Frei Betto: Fidelidad y compromiso
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Un aniversario: tres homenajes
El próximo 25 de agosto Carlos Alberto Libânio Christo, religioso dominico de Brasil que conocemos como Frei Betto, cumplirá 80 años, 44 de ellos directamente ligados a la historia de la Revolución Cubana, nada más y nada menos que en una de las esferas más sensibles de las relaciones entre el Estado revolucionario y la sociedad: la de los asuntos que vinculan, a la vez, la fe religiosa del pueblo y los intereses terrenales, incluidos los políticos, de las instituciones religiosas y en particular los de las iglesias.
Rememorar esta historia de relaciones de Betto – como será llamado en lo adelante – con Cuba y la Revolución, permite rendir tres homenajes simultáneos que ofrecen, al mismo tiempo, las claves para comprender el contexto en que él llega a nuestro país y la importancia exacta de su labor unitaria: al cumpleañero, por su “alto sentido de lealtad y amistad” (Fidel, 2015); al propio Fidel porque lo visualizó como partícipe creador de un proceso de cambios que ya tenía en mente y estaba reimpulsando en esos momentos, orientado a fortalecer la unidad nacional; y al comandante Manuel Piñeiro, Barbarroja, quien como jefe del Departamento América del CC PCC (DA) condujo de manera directa parte de esta historia.
Razones de espacio obligarán a una versión sumaria de lo sucedido. Pero es imprescindible subrayar que la trayectoria política, ética y humana de Betto en Cuba y por Cuba, contiene tal riqueza de hechos que darían para un extenso ensayo histórico.
De él emergerían múltiples elementos no conocidos que ayudarían a explicar, por ejemplo, cómo la convergencia de principios éticos puede posibilitar amistades paradigmáticas como la de Fidel con él. Ambos se entendieron rápido por sus respectivas convicciones revolucionarias (Alonso, 2023), es cierto, pero también – y quizás sobre todo – por encarnar valores humanos y éticos superiores. Los diálogos entre ambos así lo consignan.
El primer encuentro personal de Betto con Fidel ocurre aproximadamente a las dos de la madrugada del 20 de Julio de 1980. El Líder Histórico de la Revolución Cubana había asistido a los festejos por el primer aniversario del triunfo de la Revolución Sandinista. El fraile dominico, junto a Lula, eran invitados de los sandinistas en virtud de la solidaridad que habían dado a estos, aún bajo las condiciones dictatoriales que prevalecían en Brasil.
Para la época, ya Betto era conocido en Brasil y América Latina como uno de los más importantes exponentes de la Teología de la Liberación. Fidel lo recibe el mencionado 20 de julio, junto a Lula – a la sazón dirigente sindical metalúrgico con creciente liderazgo nacional en Brasil– al finalizar una recepción iniciada en la noche del día anterior, en la casa del vicepresidente del primer gobierno sandinista, el escritor Sergio Ramírez. Medió para el encuentro el sacerdote maryknoll y primer canciller sandinista Miguel D”Escoto.
El diálogo con Fidel aparece vivamente relatado en el Paraíso Perdido. Viajes por el mundo socialista, libro donde el dominico brasileño rememora sus experiencias en los distintos países socialistas durante la década de los 80. En él las referencias a sus experiencias en Cuba ocupan espacio dominante.
Años después, a fines de enero de 2018, José M. Miyar Barruecos (Chomy), testigo y relator fiel de lo sucedido en el encuentro de Managua aquel 20 de julio, me confirmó la exactitud del testimonio que aparece en el mencionado libro, con esta precisión:
“Cuando Fidel viaja a Nicaragua estaba impaciente por retomar el tema de la relación con los creyentes en la Revolución. Todos los días recibía noticias sobre cómo los cristianos estaban participando en la lucha guerrillera junto a los sandinistas y en otros países. Hablaba con frecuencia sobre Camilo Torres y pidió releer sus diálogos con los religiosos en Chile y Jamaica. Habló con Piñeiro y le solicitó informaciones sobre lo que estaba pasando dentro de la Iglesia Católica en América Latina y que preocupaba a los norteamericanos. Había conocido el Informe de Rockefeller y sabía que desde EEUU se estaban creando movimientos evangélicos para combatir a los sectores progresistas en la Iglesia Católica…”
Al preguntarle cómo surgió y se desarrolló “el misterio” de la amistad que tanto Fidel como Betto mencionan en distintos momentos, Chomy aseveró:
“El Comandante quedó impresionado con la honestidad con que él (Betto) le habló, allá en casa de Sergio (Ramírez). Fue sincero y convincente, no vaciló en plantearle temas complicados y eso le agradó. Después todo fluyó bien. La entrevista los acercó más y Betto cumplió siempre todos sus compromisos…”
Del relato de Betto resaltan varios momentos que confirman el valor del testimonio anterior y explican por qué Fidel vio en él, de inmediato, a un potencial colaborador en su empeño por avanzar en el proceso de consolidación de la unidad nacional cubana en torno a la Revolución, esta vez en el que desde 1959 se había transformado en terreno de alta conflictividad, el religioso, cuya historia contemporánea mirada de forma serena y con apego martiano a la verdad de los hechos, confirma lo expresado por el sociólogo Aurelio Alonso en Revolución y religión en Cuba: “Errores y sombras habría que anotar en todas las contabilidades institucionales”.
