Mi último pensamiento será para ti
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Fue también una estrella quien lo puso allí. Tenía aún en los zapatos el polvo de los caminos que anduvo en motocicleta durante su aventura de conocer la América donde había nacido. Todavía no se cubría el pelo con una boina iluminada en el centro; pero era mucho más que el joven argentino flacucho, desgarbado y a medio vestir que miraba con ojos de apuro al abogado de 30 años que se abrochaba el saco en medio de una habitación desordenada.
Así aparecen Ernesto Che Guevara y Fidel Castro en una de las primeras fotos que tienen juntos, cuando compartían la aventura histórica de prepararse para la próxima lucha en las alturas del oriente cubano.
Contaba el Che que se conocieron en una de las frías noches de México. A él, según una carta que escribió a sus padres, luego de sus caminatas por distintos países, «no hacía falta mucho para incitarlo a entrar en cualquier revolución contra un tirano, pero Fidel me impresionó como un hombre extraordinario. Las cosas más imposibles eran las que encaraba y resolvía».
La primera discusión que tuvieron fue sobre política internacional. Después el Che le habló de su caso: un extranjero, ilegal en México y con toda una serie de cargos encima. «Le dije que no debía de manera alguna pararse por mí la Revolución, y que podía dejarme; que yo comprendía la situación y trataría de ir a pelear desde donde me lo mandaran; que el único esfuerzo debía hacerse para que me enviaran a un país cercano y no a la Argentina».
«Yo no te abandono», fue la respuesta tajante de Fidel, palabras que fueron promesas de combate para todos los meses de balas que vivirían; y antes de que terminara esa madrugada en la casa de María Antonia González Rodríguez, número 49 de la calle José Emparán, ya el Che era uno de los futuros expedicionarios.
«Tenía una fe excepcional en que una vez que saliese a Cuba iba a llegar, y que una vez llegado iba a pelear y que peleando iba a ganar. Compartí su optimismo, había que hacerlo, que luchar, que concretarlo, que dejar de llorar y pelear, para demostrarle al pueblo de su patria que podía tener fe en él, porque lo que decía lo hacía.
«Hubo quienes estuvieron en prisión 57 días (…) con la amenaza perenne de la extradición (…) pero en ningún momento perdimos nuestra confianza personal en Fidel Castro. Y es que Fidel tuvo algunos gestos que, casi podríamos decir, comprometían su actitud revolucionaria en pro de la amistad. Esas actitudes personales con la gente que aprecia son la clave del fanatismo que crea a su alrededor», decía el Che.
Y al líder del movimiento también lo impresionaba el joven médico que todos los fines de semana trataba de subir el Popocatépetl, un volcán que está en las inmediaciones de la capital. «Preparaba su equipo —es alta la montaña, es de nieves perpetuas—, iniciaba el ascenso, hacía un enorme esfuerzo y no llegaba a la cima. El asma obstaculizaba sus intentos. A la semana siguiente intentaba de nuevo subir el Popo —como le decía él— y no llegaba; pero volvía a intentar subir, y se habría pasado toda la vida intentando, aunque nunca alcanzara aquella cumbre. Da idea de la voluntad, de la fortaleza espiritual, de su constancia», contaría Fidel muchos años después, el 26 de mayo de 2003, en la Facultad de Derecho de Buenos Aires.
Faltan pocos días para zarpar en un pequeño yate a Cuba, las horas en México son de ajetreo y tensión. ¿A quién se debe avisar en caso de muerte?, «y la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos. Después supimos que era cierto, que en una revolución se triunfa o se muere (si es verdadera)», escribiría nueve años después el Che en una carta sin fecha que sería entregada a su destinatario el 1ro. de abril de 1965, cuando él había decidido irse a luchar a África y se despedía del amigo que conoció en una noche fría.
