Fidel es Cuba
El mejor regalo a Fidel, le digo a mis colaboradores, es cumplir todos los días, que no haya reposo, que no haya un solo momento de reposo mientras exista una injusticia que reparar en este país o en cualquier lugar del mundo; mientas tengamos una lágrima que enjugar, un pan que llevar, uno al cual adelantar en el camino. En ese camino y en esa posición es como único admito la idea que se repite: “Yo soy Fidel”. No, yo no soy Fidel, yo quisiera ser como él, pero verdaderamente él fue excepcional.
La única forma de perpetuarlo es hacer eso, y yo pienso que él nos dejó ejemplos suficientes. Fidel fue un hombre, no lo olvidemos, y hay que admitirlo como un hombre y como un hombre cubano. Como tal hay que verlo y aceptarlo, y él se dio cuenta que como hombre era perecedero, y que como cubano en esta dimensión sería inmortal. Esa inmortalidad está metida en las palabras que no lejos del lugar en que le rendíamos tributo póstumo en el monumento de la Plaza de la Revolución, se inscriben con letras de oro, un pensamiento de Martí: “Si no existe un mundo a donde vayan los muertos la vida sería una mascarada bárbara”.
Pues bien, Fidel está para los que creemos en un mundo en el que nos encontraremos, está para los que no creemos y para los agnósticos en espíritu, pero está entre nosotros. Porque el espíritu es la palabra y es la obra, la obra que se hizo bien, la que no se pudo hacer mejor y la que se quedó por hacer. Ahí está el desafío, ver en cada cubano un cubano. Ver en cada uno toda la dignidad del mundo, extender la mano a todo el mundo y aun cuando la mano parece sucia, dar un abrazo; cuando nos piden caminar 100 pasos caminar diez cuadras. Quiere decir, para ser como Fidel hay que saber ir más allá, hay que saber trascender, y solamente así encontraremos el camino, el derrotero.