Cuartel Moncada: ¿Cómo el espirituano Ricardo Santana rescató a Fidel?
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En su voz, la voz de otros, el rostro de otros, el viaje –para muchos sin regreso– de La Habana hacia Santiago de Cuba, el sobresalto a la entrada de la granjita Siboney; luego, el ataque al Moncada, el tableteo de las ametralladoras, el frenazo salvador.
Finales de 1996. Es la voz de Ricardo Santana Martínez; de por medio, la grabadora de la colega Elisa Franchialfaro–ya fallecida–, recogiendo para la historia el testimonio de este espirituano, devenido artemiseño; memorias guardadas con celo por la familia de quien fuera uno de los más de 110 jóvenes participantes en las acciones del 26 de julio en Santiago de Cuba.
El aviso (24 de julio de 1953)
No era mediodía aún cuando Ramiro Valdés Menéndez, al mando de la célula central en el municipio de Artemisa, perteneciente al Movimiento liderado por Fidel, contactó con Santana, quien dirigía a cinco jóvenes revolucionarios en esa localidad.
–Avísale a tu gente y vayan para La Habana, le ordenó el hoy Comandante de la Revolución.
A La Habana llegó, en ómnibus, Ricardo –nacido el 9 de junio de 1930 en Fomento y desaparecido físicamente el 11 de febrero de 1997.
El viaje (25 de julio)
Salimos de La Habana en la madrugada; hicimos el viaje en el carro de Dalmau (Mario). Suárez (José) sabía para dónde íbamos; supongo que Dalmau también porque, de cuando en cuando, Pepe decía: “Dalmau, ¿cuántas veces tendremos que llenar el tanque?”. Y se reían. Nadie decía nada ni preguntaba nada.
Un compañero (Gregorio Careaga) decía: “Yo he perdido el mejor negocio de mi vida, porque se me olvidó hablar con Matías, el dueño de la funeraria, para coger la comisión de todos ustedes cuando se mueran”. Y así fue bromeando el camino entero. Sin embargo, él murió; logró escapar, pero lo cogieron en Maffo y lo asesinaron a golpes.
Cada vez que tengo un tiempo libre, tiro la mente hacia atrás y digo: “No me explico; nosotros sabíamos que íbamos a una muerte segura”. Íbamos sin ninguna preocupación de morir.
Cuando entramos a Oriente, supimos por el jefe nuestro que íbamos para Santiago, que íbamos a hospedarnos en el hotel Rex. Cuando llegamos allí, estaba lleno; entonces, nos quedamos, al frente, en una casa de huéspedes, y de ahí, el grupo nuestro salió, como a las 12 y media, para la granjita Siboney.
En la Granjita
Al llegar, el primer impacto fue duro: dos guardias abrieron la puerta de entrada. Estaban vestidos con el uniforme amarillo, y nos dijimos: “¡Caramba!, nos tendieron una emboscada”. Pero no; dijeron: “Adelante, no hay problema; parqueen en aquella esquina”.
Entramos a una casita; aquello estaba lleno de colchones en el suelo, y los hombres hablaban bajito. Nos dijeron que nos acomodáramos y que no habláramos alto. “Traten de dormir un rato”, aconsejaron.
La primera experiencia y sorpresa, a la vez, fue que, en medio de toda aquella cantidad de hombres, nada más había dos mujeres: Melba y Haydée. Yo no las conocía. Las veíamos que se movían mucho. Y se acercaban; nos preguntaban; “¿Cómo están los ánimos? ¿Quieren agua fría?”.
Como a la una, una y cuarto, llegó Fidel. Habló con un grupo de gente aparte y se dio la instrucción de bajar las armas y los uniformes. Unos salían del patio –estaban guardados en el pocito– y otros, del falso techo. A esa hora, Melba y Haydée estirando con una plancha los uniformes.
Cuando terminaron de repartir los uniformes, Fidel aprovechó para hablar. “Un momento, atención aquí. Nosotros vamos a atacar distintos objetivos. He dejado 30 hombres en Bayamo para tomar el cuartel de allí; con esas armas y la ayuda del pueblo, se formará una buena resistencia, y por el puente del río Cauto no se dejará pasar para acá a los refuerzos de allí”.
Fidel nos informó que otro grupo tomaría el Palacio de Justicia. El otro, que atacaría la fortaleza –de ser sorprendido–debía reagruparse en el patio de atrás; él iría al mando de ese grupo. Y el otro tomaría el hospital (Saturnino Lora), con el doctor Mario Muñoz, Melba, Haydée y algunos compañeros más, al frente del cual iría Abel Santamaría.
Explicado esto, hubo una protesta o dos protestas. Primero, Abel le dijo a Fidel que no entendía y no estaba de acuerdo en él ir al hospital, que por qué lo acomodaba; que Fidel iba a poner el pecho en el Moncada y tenía que cuidarse; que lo dejara ir a él, que era su segundo, al frente del combate. Fidel le respondió que no; no se lo permitió y lo convenció.
Y eso también pasó con Haydée y Melba; ellas irían de enfermeras, pero querían pelear. Hasta que, por fin, con ese poder de convencimiento de Fidel, las tranquilizó, y siguió explicando.
Nos planteó, además, la situación tan desventajosa que llevábamos; al extremo que nos dijo: “Vamos dispuestos a morir. Llevamos 99 para quedar en la acción”. Pero, aseguró que ya habrá nuevas generaciones que seguirán el ejemplo de nosotros. “El que no quiera morir, está a tiempo de plantearlo aquí, ahora. Nosotros sabremos respetarlos; dejaremos que no participen”.