El yate Granma, con sus 82 muchachos tras el mismo sueño, llegó a la Isla el 2 de diciembre de 1956, y con ese desembarco tempestuoso en Alegría de Pío, comenzó la vida en las montañas de los inexpertos guerrilleros.
La sierra
Con fusiles al hombro y subiendo trillos empinados se unen los hombres. En la Sierra Maestra y entre el fuego de las ofensivas, donde Fidel se ratificó como el jefe del Ejército Rebelde, y el Che, por sus méritos propios, se convirtió en su primer comandante, creció la amistad.
«Cuando éramos un grupo todavía muy reducido, un voluntario para una tarea determinada, el primero que siempre se presentaba era el Che. Es uno de los hombres más nobles, más extraordinarios y más desinteresados que he conocido», decía Fidel.
La historia, con sus grandes acontecimientos y detalles, lo demuestra. El 16 de febrero de 1958, en medio de un combate, el Che recibió un pequeño manuscrito de Fidel: «(...) Te recomiendo, muy seriamente, que tengas cuidado. Por orden terminante, no asumas posición de combatiente. Encárgate de dirigir bien a la gente que es lo indispensable en este momento».
Cuidar la vida del argentino fue siempre una prioridad para el Comandante, preservar a ese que insistía siempre en seguir aún cuando el asma le golpeaba los pulmones; pero también, como decía Fidel, era velar por la seguridad del «revolucionario formado; además, un gran talento, una gran inteligencia, una gran capacidad teórica. (…) A todo eso se unían condiciones humanas excepcionales, de compañerismo, desinterés, altruismo, valentía».
Muchas veces las palabras del Che fueron brújula orientadora en los momentos difíciles. El 13 de abril de 1958 Fidel le escribe: «No sería malo que nos viéramos antes de perfilar definitivamente el discurso»; aquel que daría por Radio Rebelde un día después del fracaso de la huelga del 9 de abril.
También en una carta el 19 de mayo de 1958, tal vez en busca de su opinión para aclarar caminos o estrechar la mano, le dice: «Hace además muchos días que no conversamos, y luego es hasta una necesidad».
«Era tal la confianza de Fidel en las condiciones del Che como jefe y combatiente guerrillero, que en el momento más crítico de toda la lucha de la Sierra —en ocasión de la guerra ofensiva enemiga en el verano de 1958 contra el territorio del Primer Frente Rebelde— no vaciló en confiarle dos misiones de trascendental importancia y alta responsabilidad: la organización de la primera y única escuela de reclutas que funcionó en el territorio de ese Frente, y la plena dirección de la defensa del sector occidental del territorio rebelde en una de las tres principales direcciones del avance enemigo», contaba Jesús Montané Oropesa en el prólogo del libro Che en la memoria de Fidel Castro.
En las dos tareas el Che demostró que sobre su espalda podía descansar la certeza del Jefe. Y una vez derrotada la ofensiva y creadas las condiciones para extender la guerra al resto del país, con la certidumbre de que el Che, sin creer en imposibles, cumpliría, a las 9 de la noche del 21 de agosto de 1958, en la Sierra Maestra, Fidel escribía la orden miliar que llevaría al líder de la Columna 8 Ciro Redondo a la peligrosa marcha hacia el centro de la Isla.
Hace 18 años, durante el acto central por el aniversario 40 del triunfo de la Revolución en el parque Céspedes de Santiago de Cuba, Fidel rememoraba:
«Fue en el desarrollo de aquellas operaciones cuando el Che y Camilo, con aproximadamente 140 hombres el primero —según mis recuerdos, sin consultar documento alguno— y alrededor de cien el segundo, realizaron una de las más grandes proezas entre las muchas que he conocido en los libros de historia: avanzar más de 400 kilómetros desde la Sierra Maestra, después de un huracán, hasta el Escambray, por terrenos bajos, pantanosos, infestados de mosquitos y de soldados enemigos, bajo constante vigilancia aérea, sin guías, sin alimentos, sin el apoyo logístico de nuestro movimiento clandestino, débilmente organizado en la zona de su larga ruta. (...) Eran hombres de hierro».