Ante la posibilidad de un diálogo directo con Fidel, Betto confiesa que consultó a su “ángel de la guarda”. De ahí concluyó: “Esta es la primera y probablemente única vez en que podrás hablar con él. Háblale de la Iglesia”. Eso fue lo que hizo.
Tras la exposición que Lula formuló al líder cubano sobre el origen y las propuestas del Partido de los Trabajadores recién fundado por él, Betto comenzó su intervención aludiendo a las ricas experiencias acumuladas por las Comunidades Eclesiales de Base y subrayó “cómo la gente sufrida de América Latina encuentra en la fe la energía necesaria para procurar una vida mejor”. Añadió, acto seguido, que “muchos partidos comunistas habían fracasado por profesar un ateísmo apologético que los apartó de los pobres imbuidos de religiosidad”.
A continuación dijo: “así como hay entre los cristianos muchos que cultivan la idolatría al capital, entre los comunistas también hay quienes nunca han trabajado entre los sectores más carentes de la población ni roto sus vínculos con los círculos más opulentos”. Una realidad constatable en América Latina.
Tras escucharlo con su habitual serenidad y respeto a cada uno de sus interlocutores, Fidel intervino e hizo una pormenorizada historia sobre la trayectoria de la Iglesia Católica en Cuba antes del triunfo de la Revolución. Y se refirió a los conflictos ocurridos tras las primeras medidas de amplio beneficio popular que afectaron intereses de la burguesía y los latifundistas locales y extranjeros, así como de la propia Iglesia. En esencia, anticipó a sus dos interlocutores brasileños los enfoques que, cinco años después, retomaría en el libro Fidel y la Religión, y que desde 1959 explicara en disímiles momentos y medios.
En este instante del intercambio, Betto empleó a fondo su aguda lógica y fue justo a uno de los asuntos que ya preocupaba y ocupaba a Fidel de nuevo, sin conocer esto último. Preguntó “¿cuál es hoy la actitud del gobierno cubano con respecto a la Iglesia Católica?” Y sin dar espacio a la respuesta anticipó estas tres alternativas a Fidel, quien “observaba a Betto con mezcla de interés y sorpresa, y una temprana admiración” (Chomy, 2018):
“la primera es acabar con la Iglesia y la religión” y razonó por qué era contraproducente: “esa actitud ayuda a reforzar la campaña de quienes insisten en una incompatibilidad ontológica entre cristianismo y socialismo”;
“la segunda es mantener a la Iglesia y los cristianos marginados”, ante la cual aplicó el mismo método de mostrar sus efectos negativos: “eso no sólo favorecería la política de denuncia acerca de lo que ocurre en los países socialistas, sino que crearía condiciones para que se considerara a los cristianos de los países socialistas como potenciales contrarrevolucionarios. Y convertiría a la Iglesia Católica en una trinchera anticomunista de los cubanos insatisfechos con la Revolución e impedidos de abandonar el país”;
y la “tercera es que el Estado Cubano, como ente político, busque un diálogo con todas las instituciones del país incluida la Iglesia Católica”, opción que para él contribuiría a una participación de los cristianos que lo deseasen en la construcción del socialismo”.
La respuesta dada por Fidel, contenida en el libro Paraíso Perdido. Viajes por el mundo socialista, fue: “Nunca había pensado en la cuestión en esos términos, pero la tercera me parece la más sabia. Tienes razón, debemos buscar un mejor entendimiento con los cristianos, superando cualquier forma de discriminación y neutralizando la ofensiva imperialista”.
En esta respuesta de Fidel, el “en esos términos” contenía una esencia implícita previa al diálogo: en este caso, la comprensión de que el ateísmo que habíamos incorporado como base conceptual en el Partido y el Estado debía ser llevado a su debido lugar, esto es, al del derecho de cada cual a creer en Dios o no creer. Y debía ser eliminado como política pública que no estaba aportando a la unidad nacional que para él y el proyecto socialista era esencial asegurar.
