Marta Rojas: La cronista del Moncada
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Cuando el 27 de julio de 1953, la dictadura de Fulgencio Batista movía cielo y tierra para capturar a los sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada, de Santiago de Cuba, entre ellos el joven abogado Fidel Castro, líder de la Generación del Centenario, la estudiante de periodismo Marta Rojas tomó el primer vuelo hacia La Habana para llevar a la Redacción de la revista Bohemia las evidencias fotográficas de la represión cometida por la tiranía contra los atacantes a la segunda fortaleza militar más importante de Cuba. La testigo excepcional de los sucesos del 26 de julio se disponía, además, a reportar lo acontecido en su ciudad natal; pero la censura de prensa impuesta ya por el gobierno de turno coartó la publicación de la verdad de los hechos acontecidos.
A buen resguardo.
“¿Qué tan importante será esto?”, se preguntó Santa, la niñera de aquella casa de huéspedes de Marianao, La Habana, cuando Marta Rojas, antigua inquilina, le entregó más de 200 hojas mecanografiadas, con mil y una recomendaciones de por medio para su custodia.
Nadie sabe si la curiosidad llevó a la señora a leer algún renglón del reportaje que le cambió el destino profesional a la joven periodista, referido a la Causa No. 37 del Tribunal de Urgencia de Santiago de Cuba por los sucesos del 26 de julio de 1953, a la postre el proceso judicial más trascendental de la historia republicana.
Aquella memoria escrita, guardada por la niñera como si se tratara del más codiciado papiro antiguo, Marta fue a buscarla en la madrugada del Primero de Enero de 1959, a solicitud de Miguel Ángel Quevedo, director de la revista Bohemia, mientras Fulgencio Batista salía en estampida en un avión rumbo a República Dominicana, al ver que su tiranía estaba haciendo agua. Luego del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, de Santiago de Cuba y Bayamo, respectivamente, la censura de prensa coartó la publicación del reportaje entregado por la joven en octubre de 1953.
Las más de seis transcurridas no le escamotean a Marta Rojas, Premio Nacional de Periodismo José Martí, ni un solo detalle de la histórica cobertura, que rememora en su apartamento habanero, a instancia de Escambray.
El reportaje de los tiros.
—¿Tú vas para los carnavales?, le preguntó el fotógrafo Francisco (Panchito) Cano, corresponsal gráfico de Bohemia en Santiago de Cuba, a la joven de 23 años, llegada la víspera a la ciudad desde La Habana, donde estudiaba Periodismo.
—Sí. Voy para la Trocha.
—¿Te quieres ganar 50 pesos?
Ante la tentadora propuesta, la muchacha le devolvió una pregunta:
—¿Qué tengo que hacer?
Con la agilidad que solía apretar el obturador de la cámara, Panchito le solicitó redactar una crónica y los pies de grabado para las fotos sobre las fiestas carnavalescas, cuya zona más concurrida era la Trocha, escenario habitual del cruce de las congas de Los Hoyos y El Tivolí, con todo el ardor de los cueros y las cornetas chinas.
—¡Ya viene la fusión! Oye los cohetes chinos, le alertó Marta, quien solo había escuchado disparos en las películas del oeste.
—No, no; no son cohetes, esos son tiros. Se nos jodió el reportaje de los carnavales, se lamentó Panchito.
—¡Ah!, bueno. Entonces vamos a hacer el reportaje de los tiros.
Eran pasadas las cinco de la mañana del 26 de julio; un grupo de jóvenes, liderado por el abogado Fidel Castro, intentaba tomar por sorpresa el cuartel Moncada, la segunda mayor fortaleza militar de Cuba.
“Los soldados se están fajando”, dijo alguien cerca de Marta, y en menos de un santiamén decidió seguirles el paso presuroso a varios periodistas, que, ansiosos por saber lo que sucedía realmente, se llegaron hasta el Diario de Cuba, el principal periódico de la ciudad. “Yo allí y nada era lo mismo; era una alumna, una muchachita que no estaba colegiada todavía”, aclararía a Escambray.
