La encomienda de Fidel
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Nada parece detener su voz cuando los recuerdos bajan de la mente. Nada entorpece el verbo fluido y claro que le brota con la seguridad de que esta vez su historia sí saldrá a la luz y a través de ella aparecerán acciones y hechos relacionados con los días de Fidel en la Sierra Maestra.
Es como si en sus manos llevara un plegable cargado de anécdotas que le sirve de guía para mencionar cada nombre, cada acción, cada encuentro con el Comandante, el mismo que en una ocasión se negó, rotundamente, a que Ricardo Castillo Castañeda fuera un soldado más de la tropa guerrillera porque, como bien le dijo en respuesta a esa petición: “Todo el mundo sabe halarle el gatillo a la carabina, pero no todos saben sembrar viandas y buscar comida para alimentar a una tropa”.
Aunque han pasado muchos años, desde que vio a Fidel por primera vez, lo describe con tanta fuerza que uno llega a imaginarse parte de esa escena. “Yo fui el cuarto de siete hijos y el segundo en arrimarse al Ejército Rebelde —dice—, el primero fue Rigoberto Ponciano, mi hermano mayor, allá en la zona de El Naranjal”.
Desde su primer encuentro con Fidel quedó claro cuál sería su misión como mensajero, junto a Ponciano, desde Pilón hasta La Plata. “Nos dijo que mi familia tenía bastante vianda sembrada —yuca, plátanos, malanga y hasta café—, lo que se necesitaba para mantener el abastecimiento a la tropa. En mi casa todos colaborábamos, mi papá era comunista de los pies a la cabeza y hasta mi hermana hacía comida para mandarla a los enfermos”.
HECHOS QUE MARCARON SU VIDA
“Yo nací en Gavilanes, el 14 de agosto de 1938, y desde los siete años trabajé en el campo; eran tiempos de mucha necesidad. Recuerdo que a esa zona llegaron dos compañías americanas y comenzaron a medir las áreas para delimitar sus propiedades. Los guajiros no entendían cuando les hablaron de reducir sus tierras; pero detrás de todo estaba la intención de apoderarse del lomerío”, explica.
Fue su padre Antonio Castillo Gómez quien descubrió que en las chapillas que marcaban los linderos de las tierras aparecían inscripciones de muchos años antes, muestra de sus malas intenciones. Ello provocó la ira de los campesinos de Gavilanes, El Pedrero, Santa Rosa, Charcón y de toda esa zona de Fomento.
“Cuando mi mamá se puso de parto de mi hermana Oristela —narra Ricardo—, hubo que bajarla en hombros por esas lomas, en una parihuela cargada por varios hombres, un día entero de travesía para llegar hasta Santa Lucía, donde un doctor de apellido Madariaga la asistió; llevaba tres días de parto, por poco se muere”.
Otros conflictos propiciaron que la familia saliera del Escambray rumbo al oriente cubano. “Papá trabajaba de capataz en una finca propiedad de los Casillas —expone—, que eran los padres del que mató a Jesús Menéndez; cuando ellos vendieron esa posición, nos fuimos del área y en mayo del 49 llegamos al Caney de Las Mercedes, donde comenzó otra pesadilla, pues la guerra del campesinado antes de la llegada de Fidel fue peor que la que habíamos enfrentado en la zona del Escambray”.
Ricardo contaba con 13 años de edad cuando se mudaron para El Naranjal. “Un día citan a papá para una supuesta reunión en La Plata —cuenta—, antes nos habían quemado el rancho, que por suerte no ardió porque era de guano verde y lo pudimos apagar. El viejo me llevó porque yo quería conocer el mar que estaba cerca. A papá lo metieron en un cocal mientras yo acompañaba a un muchachito que estaba con ellos, por él supe que no eran campesinos, sino guardias vestidos de civil.
“Luego llegó un teniente de la guardia de Batista y comenzó a preguntarme sobre las actividades comunistas del viejo, en tanto otro decía que papá había confesado y que lo acababan de ahorcar, me entró una ira muy grande y traté de enfrentarlos, pero con mi propio machete me dieron un planazo en la cabeza que casi me matan. Al despertar —afirma—, sentí la voz de papá que les decía que estaban maltratando a un menor, por suerte intervino Lapiné Reyes, el jefe del puesto, y así fue como nos dejaron tranquilos”.
Mas, ni eso logró cortar el ansia de luchar por los derechos de los humildes. Ricardo se subía a lo alto de la loma Palma Mocha y con un caracol grande (fotuto) llamaba a los campesinos. “Así hicimos muchas acciones, derrumbábamos cercas de las tierras de los americanos, quemábamos plantaciones, en fin, lo que pudiéramos con tal de hacerles daño”, acota.
