Confiar en Él
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He contado con orgullo a los de menos almanaque las veces en que vi a Fidel. Tenía 18 años en la primera ocasión y, aunque fue desde la lejanía, conservo nítidamente las imágenes de esa noche tórrida (14 de octubre de 1991), en la que no me cansé de estirar el cuello para mirarlo en la plaza santiaguera Antonio Maceo mientras él clausuraba el histórico 4to. Congreso del Partido.
Pocos días después de aquel discurso, que tanto impactó a viejos y nuevos, comenzó un intenso debate en nuestras aulas universitarias sobre el nuevo escenario que se abría, cargado de tempestades y escaseces, denominado Período Especial.
Hubo desacuerdos entre nosotros, por supuesto. No faltaron las visiones encontradas, porque el pluralismo es innato a cualquier conglomerado humano; en un extremo algunos expresaban desesperanza sobre el porvenir, mientras en el otro ciertas «roscas
izquierdas» acudían a gastadas consignas para intentar desconocer los colosales obstáculos que teníamos delante.
Sin embargo, lo realmente llamativo de todo aquel abanico es que había consenso casi generalizado sobre algo: en circunstancias tan extremas Fidel debía ser el principal conductor. Sin aferrarnos al culto a la personalidad
—contra el que siempre luchó—, el timonel de la nave asolada y bombardeada tenía que ser el nacido en Birán el 13 de agosto de 1926.
No éramos jóvenes autómatas, obnubilados por un personaje trascendental de nuestras luchas, sino seres pensantes e inconformes, buscadores de explicaciones, causas y antecedentes. De modo que aquella confianza en el líder tenía su explicación por encima del carisma.
¿Por qué una inmensa mayoría de los jóvenes de entonces seguimos a Fidel? ¿Por qué nos aventuramos con él en esa otra expedición en un contexto en el que nos faltaba prácticamente todo, excepto el carácter «jodedor» con el que los cubanos solemos afrontar las adversidades?
Hay varias hipótesis, vinculadas con el prestigio, la autoridad moral, los méritos y el ejemplo personal. Pero hay otro detalle insoslayable a la hora del análisis: entre el Comandante y las nuevas generaciones de aquella época se creó, como en otras oportunidades anteriores, una complicidad suprema, un afecto mutuo, un compartimiento de ideales.
Tal vez ese resultó uno de los momentos en los que mejor quedó validado el concepto del Che, esbozado en El socialismo y el hombre en Cuba (1965), sobre el poder de arrastre y persuasión del líder, si bien ninguna sociedad puede
cimentarse sobre el quehacer o la filosofía de un solo individuo.
El poder de convencimiento del héroe de la Sierra Maestra comenzaba, precisamente, por su capacidad para confiar, aun a riesgos de críticas, en los más nuevos. Y ese modo de hacer lo repitió incontables veces hasta sus últimos días.
No fue un giro del azar, por ejemplo, el que lo colocó en la Universidad de La Habana el 17 de noviembre de 2005, con los jóvenes como testigos principales, para hablarle al país sobre la posibilidad de desmantelarse, desde nuestras propias fronteras, lo que creíamos indestructible.
Ni fue casual que el líder histórico señalara tajantemente, con hondo juicio, que si los jóvenes fallan, fallará lo demás.
Por suerte, al cabo del tiempo, casi todos los que confiamos en él en aquella etapa difícil y en otras anteriores o posteriores, podemos asegurar que no nos arrepentimos.
En lo personal, quizá deba exponer que la última vez en que vi a Fidel, en diciembre de 2016, iba envuelto en fuego (no cenizas), precisamente camino a Santiago de Cuba.
Él iba viajando hacia la perpetuidad para decirnos a los que confiamos en su prédica —nuevos y viejos— que la ruta no ha terminado y eso nos exige pensamiento, manos, verdades, imitación sin hipocresía, una eternidad de semillas y acciones.