Luz de aurora
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Apenas se produjo el desembarco del Granma el gobierno de Batista puso gran empeño en hacer creer a la opinión pública, que ni Fidel ni Raúl habían venido al frente de los expedicionarios, y cuando ya no pudo ocultar por más tiempo la presencia del jefe rebelde en el teatro de operaciones, echó a rodar la bola de su muerte en combate, y aseguraba que su cadáver sería trasladado a La Habana para exhibirlo públicamente. Se trataba de una artimaña fraguada para desalentar a sus seguidores y simpatizantes.
Después de la sorpresa de Alegría de Pío, que ocasionó sensibles bajas a los expedicionarios del Granma y provocó la dispersión del grupo, un manto de silencio cubrió el desarrollo de las operaciones militares en la Sierra Maestra; al extremo de que en la página 68 de la revista Bohemia del 30 de diciembre de 1956, al referirse a Fidel decía: «Su suerte, muerto en comba-te o refugiado en la Sierra Maestra, constituye una incógnita». En tanto, el ejército de la dictadura asesinaba a cuanto revolucionario caía en sus manos, y los libelos «Tiempo en Cuba», de Masferrer; «¡Ataja!», de Alberto Salas Amaro; y Otto Meruelos y Luis Manuel Martínez, en los espacios que tenían por la radio y la televisión como contumaces voceros de la dictadura ratificaban el infundio. Por lo reiterado de la noticia, la certeza era posible y, sin embargo, pese a la propaganda desplegada, no resultaba creíble para las masas populares.
Apresados todos en las mallas de la incertidumbre, negados a aceptar la información gubernamental, la Dirección del periódico Norte apeló al dinamismo y seriedad de su corresponsal en Manzanillo, Adalberto Infante y, desde el primer momento, se apoyó en el periodista santiaguero Pedro Wilson para obtener noticias frescas sobre los sucesos que se producían, y luego como Enviado Especial mandó al periodista de su Redacción nombrado Gelpi de Castro, hasta donde pudiera llegar… Se trataba de desentrañar la verdad, que tal vez se filtrara por alguna fisura del aparato militar desplegado en el área de operaciones.
El día del desembarco, el dictador Batista había declarado, como para restarle importancia a los hechos, que solo sus-pendería las garantías constitucionales si era necesario en algunos lugares donde se requiriese.
La Redacción del periódico Norte, desde el Director hasta el último de sus empleados, especulaba sobre la posible muerte de Fidel.
En tanto, los días transcurrían lentos, pesados, angustiosos. ¿Qué habrá pasado en realidad? ¿Qué pasará ahora? Eran las preguntas que esperaban respuesta inmediata de la Sierra Maestra.
Y al fin comenzaron a llegar algunos rumores y conjeturas sobre movimientos de tropas y otros hechos, los que permitieron dudar de la certeza de la afirmación acerca de la muerte de Fidel. ¡Algo no estaba claro! Era necesario seguir atando cabos…
Pasados unos días, el Director de Norte tomó la decisión de enviarme a Birán para intentar conocer la opinión de la familia Castro Ruz sobre lo que ocurría en la Sierra, y que permitiera descubrir la verdad, o al menos algún vestigio de ella, en cuanto al destino de Fidel. ¿Estaría dispuesta la madre a hacer un llamado público a todas las madres de Cuba: clamar por la concordia nacional y por la vida de sus hijos perseguidos y asesinados en montes y ciudades?
Nunca había tenido relaciones con la familia Castro Ruz ni siquiera conocía «de vista» a alguno de sus miembros, pero acepté la difícil encomienda. Me asignaron al fotógrafo Armandito Rodríguez y un auto; me dieron instrucciones precisas, y en la mañana del 13 de diciembre de 1956 salimos rumbo a Marcané, donde debía localizar a Ramón Castro para que nos condujera a Birán a fin de lograr el encuentro con la angustiada madre.
Durante el trayecto analizaba la misión que sabía no fácil y sí peligrosa. Estaba dispuesto a cumplirla siempre que no se convirtiera en un instrumento para explotar un trabajo sensacionalista y vender periódicos a costa del dolor y la aflicción de una madre; aunque sabía que la Dirección del periódico no utilizaba esos procedimientos.
En Marcané no fue difícil localizar la casa de Ramón, cuya dirección busqué en la farmacia del doctor Castellanos, al que me unía la masonería; y, además, era el padre de «Bilito» Castellanos con quien había coincidido en las filas del ajefismo, asociación de jóvenes patrocinada por la masonería, el que se había personado en la Causa 37 como defensor de los jóvenes asaltantes al cuartel Moncada.
