Palabras en la Biblioteca
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Con el triunfo de enero de 1959 se abrieron las compuertas para viabilizar la más amplia difusión del arte y la literatura. Los escritores pudieron extraer los manuscritos que permanecían engavetados y darlos a conocer a través de una serie de editoriales. Los artistas plásticos fueron convocados a numerosos espacios expositivos y las obras más destacadas pasaban a enriquecer los fondos del Museo Nacional. Músicos y artistas escénicos profesionalizaron su labor que hasta entonces ejercían a modo de aficionados con enorme costo de sacrificio personal.
Las instituciones que fueron surgiendo desde el año de la victoria auspiciaron el desarrollo del trabajo creador y se convirtieron en focos para la formación de públicos y de propagación de ideas en el campo de la cultura. Nació la industria del cine. Se institucionalizó el diálogo con la América Latina. Se multiplicaron las revistas con perfiles variados. El impulso a la educación fomentó nuevos públicos que llenaron las salas de teatro, descubrieron los valores del ballet y se acercaron a la gran tradición literaria universal, latinoamericana y cubana. Para los artistas, estaba naciendo el interlocutor indispensable, razón de ser de la obra realizada.
De hecho, antes de que se formularan las definiciones conceptuales de la política cultural, se estaban estableciendo sus bases en la práctica concreta. Por otra parte, los escritores y artistas no tenían ligámenes con la sociedad derribada, que los había condenado a la soledad y a la penuria. En ella, refugiados en reductos de resistencia, se habían empeñado en hacer obra con vistas a un presente y un futuro que ofrecían escasas perspectivas de mejoría.
1961 fue un año decisivo en muchos sentidos. A partir de la Reforma Agraria, lesionados sus intereses, los Estados Unidos desataron una guerra contra la Revolución que adoptó muchas formas. Ofrecieron protección a los personeros del antiguo régimen. Brindaron el apoyo logístico para la sistematización de los sabotajes y alentaron la subversión interna, incluida la siniestra campaña que indujo a millares de padres a enviar a sus hijos, en total desamparo, a la nación vecina. Al mismo tiempo, se entrenaban los invasores de Playa Girón. Su derrota fulminante reafirmó la confianza de la nación en sus propias fuerzas, capaces de defender la soberanía del país respaldada por un proyecto de construcción socialista.
La radicalización del proceso y la necesidad de preservar el indispensable consenso social sugirieron la conveniencia de abrir un espacio para el intercambio de opiniones entre Fidel y los intelectuales. Sin agenda previa que coartara el ejercicio del criterio, fueron intensas jornadas.
De manera espontánea, los participantes abordaron, a partir de sus inquietudes personales, la más extensa variedad de asuntos. El espacio relativamente pequeño del teatro de la Biblioteca Nacional propiciaba la sensación de cierto grado de intimidad. En el fondo, la preocupación latente giraba en torno a la necesidad de preservar las distintas tendencias estéticas que anidaban la creación artística que configuraba el panorama cultural de la isla. Rondaban el ambiente, sobre todo, dudas acerca de que pudieran prevalecer los criterios de quienes aspiraban a instaurar las normativas del realismo socialista, a semejanza de lo ocurrido en la Unión Soviética, donde ese concepto cercenó el esplendor creativo de los años 20.
Un intercambio directo y desprejuiciado de esa naturaleza entre los intelectuales y la más alta dirección política del país no tenía antecedentes en Cuba. Tampoco suele ocurrir en otros países. Con su excepcional capacidad para captar las esencias de los problemas planteados, Fidel articuló sus palabras conclusivas ofreciendo respuestas implícitas a algunas de las cuestiones planteadas, a la vez que se proyectaba hacia un horizonte más amplio. La política cultural habría de ser inclusiva de tendencias estéticas y orientaciones filosóficas, integrada al proyecto democratizador que, simultáneamente, se implantaba en el plano de la educación. No quedarían talentos frustrados, abandonados a su suerte por falta de acceso a la formación especializada. Habría que encontrar fórmulas para ofrecer a las grandes mayorías las claves indispensables para el disfrute de la apreciación de las obras de arte.
Sacudida por conflictos internacionales y nunca desprovista de contradicciones internas, la larga lucha por la emancipación humana, en la cual la cultura desempeña un papel considerable, atraviesa mares embravecidos. La implementación práctica de los conceptos formulados en Palabras a los intelectuales sufrió momentos de retroceso cuyas consecuencias no pueden soslayarse. Pero supimos rectificar. Por distintas vías, la creación del Ministerio de Cultura de la mano de Armando Hart propició un clima creador de aliento descolonizador con renovada convocatoria internacional, visible en los festivales de cine, en el vínculo con las zonas más experimentales del teatro latinoamericano, en el impulso a las bienales de artes plásticas. La conjunción de vanguardia y tradición en la enseñanza artística se convirtió en ejemplo para instituciones similares de otros países.
En los duros años del período especial, el diálogo entre Fidel y los intelectuales, iniciado hace 60 años en las jornadas de la Biblioteca Nacional, se volvió más frecuente e intenso. Traspasó las preocupaciones de orden gremial. Siempre franco y abierto, se centró en los problemas que afectaban a la sociedad como resultado de la crisis económica. Algunos, como Fátima Patterson, lo han recordado con emoción en estos días. El consenso, forjado en las reuniones de la Biblioteca, se fortalecía de manera natural.
Es la hora de los hornos. La lucha por la emancipación humana sigue atravesando mares embravecidos. Los desafíos se han agigantado. En un mundo dominado por el empleo perverso de la desinformación, la falacia y la frivolidad, nos corresponde, mediante la permanente restauración del consenso, sustraer las esencias nutricias del grano de la paja que lo envuelve.