En los días finales de diciembre de 1958, la ciudad villaclareña caía ante las fuerzas de Ernesto Guevara.
El triunfo
«Ellos no conversaban como jefe y subordinado, sino como dos amigos. Hablaban de trabajo, de distintos temas, pero como amigos, ¡ah!, sí, también una cosa, el Che era muy respetuoso, sabía respetar las ideas de Fidel.
«En el Ministerio de Industrias, el Comandante se aparecía a la una, a las dos, a las tres de la madrugada a visitarlo y ahí se pasaban horas conversando los dos (…). Muchas veces compartían en esas visitas un jugo de naranja que al Che le gustaba, e incluso bebían en el mismo vaso. El Che decía que él había sido un privilegiado en tener un jefe y un maestro como Fidel», dice Leonardo Tamayo Núñez, quien fuera escolta del Che durante diez años y guerrillero en Bolivia.
Con el Gobierno Revolucionario en el poder, el médico comandante ocupó importantes responsabilidades: dirigió el Departamento de Industrialización del Instituto Nacional de Reforma Agraria (INRA), fue Presidente del Banco Nacional de Cuba, Ministro de Industrias, y representó al país en importantes eventos internacionales.
Cuando partió al Congo, Fidel, preocupado por su vida, encargó su seguridad a dos combatientes. «Nos llama a Tuma y a mí y nos dice: ¡Ustedes me responden por su vida, tienen que cuidarlo, me responden por su vida! No se separen de él ni un instante».
Pero el Che ya estaba decidido a seguir luchado en otras tierras, algo que Fidel, en su condición de Jefe de Estado, no podía hacer.
Sintió que había cumplido la parte del deber que lo ataba a la Revolución Cubana en su territorio y se despidió de Fidel, de los compañeros, del pueblo que ya era suyo. Hizo formal renuncia de sus cargos en la dirección del Partido, de su puesto de Ministro, su grado de Comandante y su condición de cubano. «Nada legal me ata a Cuba, solo lazos de otra clase que no se pueden romper como los nombramientos.
«Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti. Que te doy las gracias por tus enseñanzas y tu ejemplo al que trataré de ser fiel hasta las últimas consecuencias de mis actos.
«Que en dondequiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano, y como tal actuaré. Que no dejo a mis hijos y mi mujer nada material y no me apena: me alegra que así sea. Que no pido nada para ellos, pues el Estado les dará lo suficiente para vivir y educarse», escribió a Fidel en su carta de despedida.
Y se fue al Congo.
Nunca estuvo lejos
Cuando las noticias sobre su guerrilla allí comenzaban a ser preocupantes y las informaciones sobre él a tergiversarse, llegó a las manos de Orlando Borrego, viceministro primero de Industrias, cuando el Che era Ministro, uno de los tantos artículos llenos de falsedades sobre la actitud asumida por el Che, y con no pocas malas interpretaciones sobre su pensamiento teórico y su actitud como dirigente.
El artículo era de la escritora Sol Arguedas, quien se decía amiga de la Revolución Cubana, y en esas líneas interpretaba, a su modo, los motivos por los que el Che se había marchado de Cuba.
«Yo leí y releí el artículo varias veces y finalmente me decidí a contestarlo mediante una carta que dirigí a su autora; la respuesta fue bastante dura y poco diplomática. Por ese entonces, para sorpresa mía, fui informado de que el Che se encontraba en Cuba y que solicitaba mi presencia; una de las primeras cosas que se me ocurre fue presentarle la carta que tenía lista para enviar a Sol Arguedas, para que la revisara y me diera su aprobación; la leyó pacientemente, se dedicó durante varias horas a hacerle correcciones que consideró pertinentes, y luego le agregó, de su puño y letra, un párrafo final:
«Quizás algún día el Che muera en un campo de batalla o emerja en una revolución triunfante; se percatará entonces de la autenticidad de su carta de despedida y de su identificación total con la Revolución Cubana y su Jefe.
