La gloria desde la tumba
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Después de una dura manifestación, en la que los golpes de la policía batistiana conmovieron al país, al presidente de la FEU de la Universidad de La Habana, José Antonio Echeverría, se lo llevaron bañado en sangre para el Hospital Calixto García. Los médicos revisaron aquel cuerpo robusto, de apenas unos veinte años, lleno de moretones y con la sangre fresca o coagulada entre los cabellos del cráneo. El examen terminó con un diagnóstico terrible.
—No puede recibir ni un golpe más en la cabeza —dijeron—. Uno más y se muere.
Todos andaban preocupados, pero lo que más inquietaba era la sonrisa tranquila del Gordo, como lo llamaban. Una nueva protesta contra Batista era cuestión de horas; no obstante, en esas condiciones, ¿quién lo iba a detener en la próxima manifestación? Reunidos a sus espaldas, los compañeros más cercanos hicieron un juramento. La tángana saldría; pero ellos harían un cerco bien cerrado a su alrededor para impedir que recibiera un golpe.
Pocos días después la protesta estudiantil bajó por la Escalinata de la Universidad, y avanzó por la calle San Lázaro para darse con la policía en la intersección de Infanta. La refriega duró un rato entre golpes, disparos al aire y chorros de agua de los bomberos contra los manifestantes.
Cuando la marcha se deshizo y los estudiantes debieron retirarse hacia la colina universitaria, José Antonio iba sin un rasguño; pero al que llevaban desvanecido a toda carrera para el hospital, convertido en un bulto lleno de sangre, era a José Machado Rodríguez (Machadito).
Cuentan los testigos que aquello era un espectáculo algo extraño. Porque el herido iba casi inconsciente pero no lanzaba gritos de dolor. Más bien se reía y sin cesar repetía: «Al Gordo no le dieron, al Gordo no le dieron».
***
Esa sería una de las últimas manifestaciones de José Antonio Echeverría. A partir de ese momento, él y la dirección de la FEU pasarían al clandestinaje más profundo. Andaría por La Habana disfrazado de chófer de ómnibus, con gorra, gafas oscuras y un sweater ancho bajo el cual ocultaba la pistola y varias granadas.
No sería el único. Fructuoso Rodríguez Pérez viviría una constante mudanza de lugares para resguardar su vida. Hacía poco se había casado con una de las jóvenes más hermosas de la Universidad: la estudiante de farmacia Marta Jiménez Martínez; que lo acompañó hasta el final, incluso hasta después de la muerte para enterrarlo y luego hacer justicia con la traición que condujo al asesinato de su esposo y varios de sus compañeros en el apartamento de Humboldt 7.
Machadito, por mencionar otro ejemplo, sufrió un calvario después del asalto al Palacio Presidencial. En medio de innumerables sobresaltos, viviría por un tiempo escondido en una iglesia en la localidad habanera de Párraga, gracias a la valentía y generosidad del cura. Por las noches, el joven salía a la azotea para tomar aire, ver la ciudad convertida en una ciénaga de luces y quizá soñar con una vida normal.
En uno de esos días de clandestinaje, convertido en uno de los hombres más buscados de Cuba, Machado vio de lejos a su novia. «Mírenla —dijo a los que lo acompañaban—, es ella. Es mi novia. ¿No es linda?». La miró un rato en medio del bullicio, olvidado de la sentencia de muerte. Posiblemente fueron unos segundos, a lo mejor unos minutos; no más. Fue un momento de dicha. La muchacha, en cambio, nunca lo vio.
***
Todos ellos pertenecían al Directorio Revolucionario 13 de Marzo. En aquellos momentos de las manifestaciones, la organización no ostentaba la fecha que la glorificaría en la Historia de Cuba. Ella se adoptaría después de los asaltos al Palacio Presidencial y la emisora Radio Reloj.
Su nacimiento se proclamó el 24 de febrero de 1956 donde tenía que hacerse: en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Surgió primero sin nombre y en homenaje a aquel Directorio Estudiantil Universitario, que desde la Colina se enfrentó a la dictadura de Gerardo Machado. Era el brazo armado de la FEU y su existencia se encuentra llena de una intensidad y de episodios admirables, muchos de ellos todavía desconocidos.
El tiempo y la muerte de las personas corre el velo sobre los hechos reales. También los prejuicios, los resquemores personales o las simplificaciones. Contra ellas se lanzó Fidel el 13 de marzo de 1962 en un encendido discurso en el cual calificó de cobardía y miseria moral a la omisión hecha por los organizadores del acto cuando indicaron censurar la invocación a Dios realizada por José Antonio en su Testamento Político.
Esas palabras de Fidel son hoy más necesarias que nunca; no solo para conocer nuestro pasado, sino también para comprender al país actual que debemos defender.
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En aquel documento (breve, conciso, agónico en ocasiones; pero lleno de poesía) se leen unas palabras muy próximas a esa misma invocación mencionada por Fidel: «la pureza de nuestra intención», se lee. Es un detalle que dice mucho. Al igual que la del Moncada, la juventud del Directorio compartía una eticidad. Fueron jóvenes que amaban la vida y estuvieron dispuestos a entregarla a la muerte por un ideal. No aceptaron mecenazgos políticos ni materiales de cualquier tipo, y en la consecuencia de sus actos vivieron privaciones.
Por eso, las palabras de José Antonio no son retóricas. «Esta acción —escribió momentos antes de iniciarse el asalto al Palacio Presidencial— envuelve grandes riesgos para todos nosotros y lo sabemos». Sabe que se encuentra ante el camino de un posible no retorno y no lo evade. Es un acto de renunciación: el de él y de todos sus compañeros: los que aguardaban la orden de partida en varios apartamentos habaneros o los que se mantenían junto al líder estudiantil en el sótano de la calle 19 en el Vedado.
Un acto en el que la grandeza se combinó con la sencillez ante el deber, y que se revela en los pequeños detalles. José (El Moro) Assef Yara, uno de los combatientes que permaneció con José Antonio recuerda: «El asma no lo dejaba conciliar el sueño. El frío en aquel sótano era mortal para él. Poseíamos una sola cama. Él siempre quería cedérmela y yo, que él la cogiera. Acabamos por dormir en el suelo, porque él no la cogía y yo, mucho menos».
Comprender las razones de esos gestos e, incluso, las causas de aquella omisión denunciada por Fidel implican adentrarse en las fecundas contradicciones de nuestra Historia, como las llamó en una ocasión Abel Prieto al hablar de la importancia del cineasta Juan Padrón en la vida nacional. Reflexionar, estudiar, ponderar con madurez, mirarlos en su dimensión humana es una invitación que siguen haciendo aquellos hombres y mujeres de Cuba desde la gloria de sus tumbas.