“LA LLEGADA DE FIDEL NOS TRAJO LUZ”
Después que llegó Fidel a La Plata, en el 57, las familias se sintieron seguras y la gran mayoría quería colaborar. “Mi hermano Ponciano fue el primero en sumarse —refiere Ricardo—, estuvo varios meses yendo y viniendo, como mensajero y se apoyaba en los demás de la casa. Un día llevamos 6 quintales de frijoles para el campamento, Fidel los pagó a 9 pesos, cuando el quintal estaba a 3, pero lo hacía para estimular a los guajiros.
“Ese día Orestes, mi hermano menor, le llevaba de regalo un pollo cruza’o, él lo miró y le agradeció, entonces Orestes le dijo que ojalá pudiera llegar a ser Presidente, Fidel le contestó, con cierta picardía, que ese puesto era para Urrutia, mi hermano lo miró y así sin más ni menos le soltó una respuesta: ‘Mire, Comandante, el que quiera pesca’o que se moje las nalgas’, eso le causó tremenda risa a Fidel, quien de pronto le dijo a Almeida que nos pagara los frijoles”.
Muchas fueron las misiones encomendadas por el Comandante a los hermanos mensajeros; pero, sin duda, una de las más complejas fue la de hacer sal. “Junto a Julio del Toro, un miembro de la tropa, nos enfrentamos a esta tarea. Fuimos al cuartel de La Plata, que ya estaba vacío, y le arrancamos el techo de zinc para preparar unos bullones; ya en Palma Mocha, filtrábamos el agua de mar con la arena y la hervíamos hasta que se gastara, pero sacamos sal.
“Casi pierdo el lomo con las quemaduras provocadas por la sal y el sol, pues teníamos que andar unas 8 leguas con los sacos a cuestas para llegar al campamento en La Plata, no podíamos partir por derecho y el recorrido incluía pasar el río 19 veces”, añade.
“MI MEMORIA ESTÁ CLARA”
De momento Ricardo detiene la narración, cuando la hermana Oristela, o Ñana como cariñosamente le llama, ofrece un café; poco después retoma el hilo de la conversación sin olvidar ningún detalle. “Había pasado el combate de Purialón —recuerda— y el comandante Pinares nos manda a explorar la zona, allí encontré una ametralladora Browning con 14 peines y unos anteojos que después Fidel se los dio a Camilo antes de que hiciera la travesía. Al ver el arma pensé que sería mía, pero un teniente en El Jigüe me la quitó, mi hermano se lo dijo a Fidel y este la mandó a buscar.
“Él sabía de mis deseos y me llamó. Fue entonces cuando me dijo que todavía no podía incorporarme a la tropa, que mi misión era ser mensajero para atender el territorio desde La Plata a Pilón y que me auxiliara de los enlaces; yo entendí y otras tareas surgieron de inmediato”.
Ricardo nunca fue un soldado; mas, peleó en dos combates: el de El Jigüe y en el de El Naranjal. “Fidel me envía con un mensaje para los rebeldes que estaban en El Naranjal para que atajaran a los guardias antes de que subieran a Camaroncito donde estaban los enfermos y algunas familias, cuando llegué estaban descuartizando un toro, sin percatarse de que ya el ejército venía subiendo. Le pregunté a Ramón Paz si habían tomado posición a la orilla del río y se molestó, pero terminó haciéndome caso porque yo conocía bien la zona. Hasta de ayudante de Fidelón, un negro grande que llevaba la ametralladora 50, me convertí en ese momento, aquello lo terminamos en menos de una hora”.
Al concluir la guerra, el diminuto mensajero de Fidel prefirió quedarse en la finca familiar y renunciar a los grados de primer teniente, antes de convertirse en un militar de carrera.
Meses después lo convocan para Manzanillo junto a su hermano Ponciano, donde le explicaron que debían partir para Managua a prepararse como parte de las Milicias Nacionales Revolucionarias; luego regresarían para transmitir los conocimientos al resto de los campesinos de la zona. Esa fue la única misión que no pudo cumplir. “Estando en La Habana suceden los hechos del barco La Coubre —cuenta— y nos llevan de la escuela para apoyar en la recogida y limpieza del mismo, no había transcurrido ni una hora cuando una explosión me dejó mutilado para toda la vida”.
Tras un año y siete meses de tratamiento que incluyó 16 intervenciones quirúrgicas, Ricardo regresó a La Plata, allí se rehabilitó por su cuenta, trabajó en el campo, tumbó monte, sembró café y cacao, hasta que el ciclón Flora arremetió contra ese lugar. “Me dejó sin casa y perdí a seis miembros de mi familia —rememora—, entre ellos un hermano, tíos y primos”.
Después de esto regresa al centro de la isla, a la zona de Trinidad, luego vivió en San Andrés y finalmente en Guayos, donde formó una familia, tuvo cuatro hijos y sigue acompañado de su hermana, que, asegura, lo atiende como a un niño. En su haber quedan los recuerdos y un cúmulo de medallas que conserva con celo y gran devoción.