La hazaña de volar
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El primer helicóptero de origen terrestre que volará en el planeta Marte lleva, de manera simbólica, un pedazo de tela del areoplano de los hermanos Wright, pioneros de la aviación. Se trata de un pedazo del ala del Flyer 1, avión que despegó el 17 de diciembre de 1903, tras ser lanzado por un aparato mecánico en forma de catapulta.
Curiosamente, a bordo del Apollo 11, en el primer viaje a la Luna, también viajaba un fragmento del Flyer 1. En esa ocasión, al pedazo del avión pionero lo bautizaron como «Orgullo del oeste». Otro tanto ocurrió con el viaje del trasbordador Discovery, en 1998. Aquí nada es casualidad.
En realidad, el primer vuelo registrado en que un aeroplano despega por sus propios medios, ocurrió el 23 de octubre de 1906, cerca de París. La nave se llamaba 14-Bis, y su inventor era el brasileño Alberto Santos Dumont. Fue, además, el primer vuelo certificado por una entidad independiente, el Aero-club de Francia. El interés de Santos Dumont por volar no comenzó con los aeroplanos. Para cuando ocurrió su vuelo, Alberto era, probablemente, el más famoso aviador de dirigibles del mundo, habiendo ganado diversos premios en Europa.
El 27 de junio de 1903, Santos Dumont, luego de instruir a una joven en cómo manejar un dirigible, esta voló uno durante una hora y media, en dos trayectos, mientras el inventor, en bicicleta, la guiaba con gritos desde tierra. Es el primer vuelo de la historia piloteado por una mujer. Dumont nunca permitió que otra mujer, que no fuese la hija de cubanos, Aida de Acosta, piloteara una de sus naves.
Pero si desde el punto de vista científico, quien fue primero es irrelevante, no lo es desde el punto de vista simbólico.
Cuando el 20 de julio de 1969, 600 millones de personas vieron en televisión la llegada de los primeros seres humanos a la Luna, estaban viendo no solo un gran paso para la humanidad, como gráficamente lo pronunció Neil Amstrong, sino, además, la reafirmación de que la ciencia no solo era útil en términos de fuerza productiva; también era una herramienta increíblemente útil de cara a la batalla simbólica de la –entonces en su apogeo– Guerra Fría.
La ciencia natural y la tecnología siempre serán productos culturales, con toda la carga ideológica que ello necesariamente implica. Como expone Edward Said en Cultura e imperialismo, los productos culturales artísticos y literarios, y su basamento conceptual, son parte esencial del diseño colonizador de las metrópolis. Es la idea de que el colonialismo también se erige desde la imagen del colonizado, que se construye por todas las formas de producción cultural del colonizador, y que luego son parte del arsenal invasor o sostenedor de la relación de dominación impuesta. Tan importante como la violencia física es la violencia simbólica que, en este caso, impone al colonizado la idea de su inferioridad cultural, incluyendo lo tecnológico y lo científico.
La república que emergió de las luchas independentistas cubanas ciertamente no fue plena, ni en su orden económico, ni en su orden político, en tanto que no logró ser ni gobierno, ni Estado de la mayoría, sino un juego de máscaras y sombras para ocultar la naturaleza neocolonial del archipiélago.
En ese ámbito de frustración, donde el sentido profundo de lo nacional chocaba con la ideología del interventor neocolonizante, no podía favorecerse el desarrollo armónico de la cultura nacional, incluyendo las ciencias. Las consecuencias se vieron en la entronización de un complejo de inferioridad cultural que derivaba en lo social y lo civil, y que fue penetrando en todos los estamentos de la sociedad cubana.
Como parte de ese ambiente mediocre, se instauró un antintelectualismo social que bebía, lo mismo de la tradición de atraso española, que de la influencia del nuevo colonizador norteamericano. La «profesión» de intelectual era cosa de bobos, y su reflejo en la cultura de masas era presentado de manera ridícula, contrapuesto a los atributos de la cubanía.
Los interventores trajeron la idea de la raza enana, incapaz de valerse por sí sola, y ese complejo fue reproducido por la burguesía local y sus rémoras, para justificar la colonización del norte. El complejo permeó todos los ámbitos sociales, incluyendo la cultura. Se intentó imponer la idea de que Cuba independiente era resultado de la generosidad de Estados Unidos de América, y que el futuro del país estaba indisolublemente ligado a reconocerlos como tutores de la nación criolla. ¿Qué necesidad había, en esas circunstancias, de desarrollar ciencia y tecnología propias, si ellas vendrían de los colonizadores, vistos como liberadores y garantes de la independencia nacional? ¿A quién se le ocurría fomentar la ciencia nacional en un pueblo de enanos intelectuales, étnicamente inferiores al anglosajón impetuoso?
