Fidel y el Che: dos hombres, un ideal, y la verdadera amistad
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Dos seres diferentes, pero con principios, sueños, proyectos semejantes, una época común signada por la injusticia, y el deseo impostergable de enfrentarla. Eso eran el Che y Fidel. Dos hombres que juntaron la hermandad de las ideas, conocimientos profundos, espíritu rebelde, y desazón ante la libertad cautiva de los pueblos de la Patria Grande.
Hasta México habían llegado, uno enfrascado en la preparación de la lucha armada contra la tiranía batistiana, el otro después de palpar la realidad más descarnada de América. Cuentan que una noche de julio de 1955 se encontraron, y después de diez horas de conversación, en las que se compartieron anhelos y esperanzas sobre la libertad de Cuba, el Che se convirtió en el médico de la futura expedición que se preparaba en el yate Granma.
«Fidel me impresionó como un hombre extraordinario», dijo el Guerrillero Heroico años después, y no hubo obra de pensamiento y acción que ejecutara en su vida, que no llevara el sello de aquel encuentro, porque de él surgiría una amistad inquebrantable, no exenta de innumerables pruebas de fidelidad en el transcurso de los años.
Precisamente en México, a poco tiempo de conocerse, cuando fueron apresados, impactaría en el joven médico la actitud de Fidel, a quien le expuso su condición de extranjero que se encontraba ilegal en ese país, y por el que no podía detenerse la Revolución. La respuesta del jefe del Movimiento 26 de Julio fue cortante: «Yo no te abandono». Esas actitudes personales, expresó el Che sobre él, «son la clave del fanatismo que crea a su alrededor».
En ambos se conjugaban valores y principios claves para la construcción de un país, como la concepción de la lucha, el rol decisivo del pueblo, el Partido como vanguardia, el futuro de la Revolución, la juventud... A esta última, el Che apostaba la esperanza y la continuidad, como «arcilla fundamental de nuestra obra». Fidel, en similar sentido, depositaba en los jóvenes –«materia prima de la Patria»– la mayor confianza.
Una de las características que más apreciaba Fidel en el Che era su voluntad, su fortaleza espiritual y constancia, reflejada -como contara una vez el líder de la Revolución, por solo poner un ejemplo– en los varios intentos de escalar el Popocatépetl, un volcán ubicado en el centro de México, tras los impedimentos del asma. «(…) se habría pasado toda la vida intentando subir el Popocatépetl, aunque nunca alcanzara aquella cumbre».
Sin embargo, otro rasgo del argentino cautivaba al Comandante, y era que cada vez que «hacía falta (…) un voluntario para una tarea determinada, el primero que siempre se presentaba era el Che».
Muchos fueron los escenarios en que ello pudo constatarse, así como en los que se demostró la confianza que sentía por el Guerrillero Heroico. Las evidencias se encuentran en las más diversas hazañas militares; en aquel verano de 1958, durante los momentos más críticos de la lucha guerrillera, cuando le confiara la organización de la primera y única escuela de reclutas del Primer Frente, y más adelante, la conducción de una columna invasora hasta el centro de Cuba; o cuando encabezara, tras el Triunfo de la Revolución, organismos tan importantes como el Banco Nacional de Cuba y el Ministerio de Industrias.
Constantes fueron, además, las muestras de preocupación del Comandante en Jefe por la vida del Che, cuyo botón de muestra significó la misión encargada al hoy general de brigada Harry Villegas y a Carlos Coello (Tuma), ante la epopeya del Congo: «¡Ustedes me responden por la vida del Che, tienen que cuidarlo, me responden por su vida! No se separen de él ni un instante».
Son lecciones de vida los artículos y epístolas en los cuales el Che devuelve, sin quererlo, ese profundo cariño, admiración, respeto. Quizá uno de los más elocuentes es aquel poema escrito en el año 1956, mientras se preparaba la expedición del Granma: Vámonos,/ ardiente profeta de la aurora,/ por recónditos senderos inalámbricos/ a libertar el verde caimán que tanto amas.
Y como fuera el Che el más genuino ejemplo de hombre nuevo por el que tanto luchó, cumplió ese deseo de acompañar al líder en los momentos cardinales de la Revolución Cubana, como la Ley de Reforma Agraria, Playa Girón o la Crisis de Octubre, donde apreció más que nunca «la grandeza, valentía y la condición de estadista» del líder.
Quizá fuera él uno de los más indicados para afirmar con vehemencia: «Fidel es un hombre de tan enorme personalidad que en cualquier movimiento donde participe, debe llevar la conducción».
A ello se suma –al decir del Che– su condición de ser que representa «un continente con el solo pedestal de sus barbas guerrilleras», de «fuerza telúrica» que el futuro se encargaría de colocar en su justo peldaño, y de «conductor de hombres» que posee, «como nadie en Cuba, la cualidad de tener todas las autoridades morales posibles para pedir cualquier sacrificio en nombre de la Revolución».
Fruto de esa amistad verdadera el héroe de Santa Clara, cuando parte hacia las tierras que reclamaban el concurso de sus modestos esfuerzos, escribe la carta de despedida a Fidel, y a Cuba entera: «…si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti».
Con certeza absoluta afirmaría el Comandante en Jefe en la velada solemne realizada en su nombre en la Plaza de la Revolución, el 18 de octubre de 1967, que si se quiere «un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece al futuro (…) ese modelo es el Che».
De la admiración que sentían mutuamente podrían escribirse muchas cuartillas. La tiranía del espacio atenta contra estas. Pero unas palabras resumen lo que hoy puede decirse de ambos, y es lo que suscribiera Fidel en el discurso de inhumación de los restos del Che y sus compañeros de guerrilla: «está librando y ganando más batallas que nunca». Porque en ellos, no cabe duda, se encuentra el principio de todos los empeños revolucionarios, y también sus más preclaros fundamentos.