«Y quedó como si hubiera sido escrita por mí», dijo Borrego.
Con el apoyo de Fidel, el Che entrenó a un grupo de hombres y en poco tiempo ya estaba listo para marcharse de nuevo; esta vez el destino era Bolivia. Un hombre nunca imagina dónde va a encontrar la muerte, solo es capaz de adivinarla unos minutos antes de que ocurra; y el Che, inmortal ante los miedos, no huía del peligro si sabía que atravesándolo encontraría al menos una gota de justicia y libertad.
«Lo vi en la madrugada del día que marchaba hacia el aeropuerto. Fue en una casa de seguridad donde sostuvo —creo— la última conversación con Fidel. Se hallaban también Raúl Castro y Vilma Espín. En la sala había un sofá y Fidel y Che estuvieron hablando allí solos, en voz baja, un tiempo muy prolongado», cuenta el comandante Manuel Piñeiro Losada («Barbarroja»).
Y no pasó mucho tiempo luego de aquel adiós, cuando el 8 de octubre de 1967, durante un combate en la Quebrada del Yuro, fue herido y como prisionero lo llevaron a la escuelita de La Higuera, donde un soldado ejecutó la orden del alto mando boliviano encabezado por el presidente René Barrientos, de fusilarlo el día 9.
«Tuvimos la oportunidad de estar diez años y seis meses al lado del Che.
«Mi misión, como es lógico, era cuidarlo dondequiera, en Cuba, en China, en África, dondequiera que estuviera el Che; y en Bolivia mi misión era cuidarlo y así lo recomendaba el Comandante el Jefe… la vida del Che.
«En el único combate que nosotros no estuvimos al lado del Che fue el 8 de octubre (…) él me manda con Harry Villegas y me dice: «Tú, a doscientos, trescientos metros, quebrada arriba”». Fue el único combate en el que no estuve junto a él», se lamentaba Leonardo Tamayo Núñez.
Fidel, cuando informó de su muerte al pueblo de Cuba, era un hombre apesadumbrado, como soportando una carga mil veces más pesada que su tristeza.
Sobre el buró con tres micrófonos, puso la gorra militar, y con los ojos mustios y amargada la vida, como quien debe decir lo que no hubiera querido nunca, habló y mostró la foto que le tomaron aquellos sin alma el 10 de octubre, como prueba irrefutable de que el Che había muerto.
Treinta años sus restos permanecieron sepultados en Vallegrande, hasta que el 28 de junio de 1997 fueron encontrados junto a otros seis guerrilleros por especialistas cubanos.
Así, el 12 de julio de 1997, volvió el Che a Cuba, para dormir finalmente en el Complejo Escultórico Ernesto Guevara, en la ciudad de Santa Clara, la misma que él liberó a finales de la guerra. Y el amigo que conoció en la casa de María Antonia, al que acompañó en la guerra y en los tiempos de paz, lo recibió:
«Si queremos expresar cómo queremos que sean los hombres de las futuras generaciones, debemos decir: ¡Que sean como el Che! Si queremos decir cómo deseamos que se eduquen nuestros niños, debemos decir sin vacilación: ¡queremos que se eduquen con el espíritu del Che! Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece al futuro, ¡de corazón digo que ese modelo sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación, ese modelo es el Che! Si queremos expresar cómo deseamos que sean nuestros hijos, debemos decir con todo el corazón de vehementes revolucionarios: ¡queremos que sean como el Che!».
Bibliografía consultada: Rodríguez Cruz, Juan Carlos; Rodríguez, Marilyn. (Che y Fidel una amistad entrañable). Editorial Capitán San Luis. La Habana, Cuba, 2004.