Esa perspectiva penetró, en no poca medida, en la sociedad insular, aupada por una invasión abrumadora de símbolos subyugantes. El ferrocarril, el teléfono, el tranvía, la electrificación, el automóvil, todo desarrollo tangible de la época y del futuro vendría del Norte, en una invasión tecnológica que era, a la vez, una invasión cultural, afianzadora del complejo mutilador. Se justificaba el advenimiento del progreso social a través de la penetración tecnológica que traía el patronazgo estadounidense, y que debíamos asimilar acríticamente.
Todo ese proceso de castración cultural, acelerado a partir de los gobiernos auténticos, fue detenido por la Revolución, que revirtió tal neocolonización. La Revolución no se resume en un listado de logros, como si fueran las compras que se necesita hacer en una bodega. La Revolución es, en primer lugar, una transformación cultural sin precedentes de la nación cubana, sustentada en un cambio radical en la forma de reproducción económica y social del país.
La Campaña de Alfabetización fue el punto de partida para la transformación educativa y científica del país, a lo que siguió la reforma universitaria cuando se crearon escuelas de ciencias básicas, a la vez que se enviaban a miles de jóvenes a estudiar al entonces campo socialista.
Los artífices del diseño de la reforma universitaria partieron de no «olvidar que Cuba necesitaba, ante todo, los hombres y mujeres que tendrían que ayudar a incorporarla a la revolución científico-técnica contemporánea». Si en todo el periodo republicano prerrevolucionario las instituciones científicas cubanas involucradas en investigación no rebasan la decena, en 1975 el número de instituciones científicas ya sobrepasaba la centena, con 5 800 investigadores activos. A mediados de la década de los 80, Cuba contaba con 1 091 investigadores por millón de habitantes. Quien más cercano estaba de tales cifras, en Latinoamérica, era Brasil, con 390.
Para finales de esa década, en Cuba ya se había creado un actor social esencialmente desconocido antes del triunfo revolucionario: el científico. Se iniciaba y desarrollaba un rescate monumental de toda la cultura nacional, incluyendo las preteridas influencias afrocubanas, el legado científico de Saco, Poey, Finlay, Ortiz, etc. La renovada Academia de Ciencias de Cuba adquiría nuevas funciones estatales, como parte de la estrategia de desarrollo nacional.
Cuando el 18 de septiembre de 1980, Arnaldo Tamayo Méndez se convirtió en el primer cosmonauta no estadounidense del hemisferio occidental en llegar al espacio extraterrestre, el valor icónico de la hazaña se volvió un factor social de cohesión, y de sentir que Cuba avanzaba por un camino no solo de justicia, sino de progreso civilizatorio y cultural. Que fuera el primer negro cosmonauta le agregó mucho al simbolismo. Que llevara experimentos diseñados en nuestras instituciones científicas, la hacían más que una expedición fetiche.
Que la casi totalidad de los países del tercer mundo, es decir, subdesarrollados, tengan que esperar a que las vacunas diseñadas en el primer mundo, les sean accesibles al antojo de las metrópolis, no solo es una tragedia en términos del costo humano tangible, lo es también en términos simbólicos. Testimonia nuestra condición subalterna y continúa imponiendo la idea cultural de que somos sociedades fracasadas. Pero –y aquí este «pero» es esencial– esa derrota simbólica deja de serlo, cuando una sola de esas geografías de la otredad rompe el maleficio simbólico, y se erige como ejemplo de que una alternativa emancipadora en todos los ámbitos es posible, y es exitosa.
Que Cuba socialista hoy compita, en igualdad de condiciones, desde su ámbito de nación bloqueada y pobre, con los centros científicos del mundo, en el desarrollo de vacunas contra la primera pandemia global del siglo XXI, no es solo una hazaña científica, es una hazaña cultural extraordinaria. Es, además, en el contexto de la lucha global contra la hegemonía capitalista, un hecho cuya trascendencia solo la aquilataremos con el tiempo.
En un batalla que dura más de 60 años por un mundo mejor, la cohesión nacional y la capacidad de resistencia no solo se construye sobre la herencia heroica, se debe construir, permanentemente, sobre la certeza de que somos capaces de generar y reproducir nuestras capacidades culturales, incluyendo lo científico y lo tecnológico, que nos harán, más temprano que tarde, salir vencedores, no solo para nosotros, sino también para el mundo.