Ramón me acogió amablemente, pero al conocer el motivo de mi visita me aseguró que su mamá no accedería a la pretendida entrevista. Le insistí, le pedí su ayuda para que me facilitara llegar hasta Birán. «Por mi parte no hay problema, yo los llevo, pero van a perder su tiempo», me dijo. Y nos pusimos en camino.
En Birán aguardamos en la sala de la casona familiar. De su pared central colgaba un gran retrato de Fidel cuya copia había visto publicada recientemente en la revista Bohemia. Ramón se había adelantado para saludar a la familia e imponer a su mamá de nuestra presencia y propósito. Al cabo de unos minutos regresó y nos pidió que pasáramos a una habitación contigua. Las paredes de la casa, toda de madera, eran «medianeras» —no llegaban al techo—, por lo que sin mayor esfuerzo podía escucharse la voz de una habitación a otra. Y el diálogo se inició de esa forma. Pasados unos instantes, desde la habitación aledaña, una voz femenina, de tono seco y firme preguntaba: «¿Y usted qué quiere, periodista?». Rápidamente contesté: «Si me lo permite, deseo conversar con usted unos minutos».
—¿Y de qué quiere hablar conmigo?
—De usted, de su familia, de sus hijos, de la situación que atraviesa el país y de los rumores que corren…
—Yo no quiero hablar con nadie de esas cosas… ¿En qué periódico trabaja usted?
—En el Norte, de Holguín…
—¿Y qué va hacer con lo que yo diga?
—Si usted me lo permite, pues publicarlo.
—¿Y cuánto me va cobrar por eso?
—¿Cobrarle? ¡Nada…! Tanto el periódico como yo personal-mente le quedaríamos muy agradecidos.
Luego supe que, en ocasiones, algunos titulados «periodistas», aprovechándose de las circunstancias, habían visitado a esta familia, especialmente a Ramón y a Lina para «entrevistarlos», pidiéndoles luego considerables sumas de dinero «para comprar papel para la tirada del periódico», ¡y no volvieron a saber de ellos!
Hubo un silencio que se extendió no sé por cuántos segundos, y finalmente apareció en la puerta de la habitación una mujer vestida completamente de negro, con una mantilla o velo también de ese color, sobre la cabeza, un semblante que quería ser duro, pero en el que se notaba el dolor, la ansiedad y la incertidumbre que la embargaban. Los ojos, enrojecidos por la vigilia de largas noches sin sueño. Me puse de pie instantáneamente.
Aquel luctuoso atuendo le hacía parecer con más edad de la que en realidad debía tener.
Ella avanzó hacia un viejo balance, de los llamados comadritas, que estaba frente a mí y se sentó. Ramón hizo la presentación formal, y cuando ella se percató de la presencia del fotógrafo dijo tajante:
—No quiero que me retraten. ¡Yo no quiero fotos!
—Despreocúpese —le dije—. Si usted no quiere fotos no las habrá, y si no quiere que se publique nada de lo que conversemos, no se publicará. ¡Se lo prometo!
La entristecida madre no parecía creer en mis palabras. Le expliqué más detalladamente el motivo de mi visita, de los rumores echados a rodar por el gobierno en relación con la suerte que habían corrido sus hijos Fidel y Raúl, y la del resto de sus compañeros; y también sobre un artículo firmado por Luis Conte Agüero, publicado en esos días en la revista Bohemia, en el que hacía un llamamiento a Fidel para que depusiera las armas y junto a sus seguidores se sumara a las gestiones de paz que se hacían para salvar a la República de la guerra civil… Pero no llegué a terminar la idea que intentaba expresar, pues de una habitación contigua una voz enérgica me interrumpió diciendo que Conte Agüero no era hombre, que era esto y lo otro…, que él no tenía valor de subir a la Sierra y personalmente, cara a cara, hacerle esas proposiciones a Fidel, etcétera.
Sorprendido, miré a Ramón, y este me explicó:
—Es mi hermana Angelita.
Al escuchar aquellas palabras, yo me dije:
—Aquí, hasta las mujeres son bravas.
El ambiente se puso ligeramente tenso. Reanudé mi conversación con Lina, que con el rostro compungido miraba hacia el piso…
—¿Estaría usted dispuesta a pedirles a sus hijos que bajaran de la Sierra? —Pregunté.
—¿Para que los asesinen? —Respondió rápida, y agregó: Como madre sufro esta situación. Pero jamás les pediría que hicieran tal cosa. Ellos han escogido ese camino… ¡Los dos son hombres enteros que luchan por la libertad de Cuba!
Automáticamente recordé a Mariana, cuando en momentos cruciales se dirigió al menor de sus hijos: «¡Y tú, empínate!». Y a Lucía Íñiguez: «¡Ese sí es mi hijo Calixto!». Y volví a mis preguntas:
—¿Estaría usted de acuerdo en dirigir un llamamiento a las madres cubanas para que demanden garantías para la vida de sus hijos…?