Con la inquietud aún rondándoles, Marta y Panchito arribaron a la Posta 6 de la fortaleza, donde no pocos reporteros ya aguardaban para entrar, lo cual solo resultó posible pasado el mediodía de ese domingo. Con más de una pregunta en ristre, los colegas esperaron en una habitación, inmediata a la jefatura.
Mientras el coronel Alberto del Río Chaviano, jefe del Distrito Militar de Oriente, alistaba el informe que difundiría en la conferencia de prensa, Panchito solicitó permiso para llegarse hasta los servicios sanitarios; en el camino —relató Marta— vio a dos mujeres en una habitación: Haydée Santamaría y Melba Hernández, las dos únicas personas entre las arrestadas en el Hospital Civil Saturnino Lora que sobrevivieron al desenfreno criminal. En la puerta, el fotógrafo simuló retratarlas; de regreso, impuso de la novedad a su compañera:
—Hay dos mujeres a las que están interrogando.
—¿Sí?, ¿dos mujeres?
Con la duda de guardia, ella inventó la socorrida excusa de ir al baño, y gracias a las coordenadas dadas por Panchito, corroboró que la noticia de su colega no era hija de alucinaciones.
A la una de la tarde, Chaviano —apodado el Chacal de Oriente— decidió darle la cara a la prensa. Lo único cierto que dijo fue que el doctor Fidel Castro era el jefe del movimiento; todo lo demás, pura falacia: que los atacantes portaban armas modernísimas, que a Fidel le habían pagado un millón de pesos la gente del ex presidente Prío Socarrás…
—¿Quiénes son las dos mujeres presas?, preguntó Marta.
Sin reponerse de la interrogante a quemarropa, el coronel se afincó la gorra de plato con la mano derecha casi hasta los ojos, y sostuvo autoritariamente:
—Aquí no hay presos; todos murieron en el combate.
Mas, un guardia le alertó algo bajito al Chacal, quien para salir del trance sería menos categórico:
—A lo mejor, mientras estábamos aquí, han detenido a alguien.
Finalizado el intercambio con los periodistas, estos insistieron en recorrer el terreno para constatar la magnitud de las acciones. “Están preparando el teatro de los hechos”, informó el propio Chaviano.
—¿Cómo el teatro de los hechos? En un combate la gente cayó donde cayó, le comentó, en susurro, Marta al fotógrafo.
Pasadas las 6 de la tarde, comenzaron “un dramático peregrinaje por los patios, escaleras y pasillos del Mocada”, escribió ella después. Ante sus ojos, dantescas escenas: cadáveres sin dientes ni uñas, baleados en la frente; huellas de manos ensangrentadas y agonizantes aferradas a la pared; a medio vestir, los cuerpos con uniformes del ejército de Batista limpios y nuevos… Y por si no bastara, las puntas de las bayonetas caladas de los guardias apartando las vísceras para permitir el paso de quienes recorrían el lugar.
Al terminar el periplo —recuerda Marta—, los reporteros permanecieron en el polígono del cuartel. Minutos después, el Chacal vociferó desde una escalinata: “No hay fotos”.
Sin pensarlo dos veces, Cano le preguntó a Marta:
—¿Tienes las fotos de los carnavales ahí?
Sigilosamente, intercambiaron las películas detrás de un camión. Cuando el mismo Chaviano requisó la cámara del corresponsal de Bohemia, solo había un rollo sin estrenar; las restantes —las tiradas durante la noche del 25 y la madrugada del 26 de julio durante los festejos— también fueron a parar a la mochila de lona enorme, que se tragó el embuste, el cual ridiculizaría posteriormente al Chacal ante el Estado Mayor de la tiranía batistiana.
En busca de la acreditación.
Conscientes de la osada mentira y casi sin poner los zapatos sobre el asfalto, Marta y Panchito recogieron las fotos de los soldados muertos y heridos en el estudio del teniente Senén Carabia, fotógrafo del Negociado de Prensa y Radio del cuartel Moncada. Esa misma noche, el corresponsal gráfico reveló, en un pequeño cuarto oscuro en la calle Enramadas, las películas que entregó, mojadas todavía, a Marta, quien viajó al otro día a La Habana en el primer vuelo. Destino final: Redacción de la revista Bohemia. “Yo me voy a perder”, le aclaró Panchito.