Cuatro alzaron la mano y dijeron que con aquellas armas ellos no estaban de acuerdo, que ellos creían que era otra cosa. No estaban dispuestos a ir. Entonces, Fidel los llamó y los llevó para una cocinita, y les puso un hombre en la puerta para que no salieran.
Terminamos los preparativos y, en realidad, no se habló nada más. Era la costumbre que teníamos ya, fue la disciplina que nos inculcaron. Solo estábamos ansiosos de que llegara ya el momento.
Rumbo al combate
La salida de la granjita fue el momento más emocionante que tuve hasta ese instante, y creo que al resto de los compañeros les pasaba lo mismo. No hicimos más que salir y todo el mundo estaba exhibiendo el arma que le había tocado, y ahí empezamos a cantar el Himno Nacional. Aquello, ¡vaya!, la alegría que reinaba allí. En el carro de nosotros, íbamos 10, y el que iba detrás de nosotros, igual; todo el mundo cantando el Himno Nacional. Era una emoción enorme, te lo digo así.
No sé por qué; por lo menos, me parecía que yo estaba participando en la guerra mambisa. Si te digo que tuve temor en ese momento, no lo tuve. Sentí miedo por un instante, cuando empezó el combate, cuando se cruzaron los primeros disparos; ahí sentí miedo. Si te digo otra cosa, te miento.
El ataque
Me tocó combatir en la misma área de la entrada. El grupo de alante quitó la cadena y logró entrar, después de eliminar la posta. El factor sorpresa falló. Entramos detrás. Fidel se quedó allí, y tocó la coincidencia que el carro en que íbamos también. A nuestro grupo le correspondió en el mismo lugar donde estaba Fidel.
Mi combate fue en el área de las cuatro esquinas, o sea, la entrada del Regimiento, la calle por donde nosotros entramos sale Garzón por una parte, la otra que atraviesa a lo largo del Regimiento, así por el costado, y en esa área Fidel estaba en el centro.
Fidel detectó una antiaérea, que nosotros no vimos; sin embargo, él la detectó arriba del techo, y cuando fue a tirarnos, tumbó al que iba a disparar; Fidel se quedó dirigiendo y atendiendo la antiaérea.
Nos movíamos, nos alejábamos, tirábamos; cruzábamos de una calle para la otra; hasta que Fidel dio la orden de retirada. La retirada fue impresionante; no fue masiva; sino por grupo, que Fidel iba señalando. Y se cogía el carro que le parecía porque todos estábamos con la llave en el chucho y arrancaba el que más cerca le quedaba.
Y así fue hasta que me tocó. Quedaban cinco o seis; Fidel mandó a cubrir la retirada. Me dijo: “¡Vámonos!”. Fidel empieza a montar a la gente en el carro ese; comienzan a meterse todos ahí; pero, veo un carro pega’o a la cadena, era el carro que estaba para que me sacara (RÍE) y no soy creyente. Son las casualidades de la vida.
Yo había visto el carro allí con la puerta bien y la llave en el chucho un rato antes, y lo metí más para adentro. Fidel no vio ese carro a la hora de salir; creyó que el último era en el que se iba a montar todo el grupo; pero no se dieron cuenta de que yo no me había ido.
El rescate
Salí a rastras y me metí para buscar el carro y cuando iba saliendo, oí a uno que me llamó por mi nombre. “No me dejes”. Cuando miré, era Rosendo (Menéndez García), también de Artemisa. Lo recogí. ¡Y a correr se ha dicho! Aquel carro salió volando.
De momento, vi a un oficial caminando de espalda, disparando; pasé tan rápido, que después hice así y reaccioné: “¡Ese es Fidel!”. A esa velocidad, frené. Era lejísimo y entré marcha atrás y lo recogí.
Salí por la calle Garzón, sí recordaba por dónde tenía que doblar; pero, si me llegaban a dejar solo, no sabía por dónde coger cuando llegara a la salida para Siboney. Fidel me dijo: “¡Dobla!”. Cuando llegué a la plazoleta, que sale a El Caney y Siboney, me mandó a coger para la parte de El Caney. Entré por ahí confiado en que íbamos para la casa de Siboney.
De pronto, Fidel dijo: “¡Vamos ahora a asaltar el cuartel de El Caney!”, y le respondí: “¡Fidel!, ¿usted no se da cuenta de que no vamos a llegar ni a una cuadra de distancia? Nos van a barrer. Esa gente, con lo que ha pasado aquí, tienen que estar enterados”. Y él me explicó: “Es que no podemos dejar, no sabemos si ha quedado algún compañero. Tenemos que seguir. Tenemos a otros compañeros combatiendo”.
Le dije: Pero es que nosotros solos lo que vamos es ir a morirnos por gusto. Va a ser inútil”. Entonces, me tiró unas frases durísimas. “No es eso, si usted quiere, vamos”, le respondí. Él contestó: “Bueno, dobla a la derecha”. De ese modo, salimos a la carretera de Siboney.
En medio de la carretera había un carro ponchado y un grupo de compañeros escondidos en la cuneta. “Para ahí, ese carro es de nosotros”; Fidel lo reconoció. Me detuve y empezaron a salir los compañeros. Venía un carro particular atrás. “Monten un grupo aquí, y los otros vengan conmigo”; les dijo.
De nuevo, en La Granjita
Fidel planteó la idea de seguir la lucha: primero regresar al Moncada porque faltaba mucha gente. Suárez le dice que no debíamos regresar. “Fidel, ¿por qué no cogemos el monte? ¡Vamos para la montaña!”. Fidel no respondió, salió, dio una vuelta, y cuando regresó dijo: “Los que están dispuestos a seguirme que levanten la mano y den un paso al frente”. Dimos un paso al frente. Fidel se enganchó su arma en el hombro y salió andando.
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