—¡Claro que sí! —respondió—. Pero esta situación que vivimos la ha provocado Batista y su camarilla con el golpe de Estado del 10 de marzo, con sus robos, sus crímenes y atropellos!
El momento era difícil. La madre no quería perder a sus hijos en la vorágine de la guerra; ella conocía el parecer y el sentir de ambos… Sabía que no se hundirían en el bochorno de la claudicación. En cuanto al destino de ellos era evidente que desconocía la suerte que habían corrido. El ambiente que allí existía era de incertidumbre y tristeza. Así lo noté en sus rostros.
Yo sabía que se gestaba en la redacción de Norte la sensacional noticia: «¡No ha muerto Fidel Castro!».
Y me atreví a comentar que nadie creía que Fidel estuviera muerto, prometiéndole que si algo llegáramos a saber sobre el particular le llevaríamos la noticia. Promesa que, llegado el momento, cumplí.
Miré fijamente a Lina y pensé en mi madre. Si la vida la hubiera situado en tales circunstancias no me hubiera gustado que alguien la asediara con preguntas y más preguntas en tan duros momentos. Y llevábamos conversando más de media hora y había tomado mis notas. Entonces le dije:
—Ya ve usted, hemos conversado bastante. Ahora dígame: ¿Me permite publicar esta conversación? No me conteste toda-vía, pues le voy a leer lo que he escrito. Leí las notas y ella estuvo de acuerdo. Entonces me atreví a decirle:
—Bueno, señora, y ya que nos conocemos mejor, ¿usted permite que el fotógrafo la retrate?, recuerde que antes le dije que eso lo decidiría usted…
—¿Y para qué quiere usted un retrato mío…?
—Para publicarlo en el periódico con sus palabras. Eso le daría más fuerza a la entrevista.
—Bueno, está bien —respondió algo inquieta, aunque no parecía muy convencida. Y agregó: ¡Pero una sola!
—Como usted diga —respondí. Y dirigiéndome a Armandito le pedí que la retratara. Él disparó dos o tres veces del flash y ella protestó:
—¿Por qué tantas? ¡Le dije que una…!
—Es por si la cámara falla —le contesté.
Al despedirme le di las gracias y prometí mandarle varios periódicos con la entrevista publicada; le reiteré que nada tendría que pagar. Ramón nos llevó de regreso, y durante el camino me dijo que no comprendía cómo yo había podido convencer a Lina para entrevistarla.
—Mi madre siempre ha sido una mujer de carácter fuerte, y verla así, abatida, nos hace sentir muy mal a todos —comentó. Y agregó: Por dentro debe estar destruida.
Así comenzó una larga y sincera amistad. A partir de entonces fui con frecuencia a Marcané y en varias ocasiones coincidí con Lina en casa de Ramón, y conversamos amistosamente. Siempre hablaba de sus hijos.
Tras aquel rostro enérgico había un alma bella y comunicativa. Ya se vislumbraba la proximidad de la victoria. Una tarde almorzábamos juntos en la casa de Ramón. Ella tenía el semblante radiante. No era la misma mujer que había conocido tiempos atrás, en momentos duros.
Me contó que había visitado a Raúl en la Comandancia de Calabaza de Sagua, que lo sentó en sus piernas como cuando era niño; y todo lo decía con tal expresión de alegría que contagiaba. Aquella tarde fue más locuaz que de costumbre. Habló de su vida en el campo, ¡cuánto le gustaba recorrer a caballo por la guardarraya de los cañaverales! Me dijo que una vez estaba en estado de gestación y contrariando la observación de su esposo montó un brioso caballo para «probarlo» en su acostumbrado recorrido, y este de inmediato la tiró de la silla. Y mientras hablaba reía a carcajadas cuando hacía la anécdota, como un niño ríe de sus travesuras. Y continuó:
—¿Sabe usted a quién tenía en ese momento dentro del vientre?
Yo no podía imaginarlo, y me quedé perplejo. Pero ella rápidamente despejó la incógnita:
—¡A Fidel! —dijo—. ¡Y no aborté! ¡Por eso dije entonces que si aquella criatura se había salvado cuando el caballo me tiró era porque iba a ser algo grande en la vida! ¡Y mire usted…!
* Esta entrevista se publicó en la primera página del periódico Norte con la foto de Lina Ruz, sentada, de cuerpo entero, el día 17 de diciembre de 1956, y luego, el 21, el comentarista José Pardo Llada se refirió a ella por la emisora Unión Radio en su noticiero «La Palabra», que se trasmitía a la una de la tarde. Después, el autor la reelaboró para la edición del periódico ¡ahora! del 16 de agosto de 2003. (N. de los C.).