La información que Quevedo orientó elaborar a la aún estudiante de Periodismo llevaba retratada su muerte instantánea desde que Marta se sentó frente a la máquina de escribir; el censor de la tiranía ya estaba en la sede de la publicación, que apenas insertaría la nota oficial del Estado Mayor, acompañada de algunas fotos, en su edición siguiente.
—Vete enseguida para Santiago, porque al que están persiguiendo para matarlo es a Panchito, le sugirió Quevedo, mientras ponía a descansar las gafas sobre el buró. Para cualquier emergencia, el director le dio dinero. “Haz tu vida normal”, también le recomendó.
Sin embargo, ella trastocó sus rutinas, según refirió en entrevista con este reportero. “Visité los lugares relacionados con el Moncada: la Granjita Siboney, el hospital; me llegué hasta Bayamo, todo con el interés de enriquecer mi reportaje para publicarlo cuando suspendieran la censura. Siempre iba con alguna compañerita o un amigo”, añadió.
Con frecuencia también empezó a ir al Tribunal de Urgencia de Santiago de Cuba para conocer la fecha del inicio del juicio; a la Redacción de Bohemia regresó en busca del permiso oficial para realizar la cobertura; sin embargo, no era periodista titulada. No obstante, Quevedo no le cerró todas las puertas:
—Si me traes un trabajo, aunque no se publique ahora, yo te lo pago como colaboración.
De vuelta a su ciudad, buscó la alternativa en coordinación con el letrado Baudilio (Bilito) Castellanos, quien se había hecho unas guayaberas en la sastrería del padre de Marta y, era, además, el abogado de oficio de la casi totalidad de los asaltantes. La elaboración de un reportaje a partir de las entrevistas con algunos magistrados vinculados con la Causa No. 37 resultó la estocada maestra.
—Ellos no te van a decir nada que les perjudique. A lo mejor, el censor te pasa el trabajo, le aseguró Bilito, quien se había presentado en el Vivac santiaguero al saber de la detención de Raúl Castro y otros atacantes.
Ciertamente, los magistrados, que habían juramentado los Estatutos Constitucionales establecidos por Batista, no arriesgaron sus togas, y, por tanto, se limitaron a destacar elementos técnicos del proceso penal: más de 200 acusados, un sinnúmero de pruebas de convicción… Hasta Baudilio, compañero de Fidel en las luchas estudiantiles, habló de sus deberes como abogado de oficio.
Con la revista en la mano, en señal de trofeo de guerra, se presentó en el Tribunal. En medio del clima distendido entre los letrados, Marta se dijo: Es ahora o nunca, y le pidió al presidente:
—¡Ay!, yo quisiera ver ese juicio.
Él magistrado leyó otra vez el titular de Bohemia y le solicitó una lista al alguacil; al deslizar su puño sobre la hoja, nacía el nombre: Marta Rojas (Bohemia).
Un hombre diferente.
21 de septiembre de 1953. Palacio de Justicia. Con traje azul y corbata roja, Fidel entró a la Sala del Pleno, plaza sitiada por tanta bayoneta dentro y fuera del local; sin temor chocó seguidamente las esposas que mantenían sus manos cautivas y extendió sus brazos mientras señalaba con estos hacia los moncadistas.
—¡Señor presidente, señores magistrados, quiero llamarles la atención sobre este hecho insólito! (…), no se puede juzgar a nadie así, esposado.
“Fidel me cautivó desde ese instante —subrayó Marta—. Me llamó la atención porque era un hombre diferente. Ahí estaba levantando las manos, y logró que les quitaran las esposas a todos”.
—Queda abierta la vista, dijo por fin el presidente de la Sala, cuando faltaba un cuarto de hora para las 11 de la mañana.
A partir de ahí, Marta no dejó de ir un día a las sesiones de la Causa No. 37; no anotaba en agenda o libreta alguna; optó por hacerlo en hojas discretas que doblaba en forma de acordeón. De regreso a casa, muchas personas le cortaban el paso para inquirirla acerca de la marcha del juicio; ya, en el hogar, elaboraba el reportaje como si se fuera a difundir al día siguiente. No pocas tardes retornó al Tribunal para completar cierto dato o copiar algún documento, como los certificados forenses, solo mencionados durante las vistas orales.
—Rojas, tu hija está perdiendo el tiempo ahí; nada de eso se va a publicar. ¿Cómo ella va a perder la oportunidad de trabajar en la televisión?, alertó al padre de la joven un reportero conocido.Marta desistió de presentarse en el Canal 2, de la TV, donde debía empezar a laborar en septiembre, y, concluida la primera etapa del proceso judicial el 2 de octubre, siguió frecuentando la Audiencia para conocer la fecha del anuncio del juicio contra Fidel. El líder del movimiento permanecía recluido en la cárcel de Boniato, privado de asistir a este desde la tercera sesión por encontrarse “enfermo”, según certificó el personal médico de la prisión.
Alertada por Bilito de que casi era inminente la vista oral, el 16 de octubre la joven acudió otra vez a la institución judicial, donde, no obstante, le sorprendió el anuncio: “Sala Primera. Causa 37, trasladada hacia el Hospital Civil”. Para llegar a tiempo, había una sola opción: correr. Por suerte, el local estaba al atravesar la calle. En la puerta, la Policía Militar, “arisca y petulante”, detuvo en seco a Marta, que entró gracias a la intervención del fiscal Mendieta Hechavarría.
Con sus ojos, domesticados por la curiosidad, y desde su silla de tijera, reparó en cada detalle del enrarecido ambiente de la salita de las enfermeras, sede del juicio: vitrinas con esqueleto y libros, dos escritorios, retrato de Florence Nightingale, una mesita y una silla para Fidel, quien llegó sudoroso, vestido con su traje azul.
—Es una pena que teniendo ustedes un Palacio de Justicia tan nuevo y agradable tengan que venir a trabajar aquí.
Marta vio dibujada en el fiscal una sonrisa, “que más bien era una mueca”, y anotó cuanto pudo de cada proceder judicial. Entre los testigos, el comandante Andrés Pérez Chaumont, nombrado por Chaviano como jefe de las operaciones de captura de los revolucionarios, quien fue interrogado por Fidel:
—¿Y cómo explica usted que del grupo nuestro no hubiera heridos, sino solamente muertos… ¿Usaban acaso ustedes armas atómicas?
La pregunta del líder insurreccional fue apenas un indicio de su posterior alegato, reconocido luego como La historia me absolverá, donde cada palabra era un hachazo a tanto crimen, a tanta república herida y corrupta.
Porque “hablaba un lenguaje distinto”, según escribió la autora de El juicio del Moncada, los guardias, los empleados del hospital… todos escucharon la autodefensa, de más de dos horas, en un silencio nunca antes oído.
Casi sin deliberar, el Tribunal dictaminó 15 años de prisión. Al acusado, devenido acusador, no le sorprendió la condena, y con serenidad miró su reloj: una de la tarde.
De censura y…
Al día siguiente, Marta viajó a La Habana con la misma parada final: Bohemia, y la exclusividad ya en la maleta: más de 200 hojas, testimonio histórico de un hecho excepcional.
—¡Ese mamotreto! Si suspenden la censura y ponemos eso, es lo único que publicaríamos, le dijo Quevedo, sin matiz peyorativo.
Restablecidas las garantías constitucionales y suspendida la cuarentena informativa, Marta redactó una versión de 12 cuartillas, insertada casi cinco años después en la sección En Cuba, de Bohemia, de cuyo equipo periodístico formó parte esta santiaguera.
Apenas Batista puso pies en polvorosa, el órgano de prensa difundió, primero, dos páginas gráficas y, luego, una serie de reportajes a partir de aquel original, hoy amarillento y verdadera reliquia, recogido por la periodista en la madrugada del Primero de Enero en la casa de huéspedes de Marianao.
—Mira, estos trazos azules fueron para tachar y censurar esta parte donde habla Fidel, me comentó Marta, quien fue al encuentro del líder de la Generación del Centenario en compañía de Melba y Haydée, después de su salida del Presidio Modelo, de Ia entonces Isla de Pinos. El día de la visita, ella, aficionada a la psicología de las manos por ese tiempo, le predijo el futuro a Fidel:
—Yo te voy a ver con la barba blanca.