Acto seguido, Betto añadió esta incisiva pregunta: “Por qué el Estado y el Partido Comunista de Cuba son confesionales”. Ante ella Fidel reaccionó con un “Cómo que confesionales. Somos ateos”. A continuación el dominico hizo este razonamiento, de esencia impecable: “El ateísmo es una forma de confesionalidad, al igual que el teísmo, porque profesa la negación de la existencia de Dios. El Estado y el partido laicos son una conquista de la modernidad. Un Estado ateo es tan confesional como un Estado cristiano o musulmán”.
La respuesta que recibió de Fidel fue esta joya simultánea de honestidad, de capacidad para penetrar en la calidad humana de su interlocutor y de perspectiva política estratégica: “Tienes razón. ¿Estarías dispuesto a ayudarnos a entablar un buen diálogo con los obispos cubanos?”.
No es difícil imaginar a Fidel durante el diálogo descrito. Él conocía los rasgos distintivos de los Estados modernos, entre los que figura el carácter laico de estos. Le era familiar la tradición constitucional de Cuba en este punto y cómo la Constitución de 1902 y la del 40 habían abordado el tema. Pese a ello, tuvo la humildad de aceptar el razonamiento dado con máxima franqueza y juicio exacto por el joven dominico de entonces.
Lo sucedido – hoy se aprecia más claro – fue un diálogo entre personalidades que sabían colocar los detalles subalternos en su debido lugar, y que no perdían la esencia de los hechos y los procesos históricos. Quizás fue por ello que los objetivos estratégicos de ambos armonizaron tan bien y de inmediato. Al final, ganó Cuba.
¿Por qué ha sido no sólo necesario, sino imprescindible hacer estas precisiones? Por dos razones derivadas de las opiniones emitidas en la época, tanto por cubanos como por latinoamericanos amigos de la Revolución:
La primera: algunos interpretaron las respuestas de Fidel a Betto como una suerte de confirmación de que por primera vez veía la magnitud y el contenido de las contradicciones colocadas sabia y honestamente por este último. La realidad no era exactamente esta y ello se aprecia en los epígrafes 2 y 3 del presente testimonio.
La segunda y central: los esfuerzos de Fidel por reconstruir relaciones y rectificar enfoques respecto a las relaciones de la Revolución con los creyentes y sus instituciones no comienzan en los años 80, sino mucho antes. Si se estudian de forma cronológica sus enfoques sobre la naturaleza de la fe religiosa, los creyentes y las iglesias, se podrá confirmar que el tema, apenas, lo tenía en carpeta para retomarlo en el momento histórico oportuno.
Y este momento llegó a fines de los años 70 y encontró la opción de cambio en los 80, luego de la rica experiencia sandinista en materia de unidad de acción entre “creyentes” y “no creyentes”; en el contexto de una notable vitalidad de la labor pastoral y la producción intelectual de los teólogos de la liberación; cuando dentro de Cuba eran notorias las posiciones comprometidas con la Revolución entre teólogos como Sergio Arce y otros del campo evangélico; cuando experiencias de raigal compromiso social se desarrollan por pastores como Raúl Suárez, bautista, de manera convergente con los objetivos de la Revolución; y luego de reflexiones constructivas nacidas en medios de la propia Iglesia Católica.
Estas posiciones positivas nacidas en el seno de la Iglesia Católica, quizás pudieron haber sido mejor abordadas por el Estado y el propio Partido. Fidel admite en varios momentos las cuotas de responsabilidad del lado revolucionario para que no se haya avanzado más rápido. Esto tiene un valor ético enorme que no deberíamos pasar nunca por alto. La autocrítica enaltece más de lo que desvaloriza a quien la hace, sobre todo en una verdadera Revolución.
Es en este contexto que aparece en escena el fraile dominico brasileño, el que en virtud de su proverbial capacidad para construir puentes, de su honestidad y su sentido de respeto al otro a la hora de actuar, terminó convertido en actor de primera línea en el proceso de transformaciones que condujo a los acuerdos del Cuarto Congreso del Partido, el evento que abrió las puertas a un proceso de cambios institucionales y culturales de mayor calado sociológico y político que explica la realidad cubana de hoy: la de un país que persiste, resuelto y firme, en defender el socialismo, pero de la mano generosa y sabia, patriota y crítica de las mujeres y hombres con fe religiosa. Nadie puede decir hoy que la fe religiosa y el socialismo son incompatibles en Cuba.
En síntesis, Betto formó parte de un proceso de cambios en desarrollo y contribuyó a él con sabiduría, consagración, plena comprensión sobre el “momento histórico” en que tuvo que actuar y el fino tino del pontífice que es. Actuó con la fidelidad y el compromiso que necesitaba Cuba, y que esperaba el interlocutor que lo observaba con “una mezcla de interés y sorpresa, y una temprana admiración”. Por ello y mucho más merece ser honrado.