que al menos quería saludarme por teléfono antes de que me fuera. Fidel, siempre atento conmigo, me preguntó si tenía que regresar a Brasil esa tarde o si podía quedarme unos días más. Le expliqué mis dificultades.
–Pero, ¿por lo menos puedes venir a tomarte un café?–, me invitó.
Le respondí que sí. Ya en el carro de Homero, él no sabía dónde quedaba la casa de Fidel. Era un secreto guardado celosamente por razones de seguridad. No obstante, yo ya había estado allí varias veces y conocía bien el trayecto. De modo que se creó una situación inusitada: un brasileño le indicaba a un alto funcionario del Consejo de Estado el camino hacia la residencia del Comandante. Además, era la primera vez que Homero estaba personalmente con él, lo que se repitió en mis visitas posteriores a Cuba, incluso el día en que cumplió 90 años.
Lo que primero llamaba la atención al toparse con Fidel era su porte imponente. Parecía más grande de lo que era, y el uniforme lo revestía de un simbolismo que transmitía autoridad y decisión. Cuando entraba en un recinto era como si su aura ocupara todo el espacio. Los que estaban a su alrededor se callaban, atentos a sus gestos y palabras. Los primeros instantes solían ser difíciles, porque todos esperaban a que él tomara la iniciativa, eligiera el tema, hiciera una propuesta o lanzara una idea, mientras que él conservaba la ilusión de que su presencia era una más y de que le dispensarían un trato amigable, sin ceremonias ni reverencias. Como en la canción de Cole Porter, debía preguntarse si no habría sido más feliz de ser un simple hombre del campo, sin la fama que lo revestía.
Dice la leyenda que acostumbraba a manejar su jeep por las calles de La Habana a altas horas de la madrugada, de incógnito. Sé que tenía el hábito de aparecer inesperadamente en casa de sus amigos si veía una luz encendida, y aunque alegara que permanecería solo cinco minutos, no era sorprendente que se quedara hasta que los primeros rayos del sol anunciaban la aurora.
Otro detalle que sorprendía de Fidel era el timbre de su voz. El tono en falsete contrastaba con su corpulencia. A veces hablaba tan bajito que sus interlocutores aguzaban los oídos, como quien escucha secretos y revelaciones inéditas. Y, cuando hablaba, no le gustaba que lo interrumpieran. Magnánimo, pasaba de la coyuntura internacional a una receta de espaguetis, de la zafra azucarera a los recuerdos de juventud.
Pero no hay que pensar que fuera un monopolizador de la palabra. Nunca he conocido a nadie a quien le gustara conversar tanto como a él. Por eso no concedía audiencias. Le disgustaban los encuentros protocolares, en los que las mentiras diplomáticas resuenan como verdades definitivas. Fidel no sabía recibir a una persona por diez o 20 minutos. Cuando se reunía con alguien, se quedaba en la reunión al menos una hora. Con frecuencia toda la noche, hasta que se daba cuenta de que era hora de irse a casa, darse un baño, comer algo y acostarse a dormir.
En la conversación personal, el líder cubano procuraba extraer el máximo de su interlocutor. Cuando se entusiasmaba con un tema quería conocer todos sus aspectos. Indagaba sobre todas las cosas: el clima de una ciudad, el corte de una ropa, el tipo de cuero de un portafolio o los aviones militares de un país. Si el interlocutor no dominaba los detalles del tema que Fidel traía a colación, lo mejor era cambiar de asunto.
Aunque iniciara el diálogo cómodamente sentado, poco después daba la impresión de que todo asiento era demasiado estrecho para su corpachón. Electrizado por la excitación de sus propias ideas, Fidel se levantaba, andaba de un lado a otro, se paraba en medio de la habitación con los pies juntos, el tronco inclinado hacia atrás, la cabeza echada sobre la nuca y el dedo en ristre; se bebía una dosis cowboy de un drink, probaba un canapé, se inclinaba sobre su interlocutor, le tocaba el hombro con las puntas de los dedos índice y medio; le susurraba al oído, apuntaba incisivo con el índice derecho, gesticulaba con vehemencia, erguía el rostro ceñido por la barba y abría la boca exhibiendo los dientes cortos y blancos, como si el impacto de una idea le exigiera reabastecer los pulmones; miraba fijamente al interlocutor con sus ojitos pequeños y brillantes, como quien quiere absorber toda la información transmitida.
Se necesitaba mucha agilidad para seguir sus razonamientos. A su prodigiosa memoria se sumaba una envidiable capacidad para realizar complicadas operaciones matemáticas en la mente, como si accionara una computadora en el cerebro. Le gustaba que le contaran anécdotas e historias, le describieran procesos productivos, le trazaran el perfil de políticos extranjeros. Pero no admitía que invadieran su privacidad, guardada bajo siete candados. A menos que el interés estuviera relacionado con su única pasión: la Revolución Cubana.
Siempre rodeado por atentos miembros de su seguridad personal, Fidel sabía que no solo era blanco de las atenciones de sus admiradores. Durante 12 años, entre 1960 y 1972, mafiosos como Johnny Roselli y Sam Giancana, interesados en recuperar sus casinos expropiados por la Revolución, intentaron asesinarlo en connivencia con la CIA.
A pesar de todo, sobrevivió. Y falleció a los 90 años, serenamente, en su cama, rodeado